EL DERECHO COMO PRÁCTICA Y COMO DISCURSO.

LA PERSPECTIVA DE LA PERSONA COMO GARANTÍA DE OBJETIVIDAD Y RAZONABILIDAD EN LA INTERPRETACIÓN*

 

Recibido: septiembre 3 de 2009
Aceptado: octubre 4 de 2009

PILAR ZAMBRANO

Doctora en Derecho. Profesora de Filosofía del Derecho, Universidad Austral, Argentina. PZambrano@austral.edu.ar


RESUMEN

El trabajo se propone ofrecer una comprensión tanto de los orígenes como de los límites de la problematicidad de la interpretación jurídica –en particular, aunque no de modo único, de la interpretación constitucional–, focalizada en la estructura intencional del Derecho como discurso escrito y como práctica social. En cuanto discurso, el Derecho se concibe como un conjunto de “actos del habla”; en tanto práctica social, la comprensibilidad del Derecho se vincula a los fines o a las intenciones que se proponen sus participantes y que lo distinguen de otras prácticas sociales. Se concluye desde esta doble perspectiva que, lejos de ser un método entre otros, la interpretación teleológica es la estructura formal indisponible de toda interpretación jurídica. Sobre esta base se intenta mostrar que, aunque la proyección teleológica del Derecho opere como causal de la problematicidad de la interpretación jurídica, al mismo tiempo se constituye en el límite o marco para la dimensión creativa de la interpretación. A partir de aquí se defiende la tesis de que la problematicidad de la interpretación jurídica no es sinónimo de arbitrariedad en el Derecho constitucionalizado, al menos si se asumen dos postulados. Primero, que la abstracción del lenguaje jurídico es indeterminación, pero no vaguedad. Segundo, que los fines últimos del Derecho se ligan a una concepción de persona objetiva –metafísica, no política–. 

PALABRAS CLAVE

Interpretación, hermenéutica, neoconstitucionalismo, lenguaje jurídico, persona.


Law as Practice and Discourse. The Perspective of the Person as a Guarantee of both Objectivity and Reasonableness on Interpretation

ABSTRACT

This work aims to provide an understanding of both the origins and the limits of the problematic nature of legal interpretation –in particular, but not only, of constitutional interpretation–, focusing on the intentional structure of law as a written discourse and social practice. As a speech, the law is conceived as a set of “speech acts”; as a social practice, law comprehensibility is related to purposes or intentions that are proposed by its participants. The latter distinguish it from other social practices. From this dual perspective, we conclude that –far from being just a method among others– the teleological interpretation is the essential formal structure of any legal interpretation. From this perspective we intend to show that even though the teleological projection of law constitutes problems in legal interpretation, it also constitutes the limit or framework for the creative dimension of interpretation. From here we defend a thesis in which the problems of legal interpretation are not synonymous with arbitrariness on constitutionalized law, at least if two postulates are granted. First, that the abstraction of legal language is undetermined, but not vague. Second, that the ultimate purposes of law are tied to an objective notion of person- a metaphysical, rather than a political one.

KEY WORDS

Interpretation, hermeneutics, neoconstitutionalism, legal language, person.


Sumario:

Introducción; 1. La dimensión intencional del derecho como práctica y como discurso; 2. Las dificultades de la interpretación pragmática del derecho; 3. Los límites de la creatividad en la justificación: el reconocimiento del objeto y la exigencia de coherencia o encaje; 4. La persona como perspectiva del juicio teleológico; 5. Recapitulación: la cuestión bioética y biojurídica en escena; 6. Hacia un concepto metafísico de persona como perspectiva interpretativa; Bibliografía.

INTRODUCCIÓN

En el campo de la Filosofía del Derecho, el cambio de siglo y de milenio estuvo signa do por la advertencia de que la pretensión típica del positivismo decimonónico, de que los jueces aplicaran “mecánicamente” el Derecho, es más una expresión de deseos metodológicos que una descripción fiel de la realidad. En este sentido podría afirmarse, sin mucha vacilación, que el positivismo jurídico contemporáneo, en sus vertientes incluyente y excluyente, ha receptado al menos parcialmente la crítica de DWORKIN, y casi unánimemente descree del denominado “formalismo jurídico” y de su pretensión de que la interpretación y la aplicación del Derecho constituyen actividades puramente técnicas y a-valorativas1.

A partir de este descreimiento emerge como una preocupación central de la Filosofía del Derecho la determinación del tipo de valoración y –si pudiera cuantificarse– de cuánta valoración interpretativa es compatible con la función del Derecho de regular conductas de forma general y, por tanto, objetivamente recognoscible. Las preguntas en que se puede desglosar esta preocupación central son varias, y al menos, las siguientes:

a) ¿Es, acaso, un requisito conceptual, necesario, o natural del Derecho la capacidad para controlar la dimensión valorativa del razonamiento interpretativo y aplicativo del Derecho?

b) Si el Derecho debe poder controlar de algún modo la dimensión valorativa de la interpretación, ¿cuál es este modo? ¿Es este control meramente cuantitativo, a modo de límite al tipo de casos en los cuales la valoración puede entrar en el Derecho, o es un control cualitativo acerca de la clase de razones que validan jurídicamente la valoración?

c) Si el Derecho ejerce un control cualitativo sobre la creatividad interpretativa, ¿cuáles son las razones desde las cuales el Derecho controla la creatividad interpretativa?

Algunos autores y escuelas han respondido negativamente a la primera pregunta, sosteniendo que el Derecho, aunque quiera, no puede controlar de ningún modo la valoración implícita en toda interpretación y aplicación de las normas jurídicas. El realismo jurídico norteamericano y su continuación en los Critical Legal Studies, o en representantes de la hermenéutica radical de autores como Stanley FISH, coinciden en general en esta negativa2.

El problema es que el Derecho se transforma en una farsa inútil si no puede controlar en modo alguno la valoración que, de manera inevitable, se cuela en la interpretación y en la aplicación de sus normas. La farsa de convencernos a nosotros mismos de que nos gobernamos por reglas generales, cuando en realidad nos gobierna el deseo, el interés, el capricho, o incluso las convicciones del pretendido intérprete –en realidad inventor de nuevas normas– que, por algún designio del albur, posee autoridad para decidir sobre nosotros.

Otras corrientes, principalmente el positivismo hartiano y posthartiano, acogen una posición un poco más optimista: aunque el Derecho no controla qué valoración se filtra en su interpretación, por lo menos controla cuánta valoración se filtra. El Derecho abre y cierra la llave de la puerta de entrada de la valoración meta-jurídica, mediante la utilización de un lenguaje más o menos abstracto. Cuanto más abstracto es el lenguaje normativo, más espacio para la valoración interpretativa, cuanto menos abstracto es el lenguaje, menor es el espacio para la valoración interpretativa3.

El problema con esta distinción es su ingenuidad. Si la validez del Derecho, si la validez de todo el Derecho, depende de su ajuste a las normas constitucionales, entonces todo el Derecho es problematizable. Los casos más clara y precisamente descritos por las normas infra-constitucionales son casos oscuros si se los interpreta a la luz de las normas constitucionales. Así, aunque sea claro e indiscutible según la ley procesal que el plazo para la contestación de la demanda civil en un proceso ordinario es de 15 días, no resulta tan claro e indiscutible a la luz del Derecho constitucional a la tutela judicial efectiva si esta norma admite o no alguna excepción, por ejemplo, y qué excepción admite. Podría decirse, pues, que la irradiación del Derecho constitucional sobre el resto del ordenamiento jurídico torna ilusoria la distinción basada en la mayor o menor abstracción del lenguaje, entre casos fáciles y difíciles.

Aun así, no es ésta ni la única ni la principal razón para cuestionar la distinción entre casos fáciles y difíciles. En los dos apartes que siguen se ofrecerá una explicación alternativa de la problematicidad del Derecho, que se focaliza en la estructura intencional del discurso escrito, y del Derecho como práctica social. A partir de esta explicación se intentará mostrar que la distinción entre problematicidad y arbitrariedad en el Derecho constitucionalizado pende por igual de dos extremos. De una parte, de la asunción de que la abstracción del lenguaje jurídico es indeterminación pero no vaguedad. De otra, de la posibilidad de ligar los fines últimos del Derecho a una concepción de persona objetiva en sentido “fuerte”. 

