Artículo

¿Son los derechos del hombre el verdadero objeto de la esperanza humana y la medida de las sociedades políticas?
Un examen de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789
a la luz de la crítica de Agustín Barruel a las fuentes filosóficas de la Declaración*

Are Human Rights the Actual Subject Matter of Human Hope and the Measurement of Political Societies?
An Appraisal of the Declaration of the Rights of Man and of the Citizen of 1789
in Light of Augustine Barruel's Critique of its Philosophical Sources

Seriam os direitos do homem o verdadeiro objeto da esperança humana e a medida das sociedades políticas?
Um exame da Declaração dos Direitos do Homem e do Cidadão de 1789
à luz da crítica de Agustín Barruel às fontes filosóficas da declaração




10.5294/dika.2023.32.1.8


Carlos A. Casanova 1

1 0000-0001-9721-7465. Pontificia Universidad Católica de Chile, Chile.
ccasanova@uc.cl

* Una versión previa de este trabajo fue presentada como conferencia en el Seminario del Doctorado de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica Argentina, en noviembre de 2021. Este artículo es financiado por el proyecto del Fondo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico (Fondecyt) de Chile núm. 1220051.


Recibido: 20/04/2022.
Envío a pares: 28/04/2022
Aprobado por pares: 16/08/2022.
Aceptado: 10/09/2022


Para citar este artículo / To reference this article / Para citar este artigo: Carlos A. Casanova, "¿Son los derechos del hombre el verdadero objeto de la esperanza humana y la medida de las sociedades políticas? Un examen de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 a la luz de la crítica de Agustín Barruel a las fuentes filosóficas de la Declaración", en Díkaion 32, 1 (2023), e3218. DOI: https://doi.org/10.5294/dika.2023.32.1.8


Resumen

En este artículo se examina la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, para rastrear los autores y las obras en que se inspira. Luego se juzga si a la luz de su inspiración filosófica los derechos contenidos en la Declaración pueden realmente constituir el objeto de la esperanza política y un canon adecuado para juzgar a los diversos regímenes políticos. Dichos cánones y esperanza se comparan con los fines y cánones propuestos por los clásicos. La nueva filosofía que condujo a la Declaración llevó también a abandonar la filosofía y experiencia políticas clásicas. Para explicar este abandono, se explora la causa y se cree encontrar en una rebelión y en un nuevo tipo de esperanza. En esta tarea se hace uso de la crítica del abate Agustín Barruel, que pone en contacto el análisis filosófico con los acontecimientos pragmáticos a que llevaron las ideologías que inspiraron la Declaración.

Palabras clave: Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano; filosofía ilustrada; regímenes políticos; cánones clásicos de juicio; esperanza política.


Abstract

This article examines the Declaration of the Rights of Man and of the Citizen of 1789 to trace the authors and works that inspired it. Then, it judges whether, in the light of its philosophical inspiration, the rights contained in the Declaration can constitute the subject matter of political hope and an adequate canon with which to judge the various political systems. These canons and hope are compared with the ends and canons proposed by the classics. The new philosophy inspiring the Declaration led to the abandonment of classical political knowledge and experience. The article concludes that the cause of such abandonment is to be found in a kind of rebellion and in a new type of hope. To arrive at such conclusion, we use Abbé Augustine Barruel's insights, which add the knowledge of pragmatical events to deep philosophical analysis of the ideology that inspired the Declaration.

Keywords: Declaration of the Rights of Man and the Citizen; enlightened philosophy; political regimes; classical canons of discernment; political hope.


Resumo

Este artigo examina a Declaração dos Direitos do Homem e do Cidadão de 1789, para traçar os autores e obras que a inspiraram. Em seguida, julga-se se, à luz de sua inspiração filosófica, os direitos contidos na declaração podem realmente constituir objeto de esperança política e um cânone adequado para julgar os diversos regimes políticos. Esses cânones e esperança são comparados com os fins e cânones propostos pelos clássicos. Para explicar o abandono do saber e da experiência política, o artigo procura encontrar a causa e conclui que se encontra numa espécie de rebelião e num novo tipo de esperança. Nessa tarefa, é feito uso da crítica de Abbé Agustin Barruel, que unem a análise filosófica com os acontecimentos pragmáticos a que conduziram as ideologias que inspiraram a declaração.

Palavras-chave: Declaração dos Direitos do Homem e do Cidadão; regimes políticos; filosofia iluminada; cânones clássicos de julgamento; esperança política; Agustin Barruel.



Sumario: Introducción. i. La Declaración de los Derechos del Hombre y la obra de John Locke, Charles de Montesquieu y Jean-Jacques Rousseau. 2. El carácter parroquiano de una parte de la Declaración de los Derechos del Hombre o de sus fuentes: la separación de poderes, la aprobación parlamentaria de los impuestos y la democracia directa de Rousseau. 3. El carácter subversivo y anómico de las nociones de "igualdad" y "libertad" contenidas en la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789. 4. Contraste entre la Declaración y los clásicos. Conclusiones. Referencias.

Introducción

La Declaración [francesa] de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 (la Declaración) se presenta como un canon con el que, a partir de "principios simples e indiscutibles", se puede evaluar a todo gobierno y a todo régimen, en relación "con la finalidad de cualquier institución política". Un análisis detallado de la misma, unido al testimonio del abate Agustín Barruel,1 revela que algunas de sus principales fuentes inmediatas fueron las obras de John Locke, François-Marie Arouet (Voltaire), René-Louis de Voyer de Paulmy (D'Argenson), Charles de Montesquieu, Jean-Jacques Rousseau, Claude-Adrien Schweitzer (Helvecio) y Cesare Beccaria. A la luz de estas debe entenderse aquella.

La reunión de todos estos materiales permite establecer una clara comprensión de esos principios. Hay en ellos un atractivo indudable que sedujo al propio Eric Voegelin: la aparente pretensión de incorporar al régimen en pie de igualdad hasta al último miembro de la sociedad política, de manera que esta se represente a sí misma por medio de sus autoridades:

... cuando la articulación se expande a todo lo largo de la sociedad, el principio representativo se extiende también hasta que se alcanza el límite en el que la membresía de la sociedad se ha tornado políticamente articulada hasta el último individuo y, de manera correspondiente, la sociedad se hace representante de sí misma.

En este artículo me interesa examinar este canon con el que se ha juzgado a las sociedades y los regímenes políticos. El primer paso será mostrar la conexión entre la Declaración y algunas de las obras mencionadas. El segundo, dejar en evidencia que esos "derechos naturales, inalienables y sagrados" dependen de una concepción muy peculiar del hombre y de la sociedad política, y se conectan con acontecimientos políticos particulares. Tanto que los derechos aparecen no como universales, sino como profundamente parroquianos. En particular, la separación de poderes, la aprobación parlamentaria de los impuestos y la rousseauniana democracia directa. El tercer objetivo de este trabajo consiste en desvelar el fondo subversivo de las nociones de "libertad" e "igualdad" contenidas en la Declaración, conectándolo con los movimientos tiránicos antiguos. El cuarto será contrastar ese canon con algunos de los principios centrales de la sabiduría política clásica y sacar a la luz su originalidad anómica, de rebelión contra Dios.

Usaremos los razonamientos y el testimonio del abate Agustín Barruel (1741-1820). Este sacerdote y ensayista francés es un testigo de excepción acerca de los acontecimientos que ocurrieron en la Revolución Francesa o que la prepararon. Las razones son las siguientes: i) su obra permite percibir que poseía una gran penetración y era bastante honrado; ii) esa honradez quedó demostrada por la confirmación de su testimonio que daban otros testigos contemporáneos y por sus respuestas a las objeciones; iii) la profundidad y extensión de sus estudios lo pusieron en contacto con importantes documentos y testigos sobre los que hizo excelentes reportes, que sin él se habrían perdido.

Su obra ha sido poco estudiada recientemente y su persona sometida a severa crítica por algunos autores. Sin embargo, es innegable la solidez de su investigación y argumentación. Como dice la Enciclopedia católica:

Los masones de Francia, Alemania e Inglaterra respondieron airadamente a sus afirmaciones y una voluminosa literatura fue el efecto de esta controversia. Mientras que algunos piensan que la obra de Barruel atribuye a las sociedades secretas muchas malas acciones de las que ellas no son responsables, todos admiten que la exposición que hace él de sus principios [de las sociedades secretas] y de las consecuencias lógicas que se siguen de ellos es obra de una poderosa inteligencia.2

Hoy, algunos autores, como Elisa D'Annibale, lo acusan de atribuir a una conspiración masónico-iluminista-volteriana, lo que se debió a los problemas estructurales de la "sociedad burguesa". Pero esta autora no atiende ni a uno solo de los argumentos y fuentes de Barruel, sino que hace un juicio sumario y, por fuerza, superficial. De hecho, incurre en imprecisiones muy graves aun en lo que se refiere a aspectos importantes de la vida de Barruel y a la cronología de su obra.3 También sostiene que la argumentación de Barruel para mostrar que los volterianos manipularon la opinión pública para destruir la lealtad a Dios y a la monarquía se basa toda ella en la edición de la Enciclopedia, pero esto es falso. En realidad, una buena parte de la argumentación se basa en la existencia y actividad del Club de Holbach, que D'Annibale ignora completamente.4

En estas páginas no entraremos en esta discusión, y usaremos a Barruel como crítico filosófico o como testigo de acontecimientos históricos particulares, aspectos a los que la literatura sobre el abate suele no referirse. Pasemos, entonces, a la materia que nos proponemos como objeto de estudio.

