EDITORIAL

Reclamos de legitimidad, argumentación jurídica y fundamento del Derecho

A toda época de crisis le acompañan, al menos, dos caras. La primera tiene que ver con el desajuste o la ruptura, es decir, con el hecho de que “algo” en la realidad se ha transformado, o ha dejado su curso natural y previo —aun su fuerza directiva—, y que su lugar lo ha venido a ocupar un estado de cosas sustancialmente distinto. La segunda cara está relacionada con la respuesta que el hombre da a dicho cambio: ante todo su “comprensión” de lo acontecido, pero también el conjunto de sus acciones y su compromiso para enfrentar lo novedoso, o para acomodar su conducta a la nueva realidad que tiene ante sus ojos. Por supuesto, una época de crisis no es necesariamente algo negativo. De ahí la importancia de esta segunda cara, como lo pone de presente la propia etimología de la palabra “crisis”. En efecto, krinein, en su acepción griega original, significa la acción de “discernir” y “juzgar”, pero además, y sobre todo, el efecto de dicha acción, esto es, la “elección” y “decisión” que se ha de tomar en lo sucesivo.

Un extraordinario ejemplo de una época de crisis, en muchos frentes, pero en particular en el Derecho, lo constituyó la llegada y posterior consolidación del nacional-socialismo como opción política, durante los años treinta y cuarenta del siglo pasado. El juzgamiento de los criminales nazis, una vez acabada la guerra, supuso en lo sustancial hacerle frente a los cimientos doctrinales y científicos que habían determinado durante largo tiempo el entorno de la “juridicidad” con la que operaba Alemania. Implicó no sólo comprender y discernir el mal que había de fondo y de largo sino, además, hacerle frente, con decisión, carácter y creatividad, a las sofisticadas teorías de la época sobre el imperio de la ley, a su relación con los poderes de turno, a los “procedimientos” a través de los cuales se gestaba un Derecho en apariencia, e incluso al aval obtenido de mayorías populares del momento.

Los años posteriores a la guerra fueron fructíferos para la teoría del Derecho: se avanzó hacia nuevos estándares de comprensión y juzgamiento jurídico a través de una renovada doctrina de las fuentes del Derecho; a la formulación y el desarrollo de un “nuevo” razonamiento jurídico, en el que se tuvieran en cuenta lugares comunes, auditorios universales, moralidad y valoración práctica; a la exigencia de presupuestos a todo acto de creación de Derecho, con las respectivas garantías constitucionales; a la proclamación de los derechos humanos y la dignidad de toda persona, al margen de las ideologías. Las teorías más representativas de entonces —tanto las que hicieron frente a esa época de crisis, como aquellas que surgieron y se consolidaron con posterioridad— pueden ser vistas en conjunto como doctrinas que formularon reclamos de legitimidad a las instituciones y a la propia ciencia del Derecho. Fueron teorías que se conmovieron ante lo macabro, ante la sistemática violación de los bienes humanos fundamentales promovida por un aparato político que, sin apasionamientos, podía recubrir sus fechorías con los más variados elementos “teóricos” disponibles, uno de los cuales remitía a la desafortunada síntesis expuesta por KELSEN al equiparar el Derecho con el Estado, al tiempo de excluir, de forma radical, toda dimensión moral de la realidad jurídica.

Que hoy no vivamos inmersos en el nacional-socialismo —y en el exacerbado positivismo amoral de entonces— no significa que la nuestra no sea también una época de crisis, que nos ha empezado y nos debe empezar a exigir decisiones concretas y contundentes, además de mucha creatividad. Incluso, si bien con un entorno político muy diferente, en algunos aspectos nuestro tiempo podría ser calificado también de “macabro”. El ejemplo más importante es la violación del derecho fundamental de la vida, respecto del cual se plantean “argumentos” que procuran su justificación, particularmente frente a los más débiles: los no nacidos y los enfermos (que todavía haya quienes esbocen “argumentos” para violentar derechos humanos a los más débiles es suficientemente sintomático del tono moral de esta época). Alfredo Rangel escribía (y defendía) en su columna de la revista Semana (noviembre 15 de 2010) sobre esos “argumentos”, ante el anuncio del Partido Conservador de proponer una reforma constitucional para penalizar de nuevo el aborto. Calificó dicha iniciativa como “inoportuna”, no sólo porque nos pondría “en contravía de la tendencia general de todos los países civilizados”, sino además porque en Europa los embarazos no deseados no dan “origen a la tragedia que en nuestro medio significa para la mujer el tener que recurrir a abortos clandestinos en condiciones de insalubridad”. Vaya ejemplo el de los países civilizados, que se pueda matar a un inocente en condiciones de salubridad. El columnista agrega que los niños que nacen de embarazos no deseados causan “vidas desgraciadas de padres e hijos”, generan “maltrato infantil, que entre nosotros alcanza niveles de epidemia y de barbarie”. Vaya lógica: no abortarlos es la causa eficiente del maltrato posterior, por lo demás de una vida desdichada. Así que hay que ser “selectivos” (como en el régimen nazi), dependiendo del deseo o no de tenerlos.

