LA OBJETIVIDAD DE LAS CREENCIAS, EL DESACUERDO
RAZONABLE Y LADELIBERACIÓN POLÍTICA*
THE OBJECTIVITY OF BELIEFS, REASONABLE DISAGREEMENT AND
POLITICAL DELIBERATION
Recibido agosto 4 de 2011, Aprobado noviembre 18 de 2011
Felipe Oliveira de Sousa
Doctorando en Filosofía del Derecho. Investigador asociado, al grupo CNPq.
f.oliveira-de-sousa@sms.ed.ac.uk.
Agradezco a Luis Fernando Barzotto, Nelson Boeira, Juan Cianciardo y Martín Aldao por las críticas a una versión anterior de este texto. Agradezco también a Brenda Maffei por la revisión lingüística. El argumento presentado resulta de las discusiones realizadas en el grupo “Derecho y Filosofía” registrado en el Consejo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico (CNPq, Brasil).
Resumen El presente trabajo es parte de un argumento más amplio que busca articular una justificación para la autoridad política (y del Derecho). Los objetivos del texto son dos: investigar el papel de la verdad en el argumento político y exponer el problema del desacuerdo razonable. De modo más preciso, el argumento se concentra en la posibilidad de la deliberación política como fase preliminar de la toma de decisiones políticas. Ella tiene que ver con una confrontación entre varias creencias sustantivas incompatibles que, sin embargo, parecen todas razonables ¿Cómo pueden ciudadanos con creencias incompatibles participar en un emprendimiento común de justificación mutua de esas creencias? Esa es la cuestión principal. Palabras clave Creencias, objetividad, verdad, desacuerdo razonable, deliberación política. |
Abstract This paper is part of a broader argument that seeks to offer a justification for political (and law’s) authority. The aims here are two-fold: to investigate the role of truth in political argument and to place the problem of reasonable disagreement. More precisely, the argument focuses on the possibility of political deliberation. Political deliberation figures as a preliminary stage of political decision-making. It has to do with a confrontation between various incompatible substantive beliefs which, in despite of this, seem to be all reasonable. How can citizens holding incompatible beliefs engage in a common enterprise of justifying them to one another? That is the main question. Key words Beliefs, objectivity, truth, reasonable disagreement, political deliberation. |
Sumario: 1. Preliminares: el dilema entre la verdad y el conflicto político; 2. La objetividad de las creencias y el desacuerdo razonable; 2.1 La falibilidad de las creencias como presupuesto lógico; 2.2 El argumento de la base común (common ground) y la deliberación política; 2.3 El problema del desacuerdo razonable; 2.4 Creencia, razonabilidad y verdad; 3. Conclusión; Bibliografía.
1. Preliminares: el dilema entre la verdad y el conflicto político
“No hay distinciones difíciles entre lo que es real y lo que es irreal, ni entre lo que es
verdadero y lo que es falso. Una cosa no es necesariamente verdadera o falsa; ella
puede ser tanto verdadera como falsa. Creo que esas aserciones aún tienen sentido
y aún se aplican a la investigación de la realidad por medio del arte. Entonces, como
escritor me pongo adelante de ellas, pero como ciudadano no puedo hacerlo. Como
ciudadano, debo preguntar: ¿Qué es verdadero? ¿Qué es falso?”1
.
Buena parte de la discusión contemporánea sobre la justificación de la autoridad
política está basada en dos argumentos principales. Uno se refiere a la dimensión
sustantiva: la autoridad es justificada por la corrección moral de sus resultados.
No importa cómo se producen esos resultados. Sin embargo, es claro que debemos
hacer lo mejor para estructurar los procedimientos legislativos a fin de elevar las
posibilidades de producir leyes sustantivamente justas o correctas. Eso, sin embargo,
no es suficiente. La idea de cuál resultado debe generar el procedimiento
será siempre independiente del procedimiento mismo. Y el argumento sostiene
que debemos perseguir solo aquellos resultados que son sustantivamente justos
o correctos: el procedimiento en sí mismo no debe tener fuerza normativa. Todo lo
que importa es la corrección moral de los resultados. El segundo argumento, por
el contrario, enfoca la dimensión procedimental, y enuncia que hay discordancia
sobre la corrección moral o sustantiva de nuestras leyes. Por esa razón, todo lo
que debe importar es la equidad (fairness) del proceso de toma de decisión legislativa.
La corrección sustantiva no es ni necesaria ni suficiente para la normatividad
de nuestras leyes. Los procedimientos en sí mismos deben darnos razón
para seguir los resultados sin considerar nuestro acuerdo o desacuerdo sobre su
corrección moral. En los últimos años, el debate es guiado por lo que John Rawls
ha llamado de “hecho del pluralismo razonable” (the fact of reasonable pluralism),
idea que presenta en su obra Political Liberalism. En las sociedades democráticas
modernas, sostiene Rawls, hay una “diversidad de doctrinas morales, filosóficas
y religiosas comprensivas y razonables” que “son afirmadas por los ciudadanos
razonables de las sociedades democráticas”. Ese pluralismo razonable no es “una
mera condición histórica que irá a desaparecer rápidamente; más bien, es una
característica permanente de la cultura pública de la democracia”2
. En sí mismo,el hecho del pluralismo no es sorprendente, pero el hecho de que hay “…muchas
doctrinas comprensivas razonables afirmadas por personas razonables puede parecer
sorprendente, una vez que nos apetece ver que la razón conduce a la verdad
y pensar la verdad como una”3
.