1. La Declaración de los Derechos del Hombre y las obras de John Locke, Charles de Montesquieu y Jean-Jacques Rousseau

En la Declaración de 17895 se nota la huella de Montesquieu y Rousseau y -a través de ellos- de John Locke. También influyeron Voltaire, D'Argenson, Beccaria y Helvecio, sobre todo. Pero vamos a centrarnos en los tres primeros, que son las fuentes más importantes. Daremos algunos ejemplos que portan esa huella, los más centrales.

El artículo 1 dice: "Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos". Esta fórmula podría entenderse parcialmente en armonía con la noción aristotélica de justicia distributiva, si se lee como una afirmación de que no pueden hacerse distinciones injustificadas. Pero no es el caso. La doctrina que subyace a las palabras debe extraerse de la obra tanto de John Locke como de Jean-Jacques Rousseau.

John Locke interpretó las cualidades clásicas "libres e iguales" como existentes en todos los hombres, y de una manera muy particular. "Libre" significaría, en el estado de naturaleza, no estar sujeto a ningún poder (Segundo tratado sobre el gobierno, §§ 22, 54, 1906); y en el estado civil, estar sujeto solo a las leyes que haya dado el legislador constituido por el consentimiento de los gobernados (§§ 22, 190). En la familia, Locke tiene que "confesar" que los niños pequeños no son iguales (§ 55), pero, dice, son gobernados para poder llegar al estado de igualdad. Y, por esto, tan pronto como pueden valerse por sí mismos, quedan desligados de toda obediencia a los padres, a menos que quieran heredarlos (§§ 72-73, 191).

Según Rousseau en El contrato social7, "el hombre nace libre, pero en todas partes se encuentra encadenado" (Libro I, capítulo 1); o "todo hombre nace libre y señor de sí mismo; nadie puede, bajo ningún pretexto, sujetar a otro hombre sin su consentimiento" (Libro IV capítulo 2). En el Libro I, capítulo 2, aparece literalmente la frase: "todos nacen libres e iguales". Pero en el libro II, capítulo 8, Rousseau da la definición clave para entender la "libertad", tal como se comprende en la Declaración de 1789: "el mero impulso del apetito es esclavitud, mientras que la obediencia a la ley que nos prescribimos a nosotros mismos es libertad". Por esto, de acuerdo con el capítulo 7 del mismo libro, el ciudadano que no obedece a la voluntad general, la voluntad del legislador, será forzado a ser libre, porque solo el ciudadano que se entrega a su país está seguro frente a toda dependencia. Esta definición se hace más explícita en el Libro IV, capítulo 2: es libre solo el que obedece a su propia voluntad; y esto es posible porque se reconoce la soberanía popular, y el pueblo constituido en legislador forma la voluntad general, que es mi propia voluntad en cuanto ciudadano, voluntad de la que emanan las leyes.8 Pierre Manent muestra que esta aspiración de igualdad y de libertad así entendidas, es precisamente la inextinguible llama revolucionaria que Rousseau va a insuflar a Occidente;9 y que, al intentar eliminar todo interés privado para producir la identificación de todos con el interés general (y al llamar a eso "virtud"), Robespierre estaba pugnando por realizar el ideal rousseauniano.10

Estas dos influencias doctrinarias, no del todo compatibles entre sí, son las que llevan a negar que sean libres los hombres que viven en un régimen en que no se haya manifestado explícitamente el consentimiento de los gobernados en favor del gobierno, sea directamente (como exige Rousseau) o sea por medio de representantes (como le basta a Locke). También llevan a abandonar la importante distinción romana, de raíces aristotélicas, entre personas sui iuris y personas alieni iuris, y a suponer que todo contrato es justo, porque volenti non fit iniuria. Esta visión se convertirá, así, en la base para justificar tanto los abusivos contratos laborales que el Parlamento inglés tendrá que intervenir, como la legalización de la usura.11

El artículo 2 de la Declaración de 1789 señala: "La finalidad de cualquier asociación política es la protección de los derechos naturales e imprescriptibles del Hombre. Tales derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión". Debe entenderse en conexión con el artículo 17, que declara que la propiedad es un derecho inviolable y sagrado. Aquí se está suscribiendo la visión lockeana del estado civil, que niega que la sociedad política sea una empresa cooperativa para alcanzar las cosas necesarias para vivir y para alcanzar la vida buena. El artículo 3 consagra la soberanía popular, aunque no habla del pueblo, sino de la nación, que es un vocabulario más rousseauniano (Libro I, capítulo 4) que lockeano.

Los artículos 4 y 5 son corolarios de la aceptación de la visión lockeana, complementados quizá con observaciones de Montesquieu y Beccaria en torno al principio de legalidad penal y a las razones y la proporcionalidad de las penas. El artículo 6 señala: "La Ley es la expresión de la voluntad general. Todos los Ciudadanos tienen derecho a contribuir a su elaboración, personalmente o a través de sus Representantes". Este artículo es de ascendencia principalmente rousseauniana, pero la admisión de los representantes es más cercana a Locke o a Montesquieu que a Rousseau. En todo caso, presupone la recepción de la doctrina de la soberanía popular y excluye la legitimidad de la mayoría de los gobiernos existentes en 1789.

Los artículos 7, 8 y 9 tienen aspectos de ascendencia clásica, y otros vienen de Beccaria o Montesquieu, o incluso de Rousseau, pero vamos a dejarlos de lado ahora. Los artículos 10 y 11 establecen la libertad religiosa, de opinión y de prensa, y los dejaremos de lado también. Los artículos 12, 13 y 15 son de ascendencia lockeana, y su análisis no añadiría nada en la presente exposición, que no se derive del análisis del artículo 2.

El artículo 14 establece expresamente la necesidad de que los ciudadanos aprueben los impuestos para que estos sean justos. Este requerimiento existía en el antiguo Derecho cristiano-latino, pero es exacerbado por los principales escritores revolucionarios durante el siglo XVIII, y es objeto de un interesante análisis por parte de Agustín Barruel. Por esta razón, lo examinaremos brevemente en los próximos párrafos.

El artículo 16 sostiene que una sociedad que no establezca la separación de poderes no tiene Constitución, es decir, está sujeta a un gobierno despótico. Este aspecto de la declaración viene de Montesquieu (y contraría a Rousseau), y también ha sido sometido a un fino análisis por parte del sacerdote francés. Montesquieu abrazó el sueño de la "ciencia política" que aspira a superar la filosofía política:12 es decir, la esperanza de alcanzar un sistema perfecto, que no requiera que los hombres sean buenos. Los pasajes decisivos de El espíritu de las leyes13 para percibir la presencia de este sueño en este autor son los siguientes: Donde un poder no contiene, refrena a otro, hay despotismo.14

Para que haya libertad política, el gobierno tiene que estar constituido de tal manera que ningún hombre deba tener temor de ser oprimido por otro hombre. Ese temor solo puede desaparecer si los poderes legislativo, ejecutivo y judicial están nítidamente separados.15 Así, por ejemplo: "sería el acabose de todo si la misma persona o el mismo cuerpo, sea de nobles o sea del pueblo, ejerciera los tres poderes";16 y "si no hubiera rey, y el poder ejecutivo se encomendara a un cierto número de personas, seleccionadas de entre los miembros del poder legislativo, la libertad habría alcanzado allí mismo su muerte, en razón de haberse reunido los dos poderes".17 Es muy sint tico que el capítulo en que aparece esto se titule "La Constitución de Inglaterra".

Pero la antedicha separación es necesaria por la misma naturaleza de las cosas, dice Montesquieu. Y he aquí el pasaje central, que pone a este autor a una gran distancia de toda la sabiduría clásica y escolástica:

La libertad política se encuentra solamente en los gobiernos moderados, y aun allí no siempre se encuentra. Está allí solo cuando no hay abuso de poder. Pero la constante experiencia nos muestra que todo hombre investido de poder es capaz de abusar de él, y de extender su autoridad tan lejos como pueda llegar. ¿No es extraño, aunque verdadero, decir que la misma virtud tiene necesidad de límites? Para prevenir este abuso, es necesario, por la misma naturaleza de las cosas, que el poder limite al poder. Un gobierno puede estar constituido de tal manera que nadie sea compelido a hacer aquello a lo que la ley no lo obliga, ni forzado a abstenerse de lo que la ley le permite.18

Según estos pasajes, todos los gobiernos existentes en el tiempo en que escribió Montesquieu, menos Inglaterra, eran despóticos y en ellos la libertad había alcanzado su muerte.19 Pero, por cierto, unas décadas más tarde, también la libertad inglesa habría alcanzado la muerte, pues, como es sabido, al menos desde el tiempo de los Pitt, el Ejecutivo inglés es efectivamente una emanación del Parlamento.20 Esta observación nos lleva con suavidad al siguiente paso de este trabajo.