Para que algo sea macabro no se requiere que se manifieste con bombas atómicas, guerras internacionales, partidos políticos pseudo-religiosos que llegan al poder, o minorías que vivan en guettos. Se requiere tan solo esbozar “argumentos” como los anteriores. Se exige tan solo que, sistemáticamente, se atente contra un derecho humano fundamental, primario, básico e indisponible, al margen de la forma más o menos “deseada”, “buscada”, “sutil”, “europea” o “civilizada” en la que ocurra, o de los “procedimientos” y la “legalidad” con la que se exprese, o del “régimen político” en el que aparezca, o del “tipo de razón” que un columnista tenga —o una orden que un juez o gobernante dictamine—. Una violación sistemática de los derechos humanos está por fuera de cualquier intento de justificación. Por fuera de la discusión de qué tan deseada o no deseada, sutil… o civilizada, o qué tan “democrática” o “dictatorial” sea. Los derechos humanos tienen precisamente como característica central que frente a ellos no hay concesiones, ni márgenes de violación, ni argumentaciones, ni poderes que los desplacen, ni mayores o menores deseos ni sutilezas. Están por encima de los regímenes políticos y de los vaivenes de las ideologías. Son en algunos casos —y dependiendo de muchos elementos en juego— medibles y graduables, pero nunca anulables. Respecto de su naturaleza, o núcleo esencial, son absolutos e indisponibles.

Que estas cosas sucedan en una época como la nuestra no debe extrañarnos del todo. Son muchos los factores que han contribuido, pero sobre todo están radicados en una actitud tanto utilitarista como relativista y nihilista frente a la verdad y la vida. El columnista concluye diciendo que el aborto “no se resuelve con discusiones teológicas y metafísicas sobre el momento del origen de la vida”. En esto no se equivoca del todo. Hay, desde luego, “razones” y “discusiones” para justificar el derecho a la vida de todos, nacidos o no (razones por lo demás no solo teológicas y metafísicas). Pero más allá de las “razones” y las “discusiones” está el problema de la actitud, o como dirían los “medievales” (que tanto terror le causan al columnista), de la rectitud de la voluntad, de la vieja idea de “asumir la naturaleza”, de la distinción clásica entre lo que se puede y lo que se debe hacer como hombres. En una frase, de querer hacer el bien y evitar el mal, a costa de lo que sea.

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Desde consideraciones jurídicas, el carácter selectivo de los derechos humanos puede rastrearse en una mentalidad que a pesar de haber surgido desde coordenadas pretendidamente contrarias al positivismo jurídico, no logró despojarse del todo de algunos de sus postulados. En efecto, si bien es cierto que la posguerra trajo innumerables aciertos para la teoría jurídica, como ya fue apuntado, también lo es que, poco a poco, se fue abriendo paso la idea, cada vez más arraigada en el Derecho contemporáneo, de que los derechos humanos son tanto normas o enunciados normativos consagrados en una Constitución o un tratado internacional, como “elementos conflictuales” o “posesiones” que están en latente y constante—y por lo demás esencial— tensión con otros “elementos” y otras “posesiones”. La típica actitud “individualista” de cuño ilustrado.

Cuando los derechos humanos son vistos como normas o enunciados de derecho iusfundamental se genera la consecuente disputa sobre los problemas que circundan la formulación semántica de textos, con las correspondientes interpretaciones sobre su alcance y sentido. Desde luego que no es un despropósito que los derechos humanos estén expresados mediante enunciados normativos; el punto es que una teoría que quiera tomarse en serio los derechos humanos no puede solo quedarse en los enunciados normativos o en las discusiones sobre la calidad o estructura de los argumentos sobre dichos enunciados. Tampoco en el estudio de qué tanto “quiso” o “no quiso” expresar el autor de la norma, o por qué usó o no usó estas o aquellas expresiones, o qué tanto dicen estos doctrinantes o aquellos otros, y así sucesivamente. Estos puntos son importantes en la medida en que eventualmente posibilitan comprender mejor la índole de “cosas” que son objeto de una regulación jurídica. Pero no son propia y estrictamente los enunciados normativos los que fundamentan la existencia de los derechos humanos, ni siquiera los datos principales del juicio sobre su fuerza normativa. Quedarse en las discusiones alrededor de la semántica de los enunciados normativos —como si fuera un mero problema de “argumentación”— puede llevar a que frente a un mismo derecho fundamental quepan argumentos contradictorios, esto es, a que en un mismo caso un derecho sea afirmado y negado al mismo tiempo. Desde este punto de vista, las razones son lo de menos, en el sentido de que siempre están disponibles: para esbozar un supuesto derecho fundamental de abortar —porque la norma no dice que se protege el derecho a la vida desde la concepción; porque hay problemas de “salubridad pública”; porque a los jueces no les compete decir cuándo comienza el derecho fundamental de la vida; porque…—, o para formular su contrario: el derecho a la vida inviolable de toda persona nacida o no nacida…, y así sucesivamente.