1. LA DIMENSIÓN INTENCIONAL DEL DERECHO COMO PRÁCTICA Y COMO DISCURSO

El obrar humano no sólo se hace incomprensible, sino que además ni siquiera es conceptualizable como “obrar” si no se lo pone en relación con los fines que se pro-pone el sujeto que obra. Así, el acto físico de levantar un brazo puede describirse, entre otras posibilidades, como un saludo, un pedido de auxilio, una amenaza, o un acto reflejo. Pero aunque desde el punto de vista físico o mecánico podría decirse que en los cuatro casos ocurre lo mismo, nadie afirmaría que saludar es lo mismo que amenazar, o pedir auxilio, o reaccionar involuntariamente como respuesta a un estímulo. La razón de lo segundo es que el acto propiamente humano no es la mecánica de levantar el brazo, sino esta misma mecánica ligada a una intención. Por ello, sólo cuando el acto físico se liga con sus fines propios, puede ubicarse en su especie: un saludo, un pedido de auxilio, o una amenaza.

A partir de la estructura intencional del obrar humano se justifica pues la distinción hermenéutica entre explicación y comprensión, como modos de conocimiento prevalentes, respectivamente, en las ciencias naturales y en las ciencias sociales o “del espíritu”. Según esta conocida distinción señalada por Dilthey, la explicación se propondría descubrir conexiones causales o de regularidad entre fenómenos que se ofrecen de modo inmediato o “puro” al intérprete; mientras que la comprensión tiene por objeto el obrar humano, y se propone descubrir conexiones intencionales entre las acciones humanas y los motivos, los propósitos o las razones que las tornan inteligibles4. La conciencia de que el obrar humano se especifica por sus fines no es en realidad un descubrimiento de la hermenéutica5. La tradición hermenéutica, en todo caso, manifestó algunas de las consecuencias que posee la teleología o la intencionalidad del obrar humano para la interpretación en las ciencias del “espíritu”. Entre otras, que la interpretación del lenguaje y del obrar humano en general pertenecerá a una u otra esfera del conocimiento según cuáles sean los fines comprensivos que se propone el intérprete.

Si el intérprete se propone determinar cuál es el significado lingüístico de un enunciado, se tratará de una interpretación lingüística; si se propone determinar cuál es su relación con una práctica política, se tratará de una interpretación política; si se propone determinar cuál es su relación con el Derecho, será jurídica. Pero el lenguaje, la política y el Derecho son prácticas sociales que, como todo obrar humano, sólo resultan comprensibles a la luz de sus fines propios. Por tanto, lo que de modo específico define a una interpretación como jurídica es la vinculación entre el objeto interpretado –una norma o una conducta– y los fines del Derecho6. Es posible determinar de modo simultáneo o autónomo los sentidos puramente lingüísticos, políticos o económicos de una proposición jurídica sin ponerlos en perspectiva con los fines del Derecho. Pero sin esta perspectiva, la interpretación no será propiamente jurídica sino lingüística, política, o económica.

Se concluye pues que, si no quiere desfigurarse el objeto que se ofrece al conocimiento, tanto la aproximación al estudio filosófico o conceptual del Derecho, como la interpretación de las conductas, reglas o normas que conforman cada práctica jurídica en particular, incluyen una respuesta a la pregunta por los fines propios del Derecho en cuanto tal. Lo cual se traduce metodológicamente en el carácter necesario del método teleológico-sistemático en la interpretación jurídica: si una proposición no se pone en relación con los fines del Derecho no sólo no se comprenderá su sentido jurídico, sino que no se la comprenderá qua proposición jurídica. A esta misma conclusión se puede arribar a partir del estudio del Derecho como práctica social discursiva o verbalizada y, en particular, a partir de la consideración de las proposiciones jurídicas como “actos del habla”. Según la conocida distinción de AUSTIN y de SEARL, el lenguaje hablado o escrito supone el despliegue de tres niveles intencionales. En primer término, la intención fonética de producir los sonidos o los grafismos que en un determinado lenguaje se asocian a un significado. En segundo lugar, la intención propiamente lingüística de significar y referir, esto es, la intención de que los sonidos y grafismos producidos se tomen como signos de aquello que se quiere significar y referir. Finalmente, la intención ilocucionaria de hacer algo con lo que se dice: mandar, prometer, advertir, describir, entre otras posibles intenciones ilocucionarias o pragmáticas7.

Estos tres niveles intencionales no operan por etapas ni se vinculan entre sí como medios a fines8. El orador no produce sonidos para significar conceptos y referirse a realidades; ni significa y refiere para mandar, permitir, advertir, o hacer cualquier otra cosa que se proponga. El orador más bien manda, permite, advierte, etc., significando y refriendo; y a su vez significa y refiere produciendo sonidos o grafismos. Por lo mismo, sería incorrecto afirmar que un sujeto que pronuncia unas determinadas palabras se propone por una parte producir ruidos; por otra nombrar algo y, en tercer lugar, hacer algo. En realidad, se propone en primer lugar lo último, y todo lo anterior se lo propone sólo como el modo de hacer esto último: mandar, ordenar, prohibir.

El éxito de cualquier comunicación lingüística depende, según esto, de cuánto se acerque el intérprete a la intención pragmática del orador. Si la proposición jurídica se toma como un caso de acto de habla, el éxito de su interpretación dependerá de cuánto se acerque el intérprete, a través del enunciado jurídico, a la intención pragmática del autor de la norma.

2. LAS DIFICULTADES DE LA INTERPRETACIÓN PRAGMÁTICA DEL DERECHO

Según lo anterior, la naturaleza práctica y discursiva del Derecho impone interpretarlo según sus fines o propósitos. Este criterio es, sin embargo, excesivamente ambiguo. Más que contener y delimitar los caminos del intérprete, parece multiplicarlos.

En primer término, porque la intencionalidad humana no se dirige nunca a un objeto o fin único, sino a una cadena o a una sucesión de fines u objetos9. Una norma de blanqueo de intereses por deudas impositivas puede haber sido promulgada con la intención inmediata o próxima de facilitar el pago de las obligaciones fiscales. Lo cual a su vez puede ordenarse a la intención mediata de recaudar más para financiar obra pública, o a la intención de beneficiar ilegítimamente a un grupo de deudores leales al gobierno. Lo cual a su vez puede ordenarse a la legítima intención más mediata de promover el empleo entre toda la población, o a la intención de beneficiar ilegítimamente a un sector empresarial. Lo cual a su vez puede ordenarse a la legítima intención más remota de garantizar ciertos derechos constitucionales, o a la menos legítima intención de aumentar la popularidad del gobierno en vistas a la próxima elección. Por cada fin o intención racionalmente vinculable con una decisión legal, la cadena intencional podría continuar desplegándose tanto dentro de cada nivel intencional, como hacia adelante, en dirección a niveles intencionales más altos de abstracción.

De modo que faca ayuda parece brindar al intérprete la pauta según la cual el sentido de un enunciado debe determinarse a partir de la conjunción entre las intenciones lingüística y pragmática del orador, una vez que se advierte que la in-tención pragmática se puede desplegar múltiples veces, tanto hacia niveles más altos de abstracción, como dentro de cada nivel intencional.

En la comunicación oral la situación de inmediatez entre el orador y el intérprete facilita tanto la determinación del nivel intencional en el cual se mueve el orador, como la determinación de su intención o motivación real, dentro de cada nivel. Primero, porque en la situación de inmediatez el intérprete participa vivencialmente del contexto en el cual se enuncian las proposiciones que son objeto de interpretación. El intérprete no “lee” para comprender el contexto; sino que coparticipa del contexto con el orador. Segundo, porque la comunicación verbal se enmarca en una comunicación gestual que acota las posibilidades referenciales del lenguaje. El gesto de desprecio, por ejemplo, permite captar el sentido irónico del discurso y, con ello, excluir referencias que, aun cuando fueren válidas desde el punto de vista de las reglas de uso generales del lenguaje, el orador excluyó de su intención lingüística o locucionaria. Tercero, porque en la inmediatez se facilita la manifestación del error de comprensión y, con ello, la rectificación.

Ninguna de estas circunstancias atenuantes se dan sin embargo en el discurso jurídico normativo, cuyos enunciados son el producto de actos del habla colegiados, institucionales y textuales10.

En cuanto actos del habla colegiados –emanados de una legislatura, un congreso, un tribunal–, el intérprete se ve precisado a determinar cuál es la intencionalidad próxima, mediata, o remota del órgano, como si existiere una única intención para cada uno de estos niveles intencionales. En cuanto actos del habla institucionales, el intérprete debe unificar nuevamente la motivación o intencionalidad sintetizada del enunciado que se intenta interpretar, con las motivaciones de los individuos y de los grupos que ejercen o han ejercido “la autoridad sobre la autoridad”. Esto es, con las motivaciones pragmáticas de la autoridad que produjo las normas constitucionales, procesales, administrativas, y otras –secundarias en términos de HART– que rigen el ejercicio de la autoridad que produjo la norma que es objeto de interpretación primaria o principal. Sin embargo, las motivaciones de cada individuo que ejerce la autoridad, de modo primario y secundario –la autoridad sobre la autoridad– pueden ser variadas y no pocas veces contrapuestas, tanto dentro de cada nivel intencional, como en los niveles intencionales más altos de abstracción11.