2. El carácter parroquiano de una parte de la Declaración de los Derechos del Hombre o de sus fuentes: la separación de poderes, la aprobación parlamentaria de los impuestos y la democracia directa de Rousseau

No es posible en este artículo realizar una crítica filosófica completa de estos "principios" ilustrados. Quiero limitarme, de la mano del abate Agustín Barruel, a mostrar su carácter "parroquiano", es decir que están pensados a la luz de sociedades y regímenes políticos particulares que, sin embargo, se postulan como medida universal de la humanidad. En este aspecto también presentan un contraste considerable con la teoría política clásica, que es clásica precisamente por haberse esforzado en descubrir la medida permanente, que subyace a los regímenes o sociedades particulares.21 Me limitaré a estudiar tres puntos: a) el parroquianismo detrás de la exigencia de separación de poderes; b) el parroquianismo detrás de la exigencia de que los impuestos sean aprobados por el Parlamento; y c) el parroquianismo rousseauniano de exigir la democracia directa.

a) Es sabido que Locke escribió sus tratados sobre el gobierno para refutar a Robert Filmer y para promover y justificar la llamada Revolución Gloriosa. Buena parte de los argumentos del Segundo tratado se dirigen a minar la legitimidad de Jacobo II, el último rey católico inglés, y a justificar una rebelión parlamentaria. De manera análoga, buena parte de lo que pretende hacer Charles de Montesquieu en su obra El espíritu de las leyes es proponer la constitución inglesa resultante de esa revolución como un modelo para toda la humanidad, como el paradigma al que todos deben conformarse por medio de la acción revolucionaria. Este segundo punto lo quiero ilustrar con unas breves, pero muy interesantes, reflexiones de Agustín Barruel.

El abate nota que Montesquieu quiere adoptar el sistema inglés de división de poderes. Observa que ese sistema era el propio de una nación que gozaba, quizá, de una "bulliciosa libertad", "más celebrada por sus tempestades civiles en busca de la libertad, que por la sabiduría de su constitución, que, habiendo acabado de asentarse en todas las mentes y corazones, apenas estaba poniendo fin a una larga lucha entre el Monarca y el Pueblo". (La Revolución Gloriosa tuvo lugar en 1688 y Montesquieu escribía El espíritu de las leyes en la década de 1740). Y añade Barruel:

Sin duda podemos admirar, tanto como Montesquieu, la sabiduría de una nación que ha conocido cómo modelar sus leyes de acuerdo con la experiencia que había adquirido en esas luchas. Leyes que en verdad congeniaban con las costumbres que la caracterizaban, con su situación geográfica, y aun con sus prejuicios. Pero, ¿es esa constitución, quizá la más perfecta para una nación que está rodeada por el océano, igualmente perfecta cuando se trasplanta a un Estado continental? [...] ¿Deben los hombres, tan heterogéneos en sus caracteres, hombres que pueden verse desde tantos diversos puntos de vista, deben ellos, para alcanzar la felicidad y la libertad, reducirse a una única forma de gobierno? No. Habría sido locura adoptar la constitución inglesa en Francia.22

Más adelante, Barruel señala que el discurso de Montesquieu es una incitación a la rebelión en la mayor parte de las repúblicas en las que, como él mismo apunta, los poderes no están separados según los principios establecidos en su obra:

Todo el universo se encontraría, entonces, en un estado de esclavitud, y Montesquieu sería el apóstol enviado a enseñar a los hombres a romper sus cadenas, ¡cadenas tan ligeras que pocos siquiera se percataban de su existencia! ¡Era necesaria, entonces, una revolución universal, para que la raza humana pudiera afirmar su libertad!23

No es evidente que el poder legislativo y el ejecutivo deban separarse, y más bien hay buenas razones para pensar en la inconveniencia de esta disociación, pero, como comprendió bien Rousseau (El contrato social, Libro III, capítulo 15), era una exigencia de postular tanto la soberanía popular como que el gobierno legítimo tenía que ser autogobierno. Porque la necesidad de los magistrados o gobernantes es algo que no se escapa ni siquiera a la visión ideologizada de estos autores ilustrados. La manera de sostener que el gobierno era autogobierno era declarar que esos magistrados debían someterse a las leyes que se daba a sí mismo el pueblo soberano,24 bien sea reunido en asamblea, como quería Rousseau, o bien sea por medio de representantes, como proponían Locke y Montesquieu.25

Nótese en todo caso que, aunque el constitucionalismo contemporáneo reve­rencia el principio de separación de poderes, la exigencia que El espíritu de las leyes de Montesquieu extrae del mismo -una neta separación entre el poder legislativo y el ejecutivo- es ignorada en nuestros días por Inglaterra o por Canadá, por ejemplo, lo cual no implica que no pueda existir hoy la libertad en esos países. Lo mismo puede decirse de todos los regímenes existentes a mediados del siglo XVIII, con excepción de la Inglaterra de ese tiempo. Con esta reflexión me basta en el contexto actual para confirmar que la obra de Montesquieu es parroquiana, como he explicado.

En la obra de Rousseau se encierra una extraña paradoja, a la que debo atender brevemente para excluir una posible crítica: según Rousseau, el pueblo soberano es el que debe darse a sí mismo las leyes, porque es la voluntad de los gobernados la fuente de la legitimidad. Pero, es posible que el voto de la mayoría de los integrantes del pueblo soberano no establezca una ley legítima porque, supuestamente, existe un interés general al que debe apuntar la voluntad del pueblo soberano ("la voluntad general"), y podría la mayoría desviarse de ese interés. Parecería, entonces, que el saber sobre el bien debería ser la fuente de la legitimidad de la ley, y no la voluntad de los gobernados. Pero Rousseau no extrae esta consecuencia.

Podría uno plantearse por qué Rousseau no extrae la consecuencia. Yo creo que es sobre todo porque su "interés general" no es lo mismo que el bien co­mún de los clásicos. En efecto, el bien común de los clásicos reside en la felicidad, que consiste en la virtud. Y esta no es otra cosa que el orden que la verdad sobre el bien produce en el amor, en las acciones y en el carácter. En cambio, según Rousseau, la virtud no es sino la conformidad de la voluntad individual con la voluntad general; y verdaderamente la voz del pueblo es la voz de Dios.26 No hay lugar para el saber práctico en sentido clásico ni, por tanto, para una legitimidad fundada en otra cosa que en una "voluntad" del pueblo, real o supuesta.27

Que el poder judicial deba estar separado del gobierno es una proposición más susceptible de defensa. Pero Barruel muestra con bastante profundidad por qué no es una condición necesaria para que pueda haber buena administración de justicia. Lo que es necesario, dice Barruel, es que el monarca no sea juez y parte, y que no viole las formas acostumbradas. Pero en Francia eso no pasaba, pues el monarca se reconocía sujeto a la ley natural, que prohibe el ser juez en causa propia. Además, podía llevarse un caso contra el rey ante los tribunales y se reconocía que el monarca estaba atado por las leyes, igual que sus súbditos. "Por esto nada pudo nunca hacer que los franceses unieran la idea de despotismo a la de un monarca que es juez de sus súbditos". Y añade: "lo que constituía el poder despótico del Sultán [no era la falta de separación de poderes, sino que] era el poder de fallar en todas las causas caprichosa e instantáneamente, sin seguir otra guía que la de su pasión y su interés momentáneo".28

Barruel no entra en detalles político-constitucionales, pero sospecho que de la monarquía francesa se podría decir algo análogo a lo que dijo Palacios Rubios sobre la española: una cosa es el rey y otra la Corona. La Corona es la república, lo que el mismo Palacios y nosotros llamamos el Estado.29 ¿Y acaso se viola un principio fundamental de justicia porque el Estado tenga los tres poderes, ejecutivo, legislativo y judicial? La Corona era el centro de la legalidad y de la actividad de Francia, pero el rey, a diferencia del soberano de Rousseau, estaba atado al derecho divino, al derecho natural y a las leyes del reino.

b) Otro punto en que puede notarse el parroquianismo de los ilustrados se conecta con la exigencia que ellos postulan de que todo impuesto o carga sea aprobado por los súbditos para ser justo. Magistralmente muestra Barruel que dicha exigencia no es sino un residuo del feudalismo que los ilustrados dicen odiar. Orestes Brownson dirige una acusación semejante pero más general contra John Locke,30 y tiene razón. Pero vamos a limitarnos aquí al punto señalado por Barruel:

Mably y sus discípulos o más bien los seguidores de Montesquieu, detestaban las leyes feudales. Pero no reflexionaron en que era a esas mismas leyes a lo que debían su antigua existencia los Estados Generales. Cuando Felipe el Hermoso y algunos otros Príncipes se habían hallado bajo la necesidad de postular a esos estados por subsidios, la razón era que bajo el sistema feudal el Rey, como los Condes de Provenza, Champaña y Toulouse, o los Duques de Bretaña, tenían ingresos fijos y sus dominios fijos que se suponía que bastaban para las exigencias del Estado. Y, de hecho, las guerras de la mayor duración podían sostenerse sin que fuera necesario aumentar los ingresos del soberano. Los ejércitos en ese tiempo estaban compuestos de los Señores y los Caballeros que servían a su propio costo y que pagaban los costos de sus vasallos, a quienes conducían al campo de batalla. Ni Mably ni sus discípulos reflexionaron que en un tiempo en que Francia había adquirido tantas nuevas provincias, cuando los ejércitos, los oficiales generales y los soldados hacían la guerra solo a expensas del Rey, era imposible que las antiguas tierras de la Corona satisficieran las necesidades del gobierno. No podían concebir que, en el nuevo sistema de la política, habría sido una gran imprudencia que el Monarca en Francia, cada vez que fuera necesario repeler o anticiparse a un ataque de un enemigo extranjero, tuviera que depender del gran y celoso Señor, del tribuno sedicioso, o del diputado arisco, quizá en interés del enemigo, para obtener los necesarios subsidios en una ocasión de semejante urgencia. Reflexiones como estas jamás se les ocurrieron a las mentes de nuestros sofistas.31

c) Quiero acabar apuntando un aspecto que quizá no sea tan conocido como los anteriores. Así como Montesquieu puso como regla de la humanidad a la Inglaterra posrevolucionaria pero anterior a los Pitt, Rousseau trasladó la regla a su amada Ginebra.32 Según el autor ginebrino, la representación es el fin de la soberanía del pueblo33 y, por eso, el ideal es que la república sea una ciudad-Estado o, a lo sumo, una confederación de ciudades-Estado sin capital fija, en las que el pueblo reunido en asamblea ejerza la soberanía.34

3. El carácter subversivo y anómico de las nociones de "igualdad" y "libertad" contenidas en la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789

Desde la visión que nos da Agustín Barruel, se puede decir que la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789, con las ideologías que la inspiran, es sobre todo un arma subversiva, semejante a la de los partidarios de la tiranía griega, que se servían de los esclavos para destruir las constituciones. Examinemos, para ello, aunque sea brevemente, los ejemplos que nos da el polemista francés de la aplicación, anterior a la Revolución Francesa, de los principios de la libertad y la igualdad ideológicas. El primero y quizá más interesante ejemplo fue el de la agitación revolucionaria obrada por Voltaire sobre la pobre Ginebra, precisamente la patria de Rousseau.