Las modernas teorías de la argumentación jurídica sobrevaloran la funcionalidad del lenguaje y el uso de razones para intentar justificar decisiones concretas, al
tiempo que aminoran la fuerza de la realidad como soporte de las propias razones y del mismo lenguaje. No es de extrañar por qué en el Derecho de nuestro tiempo los denominados “test” de argumentación racional —en todas sus variantes y matices— han cobrado la importancia que tienen, convertidos hoy en la principal forma de legitimación de decisiones sobre derechos humanos. Es explicable si se tiene en cuenta que el principio de “realidad” es considerado como sospechoso, y que cualquier intento por rescatar límites objetivos y criterios de prohibición absoluta frente a bienes humanos básicos no pasa la “prueba” de su racionalidad, conforme a los criterios que ofrece el modelo. De ahí la preocupación excesiva por la forma argumental al margen de realidades humanas indisponibles, y la posibilidad de valorar contradictoriamente los diferentes pasos del procedimiento discursivo en un mismo caso concreto. Esto constituye una dificultad seria, porque los reclamos de legitimidad terminan agotándose en meros mecanismos de argumentación, cimentados en un relativismo moral y en la idea de que todo interés más o menos compartido por un número más o menos amplio de personas es susceptible de transformarse en un “derecho concreto” cuando logre pasar esa“prueba de racionalidad” del modelo.

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La preocupación por arropar decisiones con “argumentos” que descansan en ellos mismos hace perder de vista el aspecto más relevante de la razonabilidad práctica: el bien humano de carácter real que soporta (¡e incluso corrige!) el propio enunciado normativo y le da genuina fuerza a la argumentación. El razonamiento jurídico no tiene como función central, como ha enseñado FINNIS siguiendo a TOMÁS DE AQUINO, la producción —con todas las reglas de argumentación que se quiera— de juicios “correctos”, sino la búsqueda de la plenitud de todo ser personal. Desde esta perspectiva, mucho más rica, el eje del razonamiento de todos los juristas apunta y debiera apuntar a la justicia concreta y a la inviolabilidad absoluta de los derechos humanos, acompañado de la capacidad de discriminar cuándo una pretensión es legítima y cuándo no es más que un mero espejismo, un simple deseo o el producto de un interés privado.

El problema del fundamento de los derechos humanos es de hecho una cuestión “ontológica”, pues está anclado al “ser del hombre como persona”. Este dato es el que los hace inmunes a toda disputa ideológica y al uso indiscriminado de argumentos y modelos de discusión. Provee el presupuesto de la discusión práctica, al tiempo que permite conducir sus avances con criterios más firmes hacia la justicia. Sin embargo, requiere como contrapartida una actitud de apertura a su realidad, que sólo puede ser proveída y asumida por cada persona. De nuevo estamos en presencia de lo que ya se esbozaba: el asentimiento de la voluntad; traducido en ese querer el bien humano qua humano, y el correspondiente rechazo firme al mal, propio o ajeno. Esto lo tenían bastante claro los juristas romanos, no solo por la vía de los preceptos del Derecho que condensan una evidente manifestación moral, bondadosa, del mundo jurídico, sino también como concepción general del Derecho (que Celso no dudó en definir como aquel “arte de lo bueno y lo equitativo”), y como derrotero de su estudio, pues como decía Ulpiano, éste consiste en el “conocimiento de lo bueno y equitativo, separando lo justo de lo injusto [y discerniendo] lo lícito de lo ilícito, deseando hacer buenos a los hombres” (D. 1, 1).

La doctrina clásica del Derecho natural es —lo ha sido siempre— la teoría que más se ha tomado los derechos humanos en serio porque ha sacado su contenido esencial, por así decirlo, de todo aquello que los pueda afectar. Este número de Díkaion está orientado a rescatar esta visión, particularmente en su relación con la interpretación jurídica como forma de hacer valer derechos concretos en situaciones particulares. Ante el estado actual de la ciencia jurídica, los planteamientos centrales de aquella doctrina —que nos recuerda, una vez más, que el fundamento de los derechos y del propio razonamiento jurídico es una realidad ontológica que debe ser asumida— permite plantear “presupuestos” de las propias razones y de todo modelo o esquema de argumentación. Con ello se logra romper el círculo de autojustificación en el que cada premisa va siendo el eslabón de la siguiente, para lograr, por el contrario, que la construcción racional posea una sólida estructura por cuanto está siendo inmunizada de la política y de los intereses particulares, de los argumentos solventes y de los sofisticados esquemas de argumentación.

Gabriel Mora-Restrepo
gabriel.mora@unisabana.edu.co