De modo que a la dificultad que en cualquier comunicación ordinaria se plantea para determinar cuál es el nivel intencional pertinente y, dentro de cada nivel, cuál es la intención real, se agrega en la comunicación jurídica –entre autoridad e intérprete– la dificultad de sintetizar o unificar las intenciones de una pluralidad de actores en un contexto comunicativo textual, no inmediato, que no ofrece espacio o lugar para la rectificación y la aclaración.

Por lo mismo, como ha señalado insistentemente Ronald DWORKIN, entre otros, la determinación interpretativa de los fines de las normas jurídicas mediante el juicio “justificativo” o teleológico, abre un espacio de creatividad interpretativa, donde el intérprete agrega o pone algo que sólo está reconfigurado en la norma interpretada12.

3. LOS LÍMITES DE LA CREATIVIDAD EN LA JUSTIFCACIÓN: EL RECONOCIMIENTO DEL OBJETO Y LA EXIGENCIA DE COHERENCIA O ENCAJE

Ronald DWORKIN ha intentado precisar los límites de la creatividad en la interpretación jurídica, partiendo de un dato evidente: una decisión jurídica se funda en normas jurídicas. Su posibilidad se asienta, pues, en otra posibilidad: la de distinguir el universo de normas jurídicas de otro tipo de normas. Una primera condición de corrección de la determinación interpretativa de los fines de las proposiciones jurídicas, por muy abstracto que sea el lenguaje, es que la interpretación sea de un objeto, en el sentido de lo que está frente al sujeto, y que el objeto pueda ser eficazmente distinguido tanto de las pre concepciones del intérprete sobre lo que el objeto podría ser, como de otros objetos.

Esta delimitación del objeto se hace efectiva, dice DWORKIN, a través de lo que denomina “juicio preinterpretativo”, en el cual el intérprete reconoce la juridicidad de las normas en función de las cualidades externas. Sergio COTTA sostiene algo parecido respecto de la interpretación filosófica del Derecho. Dice COTTA que aunque no puede definirse qué es el Derecho si no nos preguntamos por sus fines, también es cierto que para preguntarnos cuáles son los fines del Derecho primero hay que delimitar, de algún modo, el objeto que pretendemos describir y justificar.

Esta aproximación primaria y preliminar es, dice COTTA “morfológica”: en este nivel preinterpretativo, el intérprete procura captar en una primera mirada qué es lo que hace de una norma, una norma jurídica, respondiendo a preguntas del tipo, ¿fue producida por el órgano que detenta el uso del poder público, en ejercicio del poder público? El juicio preinterpretativo de DWORKIN, o morfológico de COTTA, perfila así los contornos del coto normativo dentro del cual el intérprete debe tomar su decisión, si pretende que sea una decisión jurídica13.

Pero esta delimitación formal o externa sería vana si el intérprete no hiciera un esfuerzo adicional, una vez delimitado el objeto –la o las normas jurídicas–, por mantenerse fiel a él. Este esfuerzo adicional se plasma en lo que DWORKIN denomina juicio de encaje, que apunta a verificar que la justificación teleológica de la norma interpretada se acomoda o encaja con el contenido de los principios que de hecho rigen en el área del Derecho en que se inserta la norma, y en el resto de la práctica14. Los juicios preinterpretativo y de encaje operarían señalando, respectivamente, las características formales externas de las normas en que se funda una decisión jurídica, y el contenido o sentido material con el cual, de modo necesario, debe poder conciliarse la justificación teleológica de la norma.

Esta exigencia de encaje en la interpretación es una cualidad fenomenológica de toda interpretación jurídica. Una cualidad que puede predicarse de todas las prácticas jurídicas conocidas, ya sean del Common Law, ya sea codificadas, como muestran, entre otras instituciones y costumbres, el stare decisis, las cortes de casación, y la existencia en general de cortes o tribunales que poseen jurisdicción para “decir” el Derecho en instancia última, unificando las decisiones de la pluralidad de tribunales inferiores; además de reglas interpretativas del tipo “debe buscarse una solución armónica” con el resto de las normas que componen una práctica.

La justificación o la determinación del fin de una norma debe pues encajar con el contenido material de los principios de un área del Derecho y de la práctica en su totalidad. ¿Pero cómo se verifica este encaje, acomodamiento o coherencia? Esta verificación, parece obvio, no puede realizarse si antes no se determina cuál es el fin de estas otras normas con las cuales debe encajar la norma interpretada. Pero esto supone un nuevo esfuerzo interpretativo que consta al menos de tres elecciones: a) la elección de cuáles son las normas relevantes para establecer la comparación con la norma interpretada; b) la determinación del sentido de cada una de estas normas “relevantes”; c) la determinación del sentido global, que unifica al conjunto de las normas15.

En cada una de estas elecciones, el intérprete debe tener una vez más en cuenta cuál es el fin de la norma interpretada, y cuál el fin del resto de las normas que se ponen en relación con la norma interpretada. Pero como la determinación de cuáles son estos fines no emana de modo mecánico, automático, del texto legal, sino que supone siempre en algún punto un acto de creación del intérprete, habrá que asegurarse que esta creación no es pura. Que es creación acotada o ajustada al objeto que se interpreta. La circularidad es inocultable. El juicio de encaje, o lo que en las prácticas se suele denominar “interpretación armónica” y “sistemática” se supone que limita la creatividad con que el intérprete determina los fines de las normas, pero para poder determinar si la creatividad encaja o no, hay que preguntarse por los fines.

Esta circularidad inocultable no es sin embargo, de modo necesario, una tautología. Podrá decirse que círculo no es tautológico si las perspectivas del juicio de encaje y las perspectivas del juicio teleológico se complementan, pero no se confunden unas con otras16. La perspectiva más propia del juicio del encaje es la de la semántica o, si se quiere, del lenguaje considerado abstractamente. Para que el intérprete encuentre un límite a su creatividad en el juicio de encaje es preciso que el texto que interpreta posea un campo de significación y referencia amplio, pero no infinito. Que las palabras y los enunciados admitan muchas interpretaciones desde el punto de vista de las reglas de uso del lenguaje, pero no infinitas.

4. LA PERSONA COMO PERSPECTIVA DEL JUICIO TELEOLÓGICO

Si no se quiere regresar al infinito, sujetando las elecciones a que da lugar el juicio de encaje a otros tantos juicios de encaje o coherencia, habrá que concluir que, en algún punto, el intérprete se topa con un fin global cuya validez o, si se quiere, cuyo “encaje” con la práctica se muestra como evidente, en el sentido de no necesitado de justificaciones ulteriores. ¿Cuál es pues este fin global de las prácticas jurídicas no precisado de justificaciones ulteriores?

Hay muchos modos de responder a esta pregunta. Una posibilidad es intentar determinar el fin o sentido global del Derecho a partir del sentido o fin de la exigencia de encaje, tomada como cualidad fenomenológica o como modo de darse existencialmente el Derecho17. La pregunta por los fines o el sentido último del Derecho se abordaría así desde la respuesta a esta otra pregunta: ¿para qué o por qué se exige coherencia o encaje entre los actos de creación normativa y la dimensión creativa de la interpretación del Derecho? ¿Por qué aunque el intérprete pueda crear al interpretar, fenomenológicamente tiende a hacerlo dentro de una exigencia de encaje o coherencia con otras normas, y con otras interpretaciones previas de esas mismas normas?

La respuesta más sencilla parece ser que la exigencia de coherencia responde a una voluntad política, a saber, la voluntad de tratarnos como iguales18. Si queremos que se traten análogamente casos análogos, es porque queremos que se trate en forma igual a quienes se encuentran en situaciones iguales. Pero todavía cabe preguntar, ¿cuál es el fundamento o el fin, que en este plano son lo mismo, de tratar igual a quienes se encuentran en iguales circunstancias?