En esta república establecida por Calvino había cuatro clases de habitantes, los ciudadanos que tenían voto en el Consejo General y podían ser magistrados, los nativos, los simples habitantes y los súbditos. Todos ellos eran protegidos por la república y gozaban de una vida tranquila y próspera. No existían mayores desacuerdos o desavenencias. Pero se encontraba allí en crisis la fe en Cristo y, en parte por eso, y en parte por la cercanía con Ferney, la guarida de Voltaire, los ideólogos la eligieron para probar el establecimiento de sus nuevas "libertad e igualdad".

Como dice textualmente en un pasaje de su Mémoires pour servir à l'histoire du jacobinisme:

No importa cuán odiosas puedan haber parecido a los sofistas esas distinciones [entre las cuatro clases de habitantes de Ginebra], sin embargo, el hombre que hace uso de un juicio sereno y de verdaderos principios estará de acuerdo en que una república o cualquier Estado que goce de soberanía tiene derecho a admitir nuevos habitantes bajo ciertas condiciones que pueden ser justas y, a menudo, necesarias, sin establecer por ello una perfecta igualdad entre los hijos reales y los adoptivos del Estado. Quien pide ser admitido conoce las condiciones de su admisión, y las excepciones a que queda sujeto, también. Era perfectamente libre de aceptarlas o rechazarlas o de buscar asilo en otro lugar. Pero, ciertamente, habiendo aceptado y admitido esas excepciones, no tiene ya derecho a originar disturbios en la república con el pretexto de que, siendo todos los hombres iguales, el hijo adoptivo tiene un título a los mismos privilegios que los antiguos hijos del Estado.35

Barruel añade que no ha podido encontrar

... qué especie de opresión sufría el pueblo de Ginebra bajo sus magistrados. No era posible para un pueblo tener una adhesión más afectuosa o justa a su gobierno. La unión entre los magistrados y los gobernados se parecía a la de una familia numerosa con sus jefes. Los sofistas sabían esto bien [...]. Ellos presuponían la discordia, de manera que pudieran crearla donde no existía, y exacerbarla, si ya había comenzado a difundirse.36

Los ilustrados, pues, como puede constatarse, no gozaban de un juicio sereno ni de principios verdaderos. Lo que les importaba no era la justicia, ni la dignidad humana, sino la anomia que les diera el poder. Por eso causaron una sangrienta revolución en Ginebra, que fue extinguida en 1782 por tropas francesas, pero que fue consumada una vez que la misma Francia se bañó en su propia sangre bajo Robespierre.37

Después de haber mostrado los deletéreos efectos de las ideologías de filiación voltaireana sobre una república, Barruel pasa a mostrar sus efectos sobre Bohemia y Transilvania. Ambos casos son interesantes por razones diversas. En Bohemia, los ilustrados intentaron primero una revolución por medio del sencillo expediente de infiltrar miles de hombres armados, para después soliviantar a las masas contra los nobles mediante una retórica incendiaria. Una de las cosas interesantes de la narración de Barruel es que muestra que el régimen político de Bohemia, aunque parecía realmente despótico a primera vista, era, en realidad, bastante humano. Transcribamos un breve pasaje:

[Es fácil imaginarse el efecto que debía haber causado esa retórica incendiaria] sobre hombres que, en su mayor parte, cultivaban tierra que solo ocupaban por concesión del señor, a cambio de que emplearan tantos días a la semana en el cultivo del campo de las tierras del señor. [...] Era difícil para el viajero no persuadirse de que estos hombres eran infelices. Yo era de esa opinión hasta que una experiencia inesperada estuvo cerca de reconciliarme con ese modo de administración. Había un inmenso granero perteneciente al señor. En el medio de una gran sala había grandes pilas de granos. En todo ese lugar había tantas divisiones de grano como familias había en la villa, y cada división contenía el grano que pertenecía a una familia. Un superintendente velaba por las distribuciones, que se hacían una vez a la semana. Si el grano de una división particular se agotaba, la cantidad necesaria se tomaba de la pila del señor para la familia que tuviera necesidad, la cual debería reemplazar el grano cuando llegara la siguiente cosecha. Con este expediente el campesino más pobre estaba seguro de que no le faltaría la comida necesaria para vivir. Que el lector decida si tal gobierno no puede ser tan bueno como cualquier otro en el que el pobre puede a menudo morir de hambre mientras goza de perfecta libertad. Conozco lo que cabe esperar bajo cualquier administración, pero no es la tarea de la verdadera filosofía derrocar los gobiernos existentes a causa de la idea quimérica de reducir todo a sus planes particulares, algún día en el futuro.38

Después, los mismos ideólogos intentaron un método mucho más sutil, y lograron engañar incluso a la emperatriz María Teresa y a José II. Se trató de una suerte de "reforma agraria", que daría las tierras ociosas a los más industriosos campesinos. Todo se cubrió con un manto de justicia y moderación que ocultó el verdadero propósito de desorden, anarquía y destrucción de las élites existentes. Pero también esta vez los revolucionarios fallaron en Bohemia, porque la emperatriz y el rey Federico II, su vecino, se dieron cuenta a tiempo y actuaron con gran energía para castigar ejemplarmente a los rebeldes.

Sin embargo, bajo José II, un nuevo esquema sí que funcionó en Transilvania. No narraré aquí los detalles del esquema fraudulento, sino solo los resultados que presenta Barruel, guiado por los autores de los memoriales en que se basa su narración:

Entre los castillos reducidos a cenizas los más destacados fueron los de los Condes D'Esterhazy y Takeli. Y entre los nobles que fueron asesinados, los más distinguidos fueron los dos Condes y hermanos Rebizi. El mayor fue escupido y asado. Muchos otros de la misma familia, hombres, mujeres y niños, fueron cruelmente masacrados. La malhadada señora Bradifador, con quien pasé varios días (dice el señor Petty) también fue melancólica víctima. Esos bárbaros se apoderaron de ella y le cortaron las manos y los pies, y la dejaron en ese estado hasta que expiró. 39

Conecta después Barruel estas escenas con algunas de las más horribles de la Revolución Francesa, como la de Place Dauphine, del 3 de septiembre de 1792, en la que iban matando a las mujeres, e iban dando su carne asada como alimento a las víctimas que sufrirían después la misma suerte. Ante todas estas aberraciones, Barruel concluye:

... sé que esta narración hará que mis lectores se sacudan con horror, pero es un temblor saludable. Quizá finalmente cesarán de prestar oídos a esos apóstoles sofísticos de una igualdad y una libertad menos quimérica que atroz, y cuyos sistemas asemejan el hombre a las bestias feroces de la floresta. El error es demasiado fatal. Pongámonos en guardia, entonces, contra los engaños de la soberbia por el recuerdo de acciones que son humillantes para la misma naturaleza.40

Lo que subyace a todos estos ejemplos es el rechazo de lo que los griegos llamaron la igualdad geométrica o proporcional, y del saber político apegado a la experiencia y capaz de ordenar los más diversos regímenes a la justicia y al bien común. El rechazo a la debida jerarquía, que es necesaria en toda sociedad y que es buena siempre que guarde una debida proporción.

Para ahondar en lo que venimos diciendo, veamos el contraste con los clásicos.

4. Contraste entre la Declaración y los clásicos

Como es bien sabido, los clásicos enseñan que el fin es el principio del saber práctico, que la finalidad de la comunidad política es el bien común y que este consiste en la felicidad, es decir, una vida según la virtud, tanto del individuo como de la sociedad como un todo. Que la ciudad sea feliz se traduce en la concreción de dos cosas, la amistad cívica y la justicia, tanto general como particular: un gobierno y una legislación que se ordenen a la virtud total y que respeten la igualdad, tanto proporcional en los repartos como aritmética en las transacciones (también, por cierto, en los contratos de mutuo). De aquí se extraen los cánones con los que se juzgan los regímenes y las sociedades políticas. Quizá el pasaje en que de la manera más resumida y con la mayor claridad se condensan los criterios esenciales con que se pueden evaluar los regímenes y las sociedades políticas se encuentra en el capítulo 6 del Libro V de la Ética a Nicómaco.41 No debe olvidarse, al revisarlo, que Aristóteles ha establecido repetidamente que en materias políticas -porque son siempre prácticas y su medida es concreta- la teoría solo puede proponer esquemas que orienten la acción, nunca recetas detalladas sobre cuál sea el mejor curso que deba tomarse. Con esto en mente, revisemos dicho capítulo.