El pluralismo, como enunciado del liberalismo político moderno, se refiere a la
predecible inhabilidad de las personas razonables para llegar a acuerdos sobre
una concepción comprensiva de lo bueno4
. ¿Cómo pueden personas razonables
tener diferentes concepciones comprensivas sobre lo bueno que, a pesar de incompatibles,
no estén necesariamente erradas? ¿Cómo puede eso ajustarse a nuestra
noción de que la razón lleva a la verdad, y de que la verdad es única? Esas son las
cuestiones cruciales. El liberalismo político ha articulado respuestas bien conocidas.
La verdad no es todo lo que importa en comunidades pluralistas. Incluso
concepciones comprensivas verdaderas sobre lo bueno pueden no ser admitidas,
salvo cuando puedan ser aceptadas por todos los ciudadanos razonables. En el
contexto de la política, lo que realmente debe importar es la razonabilidad y no la
verdad. “La idea de lo razonable es más adecuada como parte de la base de justificación
pública […] que la idea de la verdad moral”5
. Ninguna persona puede,
legítimamente, ser moralmente requerida a seguir la autoridad política a menos
que existan razones suficientes que no violen sus convicciones morales razonables,
sean ellas verdaderas o falsas, correctas o erradas. El liberalismo político,
como enuncia Rawls, “no necesita ir más allá de su concepción de un juicio razonable
y puede dejar el concepto de un juicio moral verdadero para doctrinas
comprensivas”6
.
El objetivo de este texto es identificar algunas dificultades en ese tipo de explicación
para comprender la política en general y, en particular, para comprender la
deliberación política como un diálogo razonado entre ciudadanos que buscan la
verdad. Desde el comienzo se debe hacer énfasis en que la dificultad levantada
por el pluralismo no está limitada al contexto de la política. El pluralismo puede
también desafiar la vida moral en general, cuando los agentes morales necesitan
enfrentar elecciones sobre cómo vivir una vida buena. Uno puede, por ejemplo,
pensar que el pluralismo es una explicación controvertida sobre la naturaleza de
lo que es bueno en sí mismo, de acuerdo con la cual en la vida moral no hay un
valor objetivo último de un solo tipo, sino que este es de muchos tipos. Con frecuencia
tenemos pretensiones morales sobre nuestras propias vidas que, a pesar
de ser todas razonables e igualmente importantes, son incompatibles entre
sí. Hay muchas formas a partir de las cuales podemos considerar nuestras vidas
como valiosas o dignas de ser vividas; y, de modo más problemático, no es posible
articular una explicación sobre dichas formas a partir de la idea de que todas
expresan o promueven un único tipo de bien. No hay una medida común para
comparar a todos; o, como algunos afirman, ellos se refieren a valores inconmensurables.
En consecuencia, un agente moral no debe esperar de manera razonable que la cuestión de cómo debe vivir tenga un sola respuesta verdadera. Teniendo
en cuenta la pluralidad de valores, lo que es una vida buena para él puede razonablemente
tener más de una respuesta verdadera. “Hay una pluralidad de fines
objetivos últimos que personas razonables pueden perseguir, y que de hecho no
son en muchos casos mutuamente realizables, pero confrontantes”7
. Isaiah Berlin,
en un texto conocido, enuncia el reconocimiento –a veces trágico– de ese hecho
para la vida moral:
“… concebir la vida como promoviendo una pluralidad de valores, igualmente genuinos, igualmente últimos, sobre todo igualmente objetivos, incapaces, por lo tanto, de ser ordenados en una jerarquía atemporal, o juzgados en los términos de algún criterio absoluto […] no implica el relativismo de los valores, solo la noción de una pluralidad de valores no estructurada jerárquicamente la cual, es claro, implica la permanente posibilidad de un conflicto inevitable entre valores”
8
.
El pluralismo, en ese sentido, desafía la vida moral de cualquier agente con la
permanente posibilidad de un conflicto inevitable entre valores. Y el problema
principal es que esos valores, a pesar de ser igualmente últimos, no derivan de
una forma singular de bien. En virtud de ese pluralismo, ¿cómo puede un agente
moral elegir un tipo de vida más que otro? El desafío del pluralismo no se deriva
necesariamente de una visión del mundo típicamente moderna. Es algo que, en
alguna medida, es intrínseco a nuestra naturaleza reflexiva como seres humanos:
en algunos momentos de nuestras vidas muchos de nosotros enfrentamos la necesidad
de hacer elecciones –difíciles– entre modos igualmente valiosos de vivir
una vida buena; elecciones que, en un sentido relevante, definen el tipo de personas
que somos y que seremos. No obstante, aplicado al contexto de la política el
pluralismo ha asumido una función muy distinta en la cultura moderna. Como
algunos ahora piensan, el hecho del pluralismo razonable parece socavar la justificación
de la autoridad política. Si hay muchas doctrinas morales concurrentes que
son igualmente razonables, no se debería esperar que exista una “única verdad”
o una “razón correcta”. En virtud de eso, la legitimidad de la autoridad política no
puede basarse en la corrección o la verdad de sus juicios morales. Frente al pluralismo razonable, la legitimidad política no puede ser puramente sustantiva. Si
la autoridad política estuviera basada solo en criterios sustantivos, difícilmente
sería considerada legítima por un número suficiente de ciudadanos. El carácter
vinculante de sus leyes debe derivar, al menos parcialmente, del procedimiento de decisión. En sociedades como las nuestras –establece el argumento-padrón–, la
autoridad política debe ser justificada por sus méritos formales y no sustantivos.
Joshua