Pues bien, si se trata igual a quienes se encuentran en iguales circunstancias es porque se estima que ambos merecen igual trato. ¿Y por qué tratar igual, tratar del mismo modo, a sujetos diferentes? La justificación más plausible para sostener que ambos sujetos merecen igual trato parece radicar en alguna igualdad intrínseca entre los sujetos comparados. Dicho en otros términos, ambos sujetos son igualmente valiosos para el Derecho, y por esto mismo se los trata de igual modo. Habrá que saber, pues, si se quiere continuar con esta cadena justificativa o comprensiva de los fines de la práctica de tratar igual casos iguales, qué es lo que esta práctica encuentra valioso, igualmente valioso, en sujetos diferentes. O bien, qué es lo que los ubica en la categoría de sujetos de Derecho o, dicho en términos más específicos, en la categoría de personas.

Si no todas las prácticas, al menos sí las prácticas constitucionalizadas aspiran a una coherencia en la adjudicación del Derecho que trasciende una perspectiva formal. Junto a esta aspiración formal, y justificándola, las prácticas constitucionales acogen la aspiración de fondo de que, antes de ser tratadas en forma igual a otras personas o sujetos de Derecho, las personas sean tratadas “igual a sí mismas”, esto es, “igual a como se debe tratar a una persona” en un sentido anterior o previo al sentido jurídico19. Lo que más propiamente define al Derecho como un orden de razón en el seno de una práctica constitucionalizada no es tanto o únicamente el trato “igual” entre sujetos distintos, sino el trato “igualmente apropiado” a los sujetos de derecho o personas en sentido jurídico. En palabras de DWORKIN, que de algún modo han devenido clásicas, lo que define una práctica jurídica como práctica constitucionalizada es la tendencia a brindar “igual consideración y respeto” a los sujetos que forman parte de la práctica20.

En este estadio corresponde definir por lo menos dos cuestiones. Primero, qué es lo que el Derecho está llamado a respetar y considerar en los sujetos de Derecho. Segundo, quiénes son los que entran en la categoría de “sujetos de derecho” o de personas. Ambas preguntas están íntimamente vinculadas. Si sabemos quién y, sobre todo, por qué entra en la categoría de “sujeto de derecho”, sabremos también cuál es la perspectiva desde la cual definimos qué es un trato considerado y respetuoso para dicho sujeto.

5. RECAPITULACIÓN: LA CUESTIÓN BIOÉTICA Y BIOJURÍDICA EN ESCENA

Hay muchos modos posibles de coordinar el obrar social de modo tal que se realicen las exigencias básicas de consideración y respeto a la condición de persona. Sin embargo, sólo son jurídicos en sentido propio las maneras de obrar que realizan estas exigencias según el modo en que la autoridad jurídica impera o manda como vinculante. Según esto, la interpretación jurídica merecerá el calificativo de jurídica cuando y en la medida en que la determinación del sentido de las proposiciones jurídicas se adecue a las reglas semánticas y sintácticas en que la autoridad ejerce su función propia de coordinar conductas de modo adecuado a las exigencias de respeto a la persona.

Varias razones conectadas entre sí explican que estas reglas lingüísticas no ofrezcan nunca o casi nunca un margen de referencia inequívoco al intérprete jurídico. La primera razón está dada por la abstracción y el dinamismo referencial del lenguaje en general y del lenguaje jurídico en particular. Podría sugerirse contra esto que la abstracción y el dinamismo son cualidades excepcionales del lenguaje jurídico o, cuanto menos, cualidades acotadas a enunciados normativos determinados y, por lo mismo, no generalizables.

Sin embargo, una vez que se concibe al Derecho como una práctica social discursiva, se advierte que no es posible interpretarlo sin una asunción previa de cuáles son sus fines globales y últimos. Las mismas razones que explican que la inteligibilidad del obrar humano depende de aquélla de los fines que se propone quien obra, explican también que la inteligibilidad de una práctica social dependa de la de los fines que la justifican en su totalidad. La indagación finalista o teleológica sistemática forma parte ineludible de toda interpretación jurídica o determinación de sentido de una norma jurídica.

Por ello, todo intérprete asume de modo espontáneo o reflexivo, según los casos, una finalidad para el Derecho en su totalidad. El llamado “neoconstitucionalismo” se comprende en estos términos, no como una modalidad radicalmente nueva de darse el Derecho, sino más bien como la toma de conciencia explícita por parte de los operadores jurídicos y de los estudiosos del Derecho de que la pregunta por los fines últimos del Derecho es ineludible en la interpretación del Derecho21. Dicho esto se advierte que la pregunta por la concepción jurídica de persona que anima al Derecho en su totalidad no es una pregunta teórica desvinculada de las prácticas jurídicas concretas. Desde el momento en que toda interpretación jurídica asume y plasma a la vez una concepción sobre los fines del Derecho, puede decirse también que toda interpretación jurídica asume y plasma a la vez una concepción de persona o, si se quiere, una concepción de sujeto de derechos.

La reflexión sobre quién es persona o sujeto de derechos, y cuáles son los requerimientos básicos de respeto a la persona, es pues impostergable para todo operador jurídico y para todo teórico del Derecho. Por lo mismo, así como el debate constitucional “robó la escena” del debate jurídico, no es casual ni circunstancial que los debates bioéticos o biojurídicos hayan “robado la escena” de la práctica del Derecho constitucional. Este “robo de escena” es, en cambio, la culminación natural del mismo proceso de desenmascaramiento o sinceramiento de la naturaleza teleológica y problemática de la práctica jurisdiccional en su sentido etimológico más propio, esto es, la práctica de decir el sentido de la norma jurídica. Si el llamado neoconstitucionalismo puede entenderse como el desenmascaramiento de la estructura o forma teleológica del razonamiento jurídico, podría ahora agregarse que en el debate bioético y biojurídico se desenmascara o revela la materia del razonamiento jurídico.

Puesto esquemáticamente: en la interpretación de toda norma jurídica el intérprete pone en juego una concepción de la justicia, lo cual es tanto como poner en juego una concepción de qué es tratar a una persona como persona o titular de derechos, lo cual requiere preguntarse, entre otras cosas, quién es persona y por qué. Y aunque la cuestión de qué es ser persona está implícita y remotamente en juego en todos los conflictos de pretensiones, ocurre en cambio que en los conflictos de pretensiones biojurídicas la cuestión del fundamento de la personalidad jurídica se constituye de modo explícito en el objeto principal de debate. Si hay algo que iguala a estos conflictos, en efecto, es la confrontación de pretensiones jurídicas contrapuestas acerca de lo que significa respetar a una persona en su condición de tal.

6. HACIA UN CONCEPTO METAFÍSICO DE PERSONA COMO PERSPECTIVA INTERPRETATIVA

Puede afirmarse que un punto de consenso en la teoría bioética es la razonabilidad de principios tales como los de beneficencia, no maleficencia y autonomía. Las dudas y discusiones se proyectan, como es esperable, sobre la perspectiva desde la cual debe determinarse el sentido genérico de lo que es “beneficioso”, “dañino”, “autonómico”. ¿El mandato de respetar la vida humana implica que debe actuarse siempre a favor de la continuidad de la vida? ¿O hay circunstancias en que debe cejarse en la lucha por la supervivencia, en aras del bienestar físico o psicológico del paciente? ¿Es beneficioso un tratamiento que acorta las perspectivas de vida pero que calma el dolor?, etc. 22

Como puso de manifiesto KANT con una claridad singular, toda pregunta ética brota de la advertencia inicial de que las personas, a diferencia de las cosas, son fines en sí mismas. La ética se orienta precisamente a regular el obrar de las personas y en relación con las personas, de forma tal que se respete en uno y en lo demás su condición de fin en sí mismo. En este contexto –y mal que le pese a KANT– la respuesta a aquellas preguntas es inescindible de una reflexión antropológica acerca de qué es ser persona, y qué es una vida personal, que no desplaza a la reflexión práctica acerca de cuál es el significado y la referencia concreta de los principios bioéticos, sino que más bien la dota de contenido operable23.

De modo paralelo, los conflictos de pretensiones jurídicas en torno al trato debido a la vida humana exigen resolver como cuestión previa y fundamental, a quién y por qué llamamos “persona” en una práctica jurídica. Cuando se debate la juridicidad o antijuridicidad de la pretensión de acabar con la vida humana en gestación, la pregunta que lidera el razonamiento judicial podría formularse en los siguientes términos: ¿es toda vida humana la vida de una persona o titular de derechos? Cuando lo que se discute es, en cambio, la juridicidad o antijuridicidad de cursos de acción u omisión conducentes a la disposición de la vida propia, la pregunta básica no es tanto a quién le reconocemos la dignidad, sino más bien, por qué o, más propiamente, ¿qué es lo que justifica que la persona humana sea considerada un fin en sí mismo en esta práctica jurídica, y por qué?