Se dice allí que en la ciudad ordenada hay una justicia política y una justicia doméstica, porque no todos los integrantes de la sociedad son libres e iguales como los patres familias romanos. Los ilustrados modernos negaron esta distinción y, al hacerlo, dieron lugar a muchos desórdenes, como el considerar en la primera parte del siglo XIX que los contratos de trabajo eran siempre justos, con independencia de los horarios, los salarios, las condiciones laborales, puesto que los trabajadores, que eran libres e iguales, consentían en dichos contratos y por aplicación del principio volenti non fit injuria. Como es bien sabido, el Parlamento inglés, persuadido por Michael Thomas Sadler y lord Ashley volvió a la sensatez clásica en este punto y dio nacimiento al Derecho laboral que, abandonando la afirmación ilustrada de una igualdad total en la libertad de autodeterminación, reconoció que los obreros no eran libres al celebrar los contratos de trabajo, ni iguales, sino débiles jurídicos. Los posmodernos están causando problemas aún más graves al negar que los hijos sean alieni iuris, sometidos a la autoridad de los padres.

Pero la justicia política se da entre libres e iguales, que no son todos. Esa igualdad, además, puede no ser aritmética, sino solo proporcional. Esto variará de régimen a régimen, pero no debe olvidarse que no hay un "mejor régimen" universal que deba ser adoptado por todas las sociedades. Hay, sí, un "mejor régimen" como concepto tipo o canon de juicio, como se ve en el capítulo 7 del mismo libro V de la Ética a Nicómaco (1135a4-5), como paradigma con el que los gobernantes de los diversos regímenes pueden orientarse para legislar.

Esa justicia política se da, entonces, entre aquellos a los que principalmente se refiere la ley. Entre ellos no permitimos que nos mande un ser humano, sino la razón. Porque si el gobernante no se sujeta a la razón nos consideramos oprimidos, "porque el hombre hace eso en su propio interés y se convierte en tirano". En el libro X y en otros lugares aplica este mismo principio al ser gobernado por la ley, que equivale a ser gobernado por la razón, y no por los hombres (cfr. 1180a22-24). El contraste con los ilustrados no puede ser mayor.

Estos sostienen que el fundamento de la legitimidad de la ley es la voluntad o el consentimiento de los gobernados, lo cual es una antiutopía o una distopía. En cambio, los clásicos sostienen que el fundamento de la legitimidad de la ley es la razón, que la ley constituya realmente un dictamen del arte del gobierno, de la justicia general.42

Continúa Aristóteles y afirma que

... el gobernante es guardián de la justicia y, si de la justicia, también de la igualdad. Se considera que no tiene más, si efectivamente es justo (porque no se atribuye a sí mismo más que a los otros de lo que es bueno absolutamente hablando, a no ser que le corresponda proporcionalmente).

Puede haber, pues, desigualdad, y es lógico que la haya, mayor o menor según el régimen. Eso no es obstáculo para el buen gobierno y para la libertad, siempre que esa desigualdad sea proporcional y la ley se sujete a la razón, es decir, a la verdad [práctica]. Por supuesto que para esto último es indispensable que se reconozca que existe tal verdad, que abarca al Derecho natural43.

¿Cómo, pues, podrá haber libertad en una sociedad política fundada sobre una doctrina que en el lugar del Derecho natural pone el consentimiento y la expresión de la voluntad de la mayoría de los gobernados, manifestada directamente o a través del Parlamento, como lo es la doctrina de John Locke?44 Cuando se respetan la ley y la justicia proporcional, el gobernante

... se afana para el otro, y esta es la razón de que se diga que la justicia es un bien para el prójimo, como dijimos antes. De aquí que deba dársele una recompensa, y esta es el honor y la dignidad; los que no se contentan con esto se hacen tiranos.45

A todas estas observaciones, Cicerón añade una crucial: para que haya república (que puede ser monárquica, aristocrática, democrática o mixta) es determi-

nante que se reconozca un Derecho que no está a disposición de nadie. Ni de los ricos, ni de los poderosos ni de la mayoría. Si no se reconoce ese Derecho no puede haber república, sino tiranía, aunque sea la tiranía de las turbas.46

Lo que según los clásicos es imprescindible es conservar siempre en mente que el régimen de la ciudad es un reflejo del carácter de los principales ciudadanos. Resulta absolutamente ridículo intentar legislar para obtener un régimen perfecto sin contar con la virtud. Y esto por dos razones. La primera, porque el buen régimen es precisamente aquel en que los ciudadanos son virtuosos, puesto que ese es el fin de la política, como hemos visto. Y, en segundo lugar, porque la ciudadela del alma y de las instituciones por igual está constituida por la sabiduría y la prudencia, y estas solo se pueden defender con razones sabias, como dice Platón en República VIII y IX. De nada le sirve al falso politólogo diseñar un sistema de perfecta separación de poderes si después, por ejemplo, los partidos despóticos conquistan los tres poderes. Bien sabía Manuel García Pelayo que existe un problema insoluble para esos falsos sabios que se pasan la vida diseñando sistemas tan seguros que no requieren que los hombres sean buenos:47 quis custodit custodem? Y también conocía que la solución cristiano-latina es quizá la mejor que se haya dado a este problema: los "espejos de príncipes" en que se propone a los gobernantes como modelo a Cristo, Rey del Universo; y se les recuerda que, al morir, serán juzgados por ese Juez.48

Se descubre en el abandono del saber clásico por parte de los ilustrados un rechazo de la jerarquía propia de toda sociedad política y del saber político, que ordena la estructura de cada sociedad a su bien común. Tal rechazo del saber (y de la experiencia más elemental) me parecería inexplicable si la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789, no se nos mostrara como inspirada en ideologías de filiación volteriana, como la primera aparición masiva y exitosa de una esperanza escatológica intramundana, que enmascara una voraz voluntad de poder, igual que el utopismo de Marx o Lenin49 o Mao. Se trataría de un movimiento, según apunta Barruel,50 que arrancaría con las herejías cátara, valdense y albigense, pasaría por los husitas, continuaría con los puritanos británicos, y reaparecería en el Continente europeo a partir del siglo XVIII. No es raro, pues, que recuerde fuertemente aquel lúcido fragmento de la shakespereana Troilus and Cressida, que responde a la misma época que Voegelin está comentando en el texto de la Nueva ciencia de la política transcrito al inicio de estas páginas (la Inglaterra de los siglos XVI-XVII):51

Oh, cuando se sacude la jerarquía,
que es la escalera hacia todos los altos designios,
entonces se enferma la empresa común. ¿Cómo podrían las comunidades,
subsistir en su lugar auténtico, si no es por la jerarquía
(jerarquías en las escuelas y en las hermandades de las ciudades,
el comercio pacífico desde playas separadas,
La primogenitura y el nacimiento debido,
la prerrogativa de la edad, las coronas, los cetros y laureles)?
Quita solamente la jerarquía, desafina esa cuerda
y, ¡atención!, ¡qué discordia se sigue! Todas las cosas se encuentran
en pura pugnacidad: las aguas contenidas
levantarán sus senos más altos que las orillas
y transformarán todo este sólido globo en un pantano:
La fuerza será señora de la debilidad,
y el rudo hijo matará de un golpe a su padre:
La fuerza será lo correcto; o más bien lo correcto y lo incorrecto
(entre cuyo eterno conflicto reside la justicia)
perderán sus nombres, y también la justicia lo perderá.
Y entonces todo se incluirá a sí mismo en el poder,
el poder en la voluntad, la voluntad en la concupiscencia;
y la concupiscencia, un lobo universal,
secundada así por la voluntad y el poder,
debe hacer necesariamente una presa de todo,
y finalmente tragarse a sí misma.52

Esta tendencia de la voluntad de poder a devorarlo todo y tragarse finalmente a sí misma es precisamente lo que nos muestra Barruel en su agudísima crítica a los filósofos que inspiraron la Declaración, aunque en ellos la tendencia aparece enmascarada como el anhelo de una utopía de libertad e igualdad.

Pero podemos ahora dar un paso más en el análisis de este fenómeno. El rechazo de la jerarquía política encierra en sí una rebelión contra la autoridad humana legítima (legitimada por la historia y por la justicia distributiva), y, en consecuencia, contra el Dios de quien procede toda autoridad legítima.53

Barruel muestra, precisamente, la profunda y real conexión que existe entre el sujetarse a Dios y el sujetarse a la autoridad legítima; y entre la rebelión contra Dios y la rebelión contra la autoridad legítima.54 Platón había visto en los libros IV,55 VIII y IX de su República el profundo vínculo que existe entre la templanza del alma, la armonía entre la concupiscencia y la razón, por una parte; y la templanza política, la armonía entre el pueblo y sus gobernantes, por otra. Pero la experiencia que recoge Barruel permite explorar las fuentes mismas de la templanza del alma. Así como Adán y Eva experimentaron la rebelión de sus pasiones y se dieron cuenta de que estaban desnudos tras desobedecer al mandato divino; de manera análoga, los reyes que toleraron o abrazaron la rebelión contra el orden divino experimentaron después la desobediencia del pueblo.

Pasemos revista a un par de las observaciones del abate:

En primer lugar, los medios físicos y económicos que se emplearon para destruir la piedad fueron los mismos que se usaron para promover la rebelión, y los usaron las mismas personas:

... Nada prueba esto con mayor certeza que el cuidado con el que combinaron sus ataques contra el trono con los ataques contra el altar, en la inundación de escritos anticristianos que hemos visto fluían como un torrente a través de todas las clases de la sociedad. Hubo una segunda inundación de escritos, esta vez antimonárquicos, por la cual los sofistas tenían la esperanza de sustituir el sentimiento de confianza y respeto que el pueblo tenía hacia su soberano por otro de odio y desprecio, era solo la continuación de esos medios que habían usado contra su Dios. Estos escritos salieron del mismo taller, compuestos por los mismos adeptos, celebrados, recomendados y reseñados por los mismos jefes, distribuidos con la misma profusión, vendidos al detal en ciudades y villas por los mismos agentes del club de Holbach, enviados libres de costo a los mismos maestros rurales, para comunicar el veneno de su sofística a todas las clases el pueblo, desde las más elevadas hasta las más indigentes.56

Por esta identidad de medios y de autores, prueba Barruel que los mismos sofistas que habían conspirado contra Dios habían maquinado también contra los reyes.

En segundo lugar, un penetrante magistrado, el señor Seguier, Abogado General del Parlamento de París, nos muestra en su denuncia del 18 de agosto de 1770 la profunda conexión entre la rebelión contra el Altar y la rebelión contra el Trono, que explica que las mismas personas usaran los mismos medios. Estas son sus palabras:

Se levanta en medio de nosotros una secta impía y audaz, que ha decorado su falsa sabiduría con el nombre de filosofía. [...] Debe temblar el gobierno, si tolera en su seno una secta feroz de incrédulos, que parece que solo intenta sublevar los pueblos bajo el pretexto de ilustrarlos. [...] Reuniendo todas estas producciones, se puede formar un cuerpo de doctrina corrompida, cuyo agregado prueba invenciblemente que el objeto que se han propuesto no es solamente destruir la religión cristiana. ...La impiedad no limita sus proyectos de innovación a dominar sobre los espíritus;... su genio inquieto, emprendedor y enemigo de toda dependencia, aspira a trastornar todas las constituciones políticas, y sus votos no se cumplirán . hasta que haya destruido aquella desigualdad necesaria de clases y condiciones; hasta que haya envilecido la majestad de los reyes, haya hecho precaria su autoridad y subordinada a los caprichos de una multitud ciega; y hasta que, en fin, con el favor de estas extrañas mudanzas, haya precipitado al mundo entero en la anarquía y en todos los males que le son inseparables.57

Parece haber escrito Barruel teniendo ante la vista el mismo fenómeno que tuvo Shakespeare. Y así fue, pues el gran literato conoció los inicios de la primera gran revolución propiamente moderna, la de los puritanos ingleses. Y esa revolución estaba infectada ya, de manera subrepticia, por el virus de la rebelión contra Dios, manifestado en la rebelión contra toda jerarquía, política o eclesiástica.[58] Ese virus que amenaza a la sociedad occidental, y que debe ser combatido con una restauración de la sabiduría política entre los herederos del republicanismo clásico, para evitar caer bajo las varias clases de despotismo cuya genealogía se remonta a Robespierre y Rousseau.

Conclusiones

En la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 se descubre sin mucha dificultad la directa influencia de Voltaire, Charles de Montesquieu y Jean-Jacques Rousseau, y la influencia indirecta de John Locke. Un análisis de las concepciones y propuestas de estos autores referidas a la legitimidad del gobierno, la igualdad, la libertad, la división de poderes y la necesidad de que el Parlamento apruebe los impuestos, unido dicho análisis a un examen de las situaciones histórico-políticas en que se llevaron a la práctica esas propuestas, conduce a concluir que son parroquianas. Es decir, no apuntan a la verdadera medida universal de los regímenes políticos, sino que intentan convertir una experiencia política concreta en medida universal.

Dichos análisis y examen conducen también a percibir que las propuestas de estos autores ilustrados eran en su momento, en realidad, un llamado a una revolución universal y a una universal rebelión contra las autoridades establecidas. En ambos puntos, parroquianismo y rebelión, difieren profundamente las propuestas ilustradas de las propuestas clásicas. Muy particularmente, los clásicos no proponen recetas universales, pero sí identifican principios que se pueden concretar de maneras muy diversas. Entre esos principios se halla 1) la necesidad de que en la sociedad política se respete la justicia distributiva (conforme a la cual existen desigualdades justificadas a la luz del saber político) y 2) un derecho que puede ser conocido y que no puede ser violado por nadie, ni siquiera por las mayorías; también, 3) la distinción entre seres humanos que son libres e iguales en plenitud y seres humanos que no lo son (bien sea a causa de que no han llegado al pleno uso de la razón o a que se hallan en posición de debilidad o constreñimiento, que sería antiguamente el caso de los esclavos y hoy el de los trabajadores, cuya "debilidad jurídica" es suplida por el derecho laboral); 4) que la libertad política consiste no en un imposible autogobierno, sino en que el gobierno tome sus decisiones según la razón, según el saber político, normalmente encarnado en la ley; y, además, 5) que la virtud es el fin de la república y también su mejor defensa.

Se muestra también en estas páginas que esta rebelión contra la autoridad establecida por parte de los ilustrados conduce a una peligrosa destrucción de la jerarquía política y social, movida, según las intuiciones shakespeareanas y también voegelinianas, por la voluntad de poder. Detrás de la destrucción de la jerarquía se halla, además, una rebelión contra la fuente última del orden político, que no es otra que Dios. Barruel ilustra esto con observaciones y datos preciosos, que calzan con los análisis platónicos antiguos, aunque al menos en un punto poseen mayor penetración. Por último, sería difícil explicar tanto 1) la rebelión contra toda autoridad de unos hombres sobre otros (solo es legítimo el gobierno que se base en la voluntad de los gobernados), como 2) el rechazo del saber político clásico, si no fuera porque aparecen como concreción de un nuevo tipo de esperanza escatológica intramundana, como han comprendido Eric Voegelin y Ernst Bloch.

Me parece que debo acabar estas páginas con una importante observación. Hoy en día, la retórica constitucional que usa el símbolo "derechos humanos" recibe al menos tres tradiciones diferentes, como han señalado Norberto Bobbio y Gustavo Zagrebelsky.59 Corrigiendo ligeramente a estos autores, yo diría que esas tres tradiciones son la clásico-cristiana, el liberalismo y el neomarxismo. Con el presente estudio espero haber contribuido a la comprensión del momento en que una de esas tradiciones irrumpe como una de las fuerzas estructuradoras del poder político en Occidente. Pero un esclarecimiento adecuado del panorama retórico-constitucional exigiría mostrar, además, el origen más remoto de esa misma tradición en Guillermo de Ockham, su desgajamiento a partir de la línea clásico-cristiana,60 las transformaciones que ha sufrido en los últimos doscientos años, y su confluencia e interacción con las otras dos tradiciones. Me parece que con este panorama en mente puede comprenderse con exactitud el exacto alcance de estas páginas.



Notas

1 Agustín Barruel, Memoirs Illustrating the History of Jacobinism, New York, Hartford, 1799, tomo II.

2 New York, The Knights of Columbus' Catholic Truth Committee, 1913, tomo II, p. 310.

3 Así, por ejemplo, lo califica de "jesuíta" (como casi toda la literatura reciente), cuando Barruel no logró entrar formalmente en la Compañía de Jesús. Deseó hacerlo, y entró en el Noviciado, pero los jesuitas fueron expulsados de Francia antes de que él hubiera profesado voto alguno (cfr. Dussault, "Notice sur la vie et les ouvrages d'Augustine de Barruel", pp. IV-V, en Les Helvetiennes, Paris, Librairie de la Société Typographique, 1823). Esto es lo que explica que un hombre veraz como era él hable de los jesuitas como terceras personas en el propio texto de sus Memorias que ilustran la historia del jacobinismo (Cfr. Barruel, Memoirs Illustrating the History of Jacobinism, op. cit., p. 209). Otro ejemplo de las imprecisiones de D'Annibale se encuentra en que, según ella, las Memoirs tienen cinco tomos (aunque nunca cita el quinto), y el cuarto fue publicado en 1803, lo cual es imposible, pues la traducción inglesa del mismo apareció a más tardar en Nueva York en 1799 (Cfr. Barruel, Memoirs Illustrating the History of Jacobinism, op. cit., tomo IV. También, Elisa D'Annibale, "Memorie di un gesuita: Augustin Barruel e la teoria del complotto in Italia", en Gianluca Paoluci (ed.), Illuminatismo tra Germânia e Italia nel tardo Settecento, Roma, Instituto Italiano di Studi Germanici, 2019, p. 139).

4 Cfr. Barruel, Memoirs Illustrating the History of Jacobinism, op. cit., tomo II, pp. 87 y ss.; y D'Annibale, "Memorie di un gesuita: Augustin Barruel e la teoria del complotto in Italia", op. cit., pp. 142-143.

5 He usado el texto en español publicado en la red por el Consejo Constitucional Francés: https://www.conseil-constitutionnel.fr/sites/default/files/as/root/bank_mm/espagnol/es_ddhc.pdf  (fecha de consulta: 10 de septiembre de 2021).

6 John Locke, The Two Treatises of Civil Government, London, Hollis ed., 1689. Los ha puesto a disposición del público el Liberty Fund.

7 Jean-Jacques Rousseau, The Social Contract and Discourses, New York, Dent and Sons, 1761. También lo ha puesto a disposición del público el Liberty Fund.