La determinación interpretativa de quién y por qué es persona en una práctica jurídica, como toda determinación interpretativa, se encuadra entre el piso de la semántica jurídica y el techo de lo justo moral.

El piso semántico o el ámbito de referencia de los conceptos y de las proposiciones jurídicas es tan contingente, como contingentes son las decisiones de las autoridades jurídicas competentes para determinar qué principios jurídicos conforman cada práctica jurídica. Es una cuestión contingente, en otras palabras, que las normas jurídicas reconozcan de modo más o menos explícito, según los casos, el derecho a la vida desde la concepción, o que lo hagan en cambio desde algún momento posterior. Del mismo modo, es contingente que las normas jurídicas re-conozcan o no el valor absoluto e indisponible de la vida humana ya nacida. Las normas jurídico-positivas son el producto de decisiones humanas libres, y si cabe una definición incontrovertible de la libertad es la posibilidad de elección, sin la cual no cabría ni la crítica ni el aplauso.

Lo que en todo caso corresponde preguntarse es si el Derecho, concebido como un orden razonable, tiende fenomenológicamente a plasmar y realizar exigencias de respeto connaturales a un concepto de persona meta-positivo, que sirva de perspectiva crítica e interpretativa a la vez, del concepto jurídico positivo de persona. Que el Derecho constitucional, en tanto orden de razón, asume tendencialmente un concepto metapositivo de persona puede advertirse, una vez más, a partir de la consideración de la dinámica teleológica de la interpretación jurídica. La dinámica teleológica de la interpretación –como la de cualquier práctica social– implica que una interpretación que no asume la perspectiva de los fines o las razones del Derecho, no es jurídica. Podrá ser política, lingüística, científica, o de cualquier otro tipo, pero no será interpretación jurídica.

Ahora bien, si hay algo propio de los principios constitucionales es el recogimiento de conceptos normativos con un alto nivel de abstracción que confluyen todos en el punto ya señalado: la vocación de dispensar un trato personal a los individuos o, lo que es lo mismo, la vocación de tratar a las personas como se debe tratar a las personas. Pero, ¿cómo se las debe tratar? Ahí está el Derecho para decirlo: se debe tratar a las personas como establecen los principios jurídicos superiores o últimos de toda práctica jurídica. ¿Pero qué dicen o establecen estos principios? Sólo rumbos o indicaciones muy abstractas, que en conjunto se resumen en lo mismo: trato adecuado a una persona.

¿No hay pues más que esta circularidad? Si no hubiera más que esto, el Derecho no sólo no trataría con respeto a las personas sino que no sería capaz siquiera de cumplir con su función más básica y elemental de coordinar conductas. El Derecho sería un instrumento incapaz de coordinar conductas porque, según la dinámica teleológica de la interpretación, la vaguedad del concepto de persona y del trato debido a ella en tanto persona se proyectaría al resto de los enunciados jurídicos. De alguna manera, el realismo jurídico en algunas de sus versiones más actuales se puede explicar como la asunción de la premisa de que los principios constitucionales que enuncian los fines últimos del Derecho, por vagos, no enuncian nada. El Derecho constitucional sería, desde esta perspectiva, la institucionalización de la fuerza: la fuerza de quien desde su función social, o desde cualquier otro ámbito, tiene poder suficiente como para inventar el sentido de principios sin sentido. Si en cambio se concibe al Derecho como un orden razonable de conductas, antes de ser razonable, y en primer lugar, debe ser capaz de ordenar o coordinar tales conductas. Y esta coordinación es posible sólo si los principios que enuncian lo justo, digno o respetuoso de la condición de persona, poseen un margen de referencia objetivamente determinable. Lo cual es tanto como decir, sólo si, y en la medida en que, los conceptos morales del lenguaje constitucional no sean confundidos con una apertura a la arbitrariedad. Lo cual es tanto como decir, sólo si, y en la medida en que el lenguaje constitucional sea determinado desde la perspectiva de una concepción meta-positiva objetiva de las exigencias de respeto a la persona. La conciencia de la apertura fenomenológica del Derecho a una concepción meta-jurídica de lo justo se plasmó, en el plano de la teoría, en un vigoroso resurgimiento de teorías de la argumentación y de las teorías políticas de la justicia, de modo especial desde la segunda mitad del siglo pasado y hasta nuestros días24. Salvando las distancias entre un tipo y otro de teoría, y entre las escuelas y tradiciones en que se insertan unas y otras, podría decirse que, junto al redescubrimiento de la vinculación dinámica entre el Derecho como conjunto de normas positivas y la justicia como valor o como bien jurídico, este resurgimiento se liga a una preocupación común por la objetividad de los principios meta-positivos de justicia a los que tiende el Derecho dinámicamente.

La pregunta en que se debate actualmente la filosofía política y las teorías de la argumentación no es pues si el Derecho está ligado a una concepción moral de persona y de las exigencias de respeto que brotan de ella, sino más bien qué concepción tiene la suficiente objetividad o es lo suficientemente visible para todos, como para permitir al Derecho cumplir con su función básica de coordinar conductas. La respuesta más inmediata es que deberá tratarse de una concepción que permita determinar la referencia de los principios jurídicos según reglas o pautas visibles o inteligibles para todos. Pero lo inteligible es, en el orden práctico o del obrar, lo razonable. Y lo razonable en el orden práctico es lo que se liga con fines que se muestran como buenos o apetecibles. Por ello, en la misma medida en que se pretende que el Derecho sea objetivable o inteligible para que pueda coordinar conductas, se pretende también que el Derecho coordine conductas de modo razonable, o aceptable según la razón.

Pocos negarían que lo razonable, en tanto puede definirse como lo “bueno según la razón”, es también lo “aceptable según la razón”. Lo que en todo caso es controvertible es cuál es la extensión y, de modo paralelo, cuál el fundamento de lo “aceptable”. ¿Lo aceptable para todos o lo aceptable para algunos? ¿Lo aceptable desde qué punto de vista? Queda claro que si lo aceptable se funda en lo razonable, tendrá que ser lo aceptable para todo aquel que pueda definirse como ser “racional”. Pero afirmar esto supone afirmar, al mismo tiempo, que hay algo allí en la naturaleza racional que se impone a la inteligencia como “bueno” de modo inmediato o necesario. Y esto es mucho afirmar para algunos.

Se prefirió como alternativa invertir los términos, y definir lo razonable en función de lo aceptable. El costo de esta alternativa fue recortar el universo de los referentes del término “aceptable”. Ya no se trata de definir o determinar qué es lo aceptable para todo ser que pueda definirse como racional, sino qué es lo aceptable según un consenso que se justifica en sí mismo. No por su contenido, sino por su mera existencia. Lo razonable no determina, pues, lo aceptable, sino a la inversa: lo aceptable determina lo razonable25.

Sin embargo, la reversibilidad entre lo inteligible y lo razonable explica la inviabilidad de la pretensión de fundar un orden normativo objetivo de normas, sobre la base de un concepto político o consensuado de persona. Si el Derecho no es razonable o aceptable para todos, tampoco es “inteligible para todos”. No, al menos, en el orden práctico en que se mueve el Derecho. Y lo que no es “inteligible” para todos, no es inteligible para nadie, pues lo racional es, por definición, universalmente visible.

Si el Derecho tiende fenomenológicamente a lo objetivo, inteligible, o “público”, tiende también, y al mismo tiempo, a lo razonable sin recortes. Lo bueno no circunstancial o relativamente, sino lo bueno absolutamente. Lo bueno según lo que queremos no porque somos quienes somos, sino porque somos lo que somos. Lo bueno, en fin, en cuanto es apropiado a un concepto metafísico, no político, de persona.


* El trabajo se inserta en dos líneas de investigación complementarias que la autora ha desarrollado desde el 2004 a la fecha. Primero, el estudio de las condiciones de objetividad en el razonamiento interpretativo y aplicativo del Derecho que se ha materializado, entre muchos otros trabajos escritos, en Pilar Zambrano, La inevitable creatividad en la interpretación jurídica. Una aproximación ius filosófica a la tesis de la discrecionalidad, México, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), 2009. Segundo, el estudio de las condiciones de objetividad de las teorías de la justicia contemporáneas y, en especial, de las concepciones de persona y dignidad que subyacen a las mismas. Esta línea se ha materializado, entre otros trabajos, en Pilar Zambrano, La disponibilidad de la propia vida en el liberalismo político, Buenos Aires, Ábaco, 2005.