8 Cfr., en sentido semejante, libro II, capítulo 6.

9 Cfr. Pierre Manent, An Intellectual History of Liberalism, Princeton, Princeton University Press, 1994, pp 74-79.

10 Ibid., p. 75.

11 Como anota Pierre Manent, Rousseau, de hecho, ve el surgimiento del Estado (según la teoría lockeana) como la protección de la propiedad de los ricos con la fuerza de los pobres (cfr. An Intellectual History of Liberalism, op. cit., p. 76).

12 Esta transición hacia la "ciencia social" que se da en Montesquieu fue percibida también por Durkheim, aunque él la interpretó de una manera muy diferente. Cfr. Emile Durkheim, Montesquieu and Rousseau, Forerunners of Sociology, Ann Arbor, University of Michigan Press, pp. 51-57. Pierre Manent señala que Montesquieu fue el primero en considerar al poder como una cosa (cfr. Manent, An Intellectual History of Liberalism, op. cit., p. 55). Eric Voegelin, en su estudio sobre Helvecio, caracteriza esta transición de manera excelente: "the growth of the soul which is nourished through communication with transcendental reality is replaced by the formation of conduct through external management" (Eric Voegelin, From Enlightenment to Revolution, Durham, Duke University Press, 1977, p. 70).

13 En Montesquieu, The Complete Works of Montesquieu, London, Evans and Davis, 1777, tomo I.

14 Cfr. Libro V, Capítulo XIV, p. 80.

15 Cfr. Libro XI, Capítulo VI, pp. 198 y ss. Montesquieu se encuentra aquí bajo fuerte influencia lockeana, igual que en el libro I, capítulo 3, en el pasaje en que afirma tanto que los hombres no pueden vivir en sociedad sin algún tipo de constricción externa, como que del estado de guerra se pasa al estado político, que es donde tienen fuerza las leyes. Es impresionante que G. Klosko no perciba esto, ni siquiera cuando en las pp. 167-168 de su "Montesquieu's science of politics: Absolute values and ethical relativism in L'Esprit des lois" [Studies on Voltaire and the Eighteenth Century, 189 (1980), pp. 153-177. Transcrito en David Carrithers (ed.), Charles-Louis de Secondat, Baron de Montesquieu, New York, Routledge, 2009, pp. 159-183], comenta el citado pasaje (I 3). Me parece que D'Alambert es un lector más penetrante que Klosko, pues percibe que algunas inconsistencias del texto de Montesquieu tienen por fin velar el sentido revolucionario de la obra.

16 Montesquieu, El espíritu de las leyes, op. cit., p. 199.

17 Ibid., p. 205.

18 Libro XI, Capítulo 4, p. 197.

19 Daniel Mansuy percibe que Montesquieu usa, en El espíritu de las leyes, tres criterios diferentes al evaluar las sociedades políticas: los regímenes, que es un criterio de procedencia clásica fuertemente modificado por Montesquieu; la moderación o falta de moderación; y la libertad o falta de libertad. Pero, curiosamente, a diferencia de D'Alambert, Mansuy parece no darse cuenta de que parte de la exposición de estos criterios pretende ocultar el verdadero sentido de la obra. En las páginas 262-263, por ejemplo, Mansuy declara que Montesquieu diferencia nítidamente la monarquía del despotismo, y no señala que eso podría ser una treta para publicar su libro en Francia (Daniel Mansuy, "Liberalismo y regímenes políticos: el aporte de Montesquieu", Revista Internacional de Pensamiento Político I Época, 10 (2015), pp. 255-271). Con todo, en la nota 29 declara que "en los desarrollos posteriores Montesquieu matizará mucho la supuesta distinción radical entre monarquía y despotismo". En este último sentido, ver también p. 265.

20 Pierre Manent explica que esto ocurre porque acaba imponiéndose el principio de legitimidad por la soberanía popular, aboliendo todo o casi todo contrapeso que emane del principio monárquico (cfr. Manent, An Intellectual History of Liberalism, op. cit., pp. 54-55). Pero él intenta salvar el "espíritu" del liberalismo de Montesquieu, que supuestamente "nos mantiene satisfechos", aduciendo que la visión dinámica de la división de poderes que aparece en el libro XIX, capítulo 27, permite transferir la separación de poderes entre ejecutivo y legislativo a la convivencia pacífica dentro del legislativo de los partidos políticos de gobierno y oposición. Según él, esta oposición tornaría al compromiso entre los partidos en el verdadero soberano del sistema liberal, que puede catalogarse como un "estado de naturaleza [porque no hay una verdadera convivencia o cooperación], pero seguro" (pp. 54-55 y 62-64). Esta concepción no sería capaz de resistir la crítica marxista, porque simplemente es ciega a la verdadera naturaleza de la sociedad política. Hay una cooperación efectiva por un bien común, que consiste en la vida buena, aunque Manent no la perciba. Si Inglaterra pudo subsistir ante el embate marxista, fue gracias a que la tradición clásica y cristiana, que es consciente de esta cooperación, continuaba viva e inspiró la reacción de Michael Thomas Sadler y lord Ashley.

21 En este punto resultan sorprendentes las afirmaciones de Daniel Mansuy según las cuales la visión clásica de los regímenes políticos habría sido superada por la "moderna" de Montesquieu, porque aquella estaba "vinculada a una forma singular [la polis] que perdió su carácter explicativo de la realidad" (Mansuy, "Liberalismo y regímenes políticos: el aporte de Montesquieu", op. cit., p. 270). Lo cierto es que la reflexión platónico-aristotélica sobre la política no se ciñe a la polis griega, aunque, por supuesto, parte de la observación y experiencia de la polis, porque en ella se constituía su experiencia inmediata más temprana. Pero ellos estudiaron también al Imperio persa, al reino macedónico, a la república cartaginesa, a la sociedad egipcia y a otras formas como las tracias y escitas.

22 Uso la edición inglesa, porque encuentro mejor esta traducción que la española. La traducción del inglés es mía (Barruel, Memoirs Illustrating the History of Jacobinism, op. cit., tomo II, capítulo 2, p. 39).

23 Ibid., p. 40.

24 Este punto lo observa agudamente Durkheim en su Montesquieu and Rousseau, op. cit., pp. 116-118 y 123 y ss.

25 Esta pretensión de que la libertad política exige que el gobierno sea autogobierno es diáfana en Montesquieu. Que David Lowenthal no perciba que es ella la que establece la barrera divisoria entre Montesquieu, por una parte, y los clásicos, por otra, sería sorprendente, si no fuera porque los comentarios de Lowenthal revelan que él pasa por alto la importancia que tiene para el buen gobierno el conocimiento desinteresado de la verdad. Este es el único capaz de mostrar a la razón la regla o medida divina, en sujeción a la cual solamente, la ley puede ser la garantía de la verdadera libertad política. Me parece descubrir una cierta aversión al logos en la obra de Lowenthal, patente, sobre todo, en las pp. 278-279 de su "Montesquieu and the Classics: Republican Government and The Spirit of the Laws", in Joseph Cropsey (ed.), Ancients and Moderns. Essays on the Tradition of Political Philosophy in Honor of Leo Strauss, Basic Books, New York, 1964, pp. 258-287. (Transcrito en David Carrithers [ed.], op. cit., pp. 187-216). Tiene razón Voegelin cuando señala que la sociología, o un cierto tipo de ciencia social, no es sino "el escape positivista de la ciencia del orden" (Eric Voegelin, The New Science of Politics, The University of Chicago Press, Chicago, 1952, p. 21).

26 Jean-Jacques Rousseau, Le citoyen ou Discourse sur Veconomie politique, Ginebra, 1756, pp. 14 y 27.

27 Todo lo que se refiere a Rousseau en los dos últimos párrafos lo expone muy bien Emile Durkheim, pero de una manera apologética que sorprende en él (cfr. Emile Durkheim, Montesquieu and Rousseau, op. cit., pp. 92-234, pero especialmente, por lo que se refiere al tono apologético, pp. 103-104). En efecto, existe una cierta circularidad en el discurso rousseauniano que Durkheim parece no percibir, a pesar de la penetración del ilustre sociólogo. Tampoco señala su tinte ideológico de discurso dirigido como arma retórica revolucionaria a destruir la legitimidad de todo gobierno que se suponga basada en el saber y la verdad, acusándola de emanar de una voluntad particular que se opone al pueblo soberano.

28 Cfr. Barruel, Memoirs Illustrating the History of Jacobinism, op. cit., tomo II, pp. 41-43.

29 Alfredo Cruz Prados, basado en J. H. Elliot, y este basado en José Cepeda Adán, lo citan así: "al rey está confiada solamente la administración del reino, pero no el dominio sobre las cosas, porque los bienes y derechos del Estado son públicos y no pueden ser patrimonio particular de nadie" (Alfredo Cruz Prados, Ethos y polis, Eunsa, Pamplona, 1999, p. 310). La cita está tomada, mediatamente, de José Cepeda Adán, En torno al concepto del Estado en los Reyes Católicos, y procede supuestamente del De donationibus. Sin embargo, el original no dice esto exactamente, sino: "al rey se le ha encomendado la sola administración, no la propiedad sobre las cosas, como se dice en la Glosa [...] porque los bienes y derechos de los reinos son públicos y, por consiguiente, no se encuentran en el patrimonio de nadie [in nullius bonis sunt ...]. 'Rey' se dice por 'regir', porque debe regir las cosas y derechos del reino [...]". Y continúa después: "Por lo cual, si rige mal, ya pierde el nombre de 'rey' [...]. Por ello, si rige mal, se llama más bien tirano que rey [...]. Y, por ello, si no rige bien, los súbditos ya no están obligados a prestar sus servicios" (cfr. Juan de López y Palacios Rubios, "Commentaria et Repetitio in rubricam et Cap. Per vestras, de donationibus inter virum et uxorem", en Opera varia, Ioannem Keerbergium, Amberes, 1616, pp. 1-468, p. 334). Un poco antes, en este mismo lugar, se sostiene una doctrina todavía más cercana a la del texto: "loca et iura regni non sunt regis, sed dignitatis regalis". Una doctrina análoga puede colegirse de otros pasajes de la misma obra, que salieron de la pluma de Palacios Rubios o de Juan Bernardo Díaz de Luco. Porque se dice allí que la fuerza de la ley emana del pecho del rey (en cuanto representa a la Corona o la república, interpreto yo), pero que en los contratos el rey actúa como persona privada y debe, por tanto, sujetarse a ellos (cfr. pp. 210, columna 2; y 211, columna 1).

30 Cfr. The American Republic, New York, P. O'Shea, 1865, cap. 4.

31 Agustín Barruel, Memoirs Illustrating the History of Jacobinism, op. cit., tomo II, cap. 7, p. 124. "Sofistas" es como Barruel llamaba a los ilustrados, sobre todo los de la escuela de Voltaire.

32 Cfr. El contrato social, libro IV, capítulo 1. En este sentido, cfr. Emile Durkheim, Montesquieu and Rousseau, op. cit., p. 120.

33 En este capítulo 15 del libro III afirma Rousseau: "la soberanía no es susceptible de representación".

34 Cfr. Jean-Jacques Rousseau. El contrato social, op. cit., libro III, caps. 12, 13, 15.

35 Cfr. Barruel, Memoirs Illustrating the History of Jacobinism, op. cit., tomo II, cap. 6, pp. 113-114.

36 Ibid., p. 121, nota.

37 Ibid., p. 122.

38 Ibid., cap. 8, pp. 134-135.

39 Ibid., cap. 8, pp. 140-141.

40 Ibid., p. 142. Pasa luego a mostrar las carnicerías provocadas por los sistemas anteriores de libertad e igualdad, esos de los herejes cátaros, valdenses, albigenses, husitas, etc., que en los siglos XI-XVI bañaron a Europa en sangre humana.

41 Aristotle, Nicomachean Ethics, Oxford, Oxford University Press, 1962. Y, para la traducción castellana, Aristóteles, Ética a Nicómaco, libro V, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1949.

42 No entiendo por qué Mansuy pasa por alto que la reflexión sobre la libertad política ocupa un lugar central en la filosofía política clásica: "su liberalismo político [de Montesquieu] rechaza [...] la ciencia clásica de los regímenes (que busca la perfección humana más que la libertad individual). Lo propio de la modernidad es, entonces, la libertad política, y la filosofía debe hacerse cargo de ese nuevo criterio, con sus costos y beneficios: tal es la tarea que Montesquieu acomete en El espíritu de las leyes" (Mansuy, "Liberalismo y regímenes políticos", op. cit., p. 270). La verdadera diferencia reside en que Montesquieu intenta establecer esa libertad mediante un "mecanismo" (lo cual sí que es intuido por Mansuy, pp. 266 y 269), porque, como el demócrata de República IX, postula como "libertad" la igualdad de deseos (p. 269), en lugar del gobierno de la verdad sobre las pasiones.

43 Cfr. Carlos A. Casanova, "La verdad práctica como piedra angular de la ética", Cuadernos salmantinos de filosofía, XXXIV (2007), pp. 402-434.

44 De hecho, Locke niega la existencia de un efectivo Derecho objetivo natural o de leyes naturales (cfr. John Locke, Ensayos sobre el entendimiento humano, Madrid, Emesa, 1978, libros I, capítulo 2, §§ 12-13; II capítulo 20, § 2). Locke, por supuesto, con su gran habilidad, sostiene que no está negando que haya leyes naturales, sino solo que haya leyes innatas. Pero dice de manera explícita que no hay ley sin sanción. Esto nos permite poner el anterior pasaje en conexión con el Segundo tratado sobre el gobierno. Allí sostiene Locke dos cosas muy importantes: que en el estado de naturaleza nada garantiza que una persona que tiene razón gane en su lucha contra un agresor que no tiene razón. Pero esto equivale a decir que no existe el deber de no agredir al otro, pues no hay deber sin ley y no hay ley sin sanción. Además, dice de manera explícita que los Estados se encuentran en sus relaciones mutuas en estado de guerra de todos contra todos, en estado de naturaleza. Es decir, entre ellos no hay ley válida, porque no hay sanción que garantice o haga efectivo ningún deber.

45 Ética a Nicómaco, V 6, 1134b4-8.

46 Cfr. Cicerón, Sobre la república, Madrid, Biblioteca Clásica Gredos, 1984, pp. 140-142.

47 Cfr. T. S. Eliot, Choruses from "the Rock", VI, en The Complete Poems and Plays, 1909-1950, New York, Harcourt Brace and Company, 1980, p. 106.

48 Me refiero a la obra El Reino de Dios, arquetipo político, Madrid, Revista de Occidente, 1959.

49 Eric Voegelin, en su estudio sobre Helvecio (una de las figuras que más influencia tuvo sobre la Declaración de 1789), analiza la naturaleza de esta escatología intramundana y su carácter satánico. Establece, además, una conexión explícita con Lenin (cfr. Voegelin, From Enlightenment to Revolution, op. cit., pp. 51-52, 59, 60, 70 y 73. A su manera, Ernst Bloch hace exactamente lo mismo (cfr. Ernst Bloch, The Principle of Hope, Cambridge (Mass.), The MIT Press, 1996, tomo I, pp. 152): "what the citoyen promised is a promise which can certainly only be kept in socialism".

50 Cfr. Barruel, Memoirs Illustrating the History of Jacobinism, op. cit., pp. 131-143 y 224 y ss., por ejemplo. Yo he añadido a los puritanos ingleses.

51 Voegelin se refiere al Caso Ferrer y a una declaración del rey datada en 1543. Troylus and Cressida fue escrita en 1602.

52 William Shakespeare, Troilus and Cressida, en Complete Plays in Nine Volumes, London, William Pickering, 1825, Vol. 6, pp. 259-348, 276-277.
O, when degree is shaked,
Which is the ladder to all high designs,
Then enterprise is sick! How could communities,
Degrees in schools and brotherhoods in cities,
Peaceful commerce from dividable shores,
The primogenitive and due of birth,
Prerogative of age, crowns, sceptres, laurels,
But by degree, stand in authentic place?
Take but degree away, untune that string,
And, hark, what discord follows! each thing meets
In mere oppugnancy: the bounded waters
Should lift their bosoms higher than the shores
And make a sop of all this solid globe:
Strength should be lord of imbecility,
And the rude son should strike his father dead:
Force should be right; or rather, right and wrong,
Between whose endless jar justice resides,
Should lose their names, and so should justice too.
Then every thing includes itself in power,
Power into will, will into appetite;
And appetite, an universal wolf,
So doubly seconded with will and power,
Must make perforce an universal prey,
And last eat up himself.

53 Cfr. Juan Antonio Widow, "Non est potestas nisi a Deo", en Sobre las relaciones y límites entre naturaleza y gracia, Santiago, UST-Ril Editores, 2016, pp. 645-657.

54 Quizá el texto clásico que más se aproxime a la penetración de Barruel en este punto sea el libro X de las Leyes, donde Platón observa que el ateísmo surge de considerar que la naturaleza y el azar son anteriores al alma y la inteligencia, lo cual lleva a negar que Dios exista y, al mismo tiempo, que la ley sea fruto de un conocimiento de la verdad por parte de la razón o la justicia una realidad cognoscible intelectivamente. La ley, en esta perspectiva, sería una pura convención y la verdad exigiría rebelarse contra el orden establecido para dominar a los otros (cfr. 888b-890a).

55 En particular, 430c-432b.

56 Barruel, Memoirs Illustrating the History of Jacobinism, op. cit., tomo II, cap. 5, p. 87.

57 Ibid., pp. 103-105.

58 En el prefacio de su libro The Laws of Ecclesiastical Polity, Hooker identifica la táctica revolucionaria que se ha usado desde los tiempos de los puritanos: denunciar los vicios siempre existentes en todo régimen (y que se deben a la fragilidad humana), generalizarlos, achacarlos al gobierno eclesiástico que quieren abolir, y pasar a la ofensiva para efectivamente abolirlo, al tiempo que, por la denuncia, los denunciantes ganan fama de sabios y virtuosos, aunque en realidad no sean una cosa ni la otra. Cfr. Richard Hooker, The Laws of Ecclesiastical Polity, Londres, impreso para John Walthoe, George Conyers, James Knapton, Robert Knaplock, J. and B. Sprint, 'Dalt. Midwinter, Bernard Lintot, Benj. Cowse, William Taylor, W. and T. Innys, John Osbome, Ranew Robinson, Sam Tooke Tho Wotton', 1723, desde la Epístola Dedicatoria, p. VIII. Especialmente, pp. LXVII-LXVIII."

59 Cfr. Gustavo Zagrebelsky, El derecho dúctil, Valladolid, Trotta, 1997, pp. 75-92.

60 De esto me he ocupado en dos artículos previos: "Guillermo de Ockham y el origen de la concepción nominalista de los derechos subjetivos", Cauriensia XI (2016), 113-140; y "¿Era Francisco de Vitoria un nominalista?", Scripta Medievalia 12/2 (2019), 67-99.




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