1 El debate entre positivistas incluyentes y excluyentes se generó a raíz de la crítica de Ronald Dworkin a las tesis positivistas de Hart acerca de la separación entre Derecho y moral en la determinación de la validez del Derecho y en su interpretación, esbozada particularmente en una serie de artículos publicados entre 1965 y 1976, y recopilados en los primeros seis capítulos de Taking Rights Seriously, London, Gerald Duckworth & Co. Ltd., 1977 (aquí se utilizará la siguiente traducción: Ronald Dworkin, Los derechos en serio, Barcelona, Ariel, trad. M. Guastavino, 1984). Las primeras respuestas a las críticas de Dworkin aparecieron en los siguientes trabajos: Philip, E. Soper, “Legal Theory and the Obligation of a Judge: The Hart / Dworkin Dispute”, en Michigan Law Review 75, 1977, p. 473; Jules Coleman, “Negative and Positive Positivism”, Chicago, en Journal of Legal Studies 11, 1982, p. 139 (reimpresos en marshall COHEN (ed.), Ronald Dworkin & Contemporary Jurisprudence, London, Duckworth, 1984, caps., 1 y 2), y David Lyons, “Principles, Positivism and Legal Theory”, en Yale Law Journal 87, 1977, p. 415. Dworkin respondió a éstas y otras críticas en Ronald Dworkin, “Seven Critics”, en Georgia Law Review, vol. 11, N° 5, 1977, y en marshall Cohen (ed.), Ronald Dworkin & Contemporary Jurisprudence, ob. cit., pp. 247-300. Sobre la inevitabilidad de la creación jurisprudencial, cfr. especialmente Ronald Dworkin, Law´s Empire, Cambridge, Harvard University Press, 1986, pp. 47-48; Ronald Dworkin, “The Judges New Role. Should Personal Convictions Count?”, en Journal of International Criminal Justicie 4, 2003, p. 9; Ronald Dworkin, “Darwin´s New Bulldog”, en Harvard Law Review, vol. 111, 1998, pp. 1731-1732; Ronald Dworkin, “In Praise of Theory”, en Arizona State Law Journal 29, 1997, p. 361; Ronald Dworkin, “Reply”, en Arizona State Law Journal 29, 1997, p. 447. El propio Hart respondió a las críticas de Dworkin, más allá de los debates que continúan hasta hoy, en el famoso Postscript a herbert Lionel Adolphus Hart, The Concept of Law, 2 ed., Oxford, Clarendon Press, 1994, pp. 238-276. Entre los principales referentes del “exclusive legal positivism” cabe incluir a Brian leiter, “Legal Realism, Hard Positivism and the Limits of Conceptual Analysis”, en Jules Coleman (ed.), Hart´s Postscript: Essays on the Postscript to the Concept of Law, New York, Oxford University Press, 2001, p. 355; Joseph Raz, “Legal Positivism and the Sources of Law”, The Authority of Law. Essays on Law and Morality, Oxford, Clarendon Press, 1979, p. 37; Scott SHAPIRO, “On Hart´s Way out”, Hart´s Postscript: Essays on the Postcript and the Concept of Law, ob. cit., p. 149; Andrei marmor, “Exclusive Legal Positivism”, en Jules Coleman y Scott SHAPIRO (eds.), Oxford Handbook of Jurisprudence and Philosophy of Law, New York, Oxford University Press, 2002, p. 104. Por su parte, el “Inclusive legal Positivism” nuclea a autores como Jules Coleman, en “Negative and Positive Positivism”, ob. cit.; Jules Coleman, “Incorporationism, Conventionality, and the Practical Difference Thesis”, Legal Theory 2, 1998, p. 381; Jules Coleman, The Practice of Principle. In Defense of a Pragmatist Approach to Legal Theory, Oxford, Oxford University Press, 2001; Wilfred wAluChow, Inclusive Legal Positivism, Oxford, Clarendon Press, 2003; Wilfred wAluChow, “Authority and the Practical Difference Thesis: A Defense of Legal Positivism”, en Legal Theory 6, 2000, pp. 45-82.

2 Sobre la continuidad de los Critical Legal Studies respecto del realismo jurídico norteamericano representado, entre otros, en la figura de Oliver Wendell Holmes, cfr., por ejemplo, Francesco Viola y Giuseppe Zaccaria, Derecho e interpretación. Elementos de teoría hermenéutica del Derecho, Madrid, Dykinson, trad. Ana Cebeira Moro, Aurelia Richart Rodríguez y Aurelio De Prada García, 2007, p. 43; Richard S. Markovits, “Symposium on Taking Legal Argument Seriously: Legitimate Legal Argument and Internally-Right Answers to Legal-Rights Questions”, en Chicago Kent Law Review 74, 1999, pp. 441 y ss. Aunque no de modo único, sí al menos de forma indiscutible, el movimiento feminista postmoderno es un caso paradigmático de la concepción del lenguaje como un instrumento de dominación política y cultural, como sugiere Eloise buker en “Rethoric in Postmodern Feminism: Put-offs, Put-ons, and Political Plays”, en David hiley, James Bohman, Richard Shusterman (eds.), The Interpretive Turn, Ithaca, London, Cornell University Press, 1991, pp. 218-244. Stanley FiSh asumió abiertamente las consecuencias de su escepticismo radical, sosteniendo que el Derecho no es otra cosa que el uso de buenos modales

en la confrontación de intereses contrapuestos, o una versión moderada en el uso de la fuerza. Textualmente: “Force, in short, comes in hard and soft versions, and all things being equal, soft is better than hard”, en Stanley FiSh, “Almost Pragmatism: Richard Posner Pragmatism”, en University of Chicago Law Review 57, 1997, p. 1454.

3 La postura de Hart se manifiesta con claridad en H. L. Hart, The Concept of Law, ob. cit., pp. 124-136; y en el “Postscript” (incluido en esta edición), p. 272. Entre los herederos de Hart que claramente asumen esta misma teoría interpretativa del Derecho como “filtro imperfecto” de la moral, por así llamarlo, pueden consultarse entre los “incluyentes” a Wilfred, J. wAluChow, Inclusive Legal Positivism, ob. cit., pp. 178-179, 247, 250,etc.; y entre los “excluyentes”, a Joseph Raz, Ethics in the Public Domain. Essays in the Morality of Law and Politics, Oxford, Clarendon Press, 1994, pp. 332-334; 225. Para un estudio de las teorías de la interpretación de estos dos autores, y de su compatibilidad con la tesis típicamente positivista de las fuentes sociales, cfr. Pilar Zambrano, La inevitable creatividad en la interpretación jurídica, ob. cit., passim. Para una exhaustiva y actualizada descripción de los argumentos encontrados en la discusión “incluyentes / excluyentes”, cfr. Juan Bautistaet Cheverry, El debate sobre el positivismo jurídico incluyente. Un estado de la cuestión, México, Universidad Autónoma de México, 2006, passim.

4 Paul Ricoeur señala que la dicotomía entre explicación (del alemán erklären) y comprensión (del alemán verstehen) fue propuesta por Dilthey para “dotar a las ciencias del espíritu de una metodología y de una epistemología tan respetables como las de las ciencias naturales”, en Paul riCoeur, Del texto a la acción, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, trad. de Pablo Corona, 2001, p. 77. Una buena síntesis de la evolución del debate en torno a la pertinencia de esta distinción puede hallarse en Joseph Rouse, “Interpretation in Natural and Human Sciences”, en David hiley, ob. cit., pp. 42-56. Sobre la utilización de la distinción metodológica entre comprensión y explicación en la teoría legal anglosajona actual, cfr. Charles Taylor, “Hermeneutics and Critique in Legal Practice: Critical Hermeneutics. The Intertwining of Explanation and Understanding as Exemplifed in Legal Analysis”, Chicago Kent Law Review 76, 2000, p. 1001 y ss.

5 Aunque la advertencia del carácter teleológico del obrar humano es fundamentalmente un aporte de Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, fue Tomás De Aquino quien advirtió de modo claro la dependencia entre la intención y la determinación de la especie de cada acto humano como tal. Cfr. Tomás De Aquino, Suma Teológica, I-II, qq. 6-21, especialmente, q. 12. Para un estudio sobre las fuentes de Tomás De Aquino en este tema, cfr. Tomás De Aquino, Suma Teológica, 2 ed., Madrid, BAC, 1994, pp. 17-24. Sobre la novedad del planteo tomista, cfr. Rafael lArrañeta olleta, “Introducción general a la I-II”, en ibídem, pp. 8 y ss. Para una actualizada y clara exposición de la concepción teleológica de razón práctica aristotélico-tomista, y su proyección sobre la interpretación jurídica, puede consultarse Carlos Ignacio Massini, Filosofía del Derecho (tomo III), El conocimiento y la interpretación jurídica, Buenos Aires, Abeledo Perrot, 2008, pp. 3-25; 157-173; 257 y ss.

6 Sobre la indisponible dimensión teleológica de la interpretación jurídica, cfr. Emilio betti, Interpretazione Della Legge e Degli Atti Giuridici. Teoria generale e dogmatica, 2 ed., Milan, Dott. A. Giuffré Editore, 1971, p. 17. En igual sentido, cfr. Sergio CottA, El derecho en la existencia humana, Pamplona, Eunsa, trad. de Ignacio Peidró Pastor, 1987, pp. 21-22; Carlos Ignacio Maissini, “Determinación del Derecho y directivas de la interpretación jurídica”, en Revista chilena de derecho, vol. 31, N° 1, 2004, pp. 159 y ss., siguiendo a Jerzy wróblewSki, “Semantic Basis of the Theory of Legal Interpretation”, en Lógique et Analyse, 21-24, Paris, Louvain, 1963, p. 411. En el ámbito anglosajón contemporáneo, Ronald Dworkin es quizá el autor que con mayor insistencia ha señalado la dimensión teleológica de la interpretación de las prácticas sociales, y en las prácticas sociales, incluido, por supuesto, el Derecho. Cfr. Ronald Dworkin, Los Derechos en serio, ob. cit., pp. 129-130, 176-198; Ronald Dworkin, A Matter of Principle, Oxford, Clarendon Press, 1985, pp. 38-57, 163-4; Ronald Dworkin, Law´s Empire, Cambridge, Cambridge Mass, Harvard University Press, 1986, pp. 62-65; Ronald Dworkin, Freedom´s Law. The Moral Reading of the American Constitution, Cambridge, Harvard University Press, 1996, p. 75; Ronald Dworkin, Justice in Robes, Cambridge, London, Harvard Univesity Press, 2006, pp. 4-12, cap. VI.

7 Cfr. John Langshaw AUSTIN, Cómo hacer cosas con palabras, Barcelona, Paidós, trad. Genaro Carrió y Eduardo Rabossi, 1981, p. 138 ss.; John Rogers Searl, Speech Acts, Cambridge, Cambridge University Press, 1969, pp. 23 y ss. Para un estudio actualizado –y crítico– de la aplicación de la teoría de los actos performativos o realizables- Para un estudio actualizado –y crítico– de la aplicación de la teoría de los actos performativos o realizativos a la interpretación jurídica en general, y a la interpretación de los contratos en particular, puede consultarse Jonathan Jovel, “What is Contract Law About? Speech Act Theory and a Critic of Skeletal Promises”, Northwestern University Law Review 94, 2000, p. 937.

8 AUSTIN distingue lo que se hace al hablar, que denomina “acto ilocucionario”, de aquello que se hace por o como consecuencia de hablar, que denomina “acto perlocucionario”; cfr. John Langshaw AUSTIN, Cómo hacer cosas con palabra, ob. cit., p. 151 y ss. Cfr. también, insistiendo en la negación de la relación instrumental entre los diferentes niveles intencionales de un acto del habla, John Rogers Searl, Speech Acts, ob. ci

9 La multiplicidad de niveles intencionales en que se despliega todo acto humano es, quizá, una de las principales dificultades para la determinación de la especie moral de cada acto y, consecuentemente, de su moralidad o inmoralidad. Para un estudio actualizado de la perspectiva tomista de este problema, cfr. Martin Ronheimer, La perspectiva de la moral. Fundamentos de la ética filosófica, Madrid, Rialp, trad. de José Carlos Mardomingo, 2000, pp. 50 y ss.; pp. 104-108; pp. 348-368. Sobre la proyección de esta dificultad al plano jurídico, cfr., por ejemplo, Ricardo Alberto GuibourG, El fenómeno normativo, Buenos Aires, Astrea, 1987, p. 33. Sobre la vinculación indisponible entre la comprensión del obrar humano y una teoría de la acción que permita “fijarla” y “objetivarla”, cfr. también, Paul riCoeur, Del texto a la acción, ob. cit., pp. 175-182.

10 Sobre la ausencia de inmediatez en la interpretación textual como rasgo diferencial respecto de la interpretación oral, cfr. Paul riCoeur, Del texto a la acción, ob. cit., p. 173.

11 A modo de ejemplo puede consultarse acerca de la dificultad para determinar en sede judicial las motivaciones que subyacen a la toma de decisiones legales en el plano económico, Estela Sacristán, “Control judicial de las medidas de emergencia”, en Guillermo SCHEIBLER (coord.), El Derecho Administrativo de la Emergencia IV-V, Buenos Aires, Fundación de Derecho Administrativo, 2005, pp. 111-140. Dworkin ha esgrimido argumentos parecidos a éstos contra la interpretación voluntarista o subjetiva, especialmente frente a los denominados “originalistas”, que defienden un apego lo más fiel posible a las intenciones de los constituyentes. Incluye en este grupo a autores como el juez Antonin Scalia, en “Originalism: The Lesser Evil”, en The University of Cincinati Law Review,vol. 57, 1980, p. 1175 (cfr. Ronald Dworkin, Freedom´s Law, ob. cit., p. 349, n. 4), y otros como Robert bork, en The Tempting of America: The Political Seduction of the Law, New York, Touchstone, 1990, y a John ELY, en Democracy and Distrust: A Theory of Judicial Review, New York, Harvard University Press, 1980, pp. 43-72 (cfr. Ronald Dworkin, A Matter of Principle, ob. cit., pp. 34 y ss.; Ronald Dworkin, Freedom´s Law, ob. cit., pp. 75-75 y 359, n. 4 y 6; Ronald Dworkin Law´s Empire, ob. cit., pp. 369-369). Un buen trabajo sobre la dificultad que la pluralidad de fuentes plantea para la determinación de la intención original de los redactores de la Constitución norteamericana puede hallarse en Suzanne L. ABRAM, “Problems of Contemporaneous Construction in State Constitutional Interpretation”, en Brandeis Law Journal 38, 2000, p. 613. Con argumentos semejantes se ha criticado también la pretensión de fidelidad plena a la voluntad legislativa, típica del positivismo decimonónico y, en particular, de la denominada Escuela de la exégesis. Cfr. Emilio betti, Interpretazione Della Legge e Degli Atti Giuridici. Teoria generale e dogmatica, ob. cit., p. 261 y ss.; Luigi ILOMBARDI VALLAUR, Corso di Filosofa del Diritto, Padova, Cedam, 1995, pp. 25-39.

12 Cfr. Ronald Dworkin, Law´s Empire, ob. cit., pp. 49-53, 62-72; Ronald Dworkin, “In Praise of Theory”, ob. cit., p. 361; Ronald Dworkin, “Reply”, ob. cit., p. 447; Ronald Dworkin, “Darwin´s New Bulldog”, ob. cit., pp. 1731-1732; Ronald Dworkin, “The Judge´s New Role: Should Personal Convictions Count?”, ob. cit., p. 9.

13 Cfr. Ronald Dworkin, Law´s Empire, ob. cit., pp. 65 y ss.; Sergio CottA, ob. cit., pp. 16-17.

14 Cfr. Ronald Dworkin, A Matter of Principle, ob. cit., pp. 2, 17, 28-31; Ronald Dworkin, Law´s Empire, ob. cit., p. 67, cap. VII, especialmente pp. 228-238; 255; 404-407; y Ronald Dworkin, The Moral Reading, ob. cit., pp. 7-12.

15 Un planteo semejante acerca de los distintos momentos valorativos en la aplicación del Derecho puede hallarse, entre muchos otros, en Pedro SERNA, Filosofía del Derecho y paradigmas epistemológicos. De la crisis del positivismo a las teorías de la argumentación jurídica y sus problemas, México, Porrúa, 2006, pp. 11-112.

16 La reparación en la circularidad en la interpretación y aplicación del Derecho constituye quizá el aporte más propio de la hermenéutica jurídica, como señalan, entre muchos otros, Emilio betti, Interpretazione Della Legge e Degli Atti Giuridici. Teoria generale e dogmatica, ob. cit., p. 19, calificando la interpretación como un proceso de “iluminación recíproca entre el todo y la parte”; Sergio COTTA, idem, pp. 14 y ss.; Arthur Kaufmann, “Sobre la argumentación circular en la determinación del Derecho”, Persona y Derecho 29, trad. Renato Rabbi Baldi y M. E. González Dorta, 1993, pp. 19 y ss.; Pedro SERNA, Filosofía del Derecho y paradigmas epistemológicos, ob. cit., p. 117 ss.; Andrés ollero, “Derecho, historicidad y lenguaje en Arthur Kaufmann”, en Arthur KAUFMANN, Hermenéutica y Derecho, Granada, Comares, 2007, pp. 18 y ss.; Francesco Viola y Giuseppe ZACCARIA, Derecho e interpretación. Elementos de teoría hermenéutica del Derecho, ob. cit., p. 187 y ss. Sobre la distinción entre circularidad y tautología en este plano, cfr. Pilar ZAMBRANO, La inevitable creatividad en la interpretación jurídica. Una aproximación ius filosófica a la tesis de la discrecionalidad, ob. cit., pp. 65 y ss.; y Pilar ZAMBRANO, “Los derechos ius-fundamentales como alternativa a la violencia”, en Persona y Derecho 60, 2009, pp. 131-152.

17 Hacemos nuestra, a partir de este punto, la metodología fenomenológica / ontológica propuesta por CottA para la aproximación al estudio del derecho en Sergio CottA, El derecho en la existencia humana, ob. cit., pp. 16 y ss.

18 Cfr. LDS, caps. IV y XII, en especial, pp. 153-156; Law's Empire, ob. cit., pp. 95-96; Ronald Dworkin, “The Arduous Virtue of Fidelity: Originalism, Scalia, Tribe and Nerve”, en Fordham Law Review 65, 1997, p. 1269.

19 Cfr. Ronald Dworkin, A Matter of Principle, ob. cit., p. 160; Ronald Dworkin, Law's Empire, ob. cit., pp. 101-104, donde Dworkin trata el problema clásico de la juridicidad del sistema normativo nacionalsocialista de la Alemania nazi, y afirma que dicho sistema sólo podría conceptualizarse como “Derecho” en el sentido preinterpretativo, esto es, en el sentido de que el Derecho es la “regulación del uso público de la coacción”, pero no en el sentido interpretativo, por el cual el uso público de la coacción es Derecho únicamente cuando se ajusta a la exigencia sustantiva y no meramente formal de “coherencia” aquí descrita. Más adelante, Dworkin completa esta idea con la aserción de que la coherencia formal, a la cual denomina “integridad”, es un ideal independiente de la justicia: un juez puede ser fiel a la integridad o coherencia formal y, al mismo tiempo, injusto. Ante la disyuntiva entre uno u otro ideal, explica Dworkin, los jueces pueden en ocasiones optar por la justicia y, lo que es más importante, esta opción no constituiría un ilegítimo reemplazo de la norma jurídica por la moral: en ibídem, p. 177. Cfr., en el mismo sentido, Ronald Dworkin, “The Arduous Virtue of Fidelity: Originalism, Scalia, Tribe and Nerve”, ob. cit., p. 1264.

20 Cfr., por ejemplo, Ronald Dworkin, Los Derechos en serio, ob. cit., pp. 273 y ss.; Ronald Dworkin, A Matter of Principle, ob. cit., pp. 57-65; Ronald Dworkin, Law´s Empire, ob. cit., pp. 200-205; Ronald Dworkin, Sovereign Virtue. The Theory and Practice of Equality, London, Harvard University Press, 2000, p. 2.

21 Más allá de las discusiones en torno cuáles son los rasgos definitorios del llamado “neo-constitucionalismo”, es incuestionable que una de sus preocupaciones centrales, como movimiento teórico, es el estudio de las consecuencias que posee la abstracción del lenguaje constitucional en la interpretación no sólo del texto constitucional, sino también del resto del ordenamiento jurídico sobre el cual se proyecta el poder normativo de la Constitución. Cfr. en este sentido, Luis prieto SANCHÍS, Justicia constitucional y derechos fundamentales, Madrid, Trotta, 2003, pp. 111-114, 117 y ss.; Luis M. Cruz, La constitución como orden de valores. Problemas jurídicos y políticos, Granada, Comares, 2005, p. 1; Luis M. Cruz, Estudios sobre el Neoconstitucionalismo, México, Porrúa, 2006, passim; y Luis M. Cruz, “Neoconstitucionalismo y positivismo jurídico”, en Archiv fur rechts-und sozialphi-losophie 106, 2007, pp. 22-33.

22 Cfr. Tom L. BEAUCHAMP, James F. CHILDRESS, Principles of Biomedical Ethics, 4 ed., New York, Oxford University Press, 1994, capítulo 4, y la extensísima bibliografía que allí se cita.

23 Sobre la vinculación entre el debate bioético en general, la ética, y una concepción antropológica y moral de persona, cfr., sólo a modo de ejemplo, Tom L. BEAUCHAMP y James F. CHILDRESS, Principles of Biomedical Ethics, ob. cit., p. 3 y ss.; Francesco D´AGOSTINO, Bioética. Estudios de Filosofía del Derecho, Madrid, Ediciones Internacionales Universitarias, trad. Guylaine Pelletier y María Licitra, 2003, pp. 59 y ss.; Tristram H. ENGELHARDT, The Foundations of Bioethics, 2 ed., New York, Oxford University Press, 1996, p. 118; Leon R. KASS, Life, Liberty and the Defense of Dignity, San Francisco, Encounter Books, 2002, p. 2; Elio SGRECCIA, Manual de bioética, México, Diana, trad. V. M. Fernández, 1996, pp. 108 y ss.

24 La advertencia de la necesidad de justificación de la dimensión determinativa o creativa de la interpretación jurídica explica el renacimiento en Europa de teorías argumentativas, en obras que en poco tiempo devinieron clásicas, como Theodor VIEHWEG, Topik und Jurisprudenz, Beck´sche Verlagsbuchhandlung, Munich, 1963; Theodor VIEHWEG, Tópica y Jurisprudencia, Madrid, Taurus, trad. Luis Díez Picazo, 1964; Chäim PERELMAN, Loguiqe Juridique. Nouvelle Rhétorique, Paris, Dalloz, 1976; Chäim PERELMAN, La lógica jurídica y la nueva retórica, Madrid, Civitas, trad. de Luis Díez Picazo, 1979; Robert ALEXY, Theorie der juristischen Argumentation. Die Theorie des rationalen Diskurses als Theorie der jusitischen Begründung, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1978; y otras más recientes como Aulis AARNIO, The Rational as Reasonable. Treatsie on Legal Justifcation, Dordrecht, Reidel, 1987; Aulis AARNIO, Lo racional como razonable, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, trad. Ernesto Garzón Valdez, 1991. Una muy buena introducción crítica a cada una de estas teorías puede hallarse en Pedro SERNA (ed.), De la argumentación jurídica a la hermenéutica, 2 ed., Granada, Comares, 2005, passim. En el ámbito anglosajón, el aporte más relevante en materia de justificación de la argumentación moral en el plano judicial y político en general proviene del liberalismo, y particularmente de John RAWLS y Ronald Dworkin. Para un actualizado y exhaustivo estudio sobre las teorías de la interpretación y de la argumentación constitucional en general, puede consultarse Gabriel MORA RESTREPO, Justicia constitucional y arbitrariedad de los jueces. Teoría de la legitimidad en la argumentación de las sentencias constitucionales, Buenos Aires, Marcial Pons, 2009, passim.

25 Cfr. John RAWLS, El liberalismo político, Barcelona, Crítica, trad. Antonin Domènech, 1996, pp. 118 y ss. Hemos discutido la capacidad de la propuesta rawlsiana para dotar de objetividad a la argumentación moral en el pla-no jurídico en Pilar ZAMBRANO, “Sobre la noción política de persona en John Rawls”, en Persona y Derecho, vol. 52, 2005; Pilar ZAMBRANO, “Antipaternalismo y antiperfeccionismo en el pensamiento de John Rawls y Ronald Dworkin”, México, Boletín Mexicano de Derecho Comparado 113, Universidad Nacional Autónoma de México, mayo-agosto de 2005, pp. 869-887; y Pilar ZAMBRANO, “La razón pública en John Rawls”, en Anuario de Derecho de la Universidad la Coruña, España, 2001. Una crítica similar, dirigida a la propuesta de Dworkin, fue hecha en Pilar ZAMBRANO, “Objetividad en la interpretación judicial y objetividad en la moral. Una reflexión a partir de las luces y sombras en la propuesta de Ronald Dworkin”, Persona y Derecho 56, 2007; Pilar ZAMBRANO, “El liberalismo político y la interpretación constitucional”, en Juan CIANCIARDO (coord.), La interpretación en la era del neoconstitucionalismo. Una aproximación interdisciplinaria, Buenos Aires, Ábaco, 2006, pp. 83-117.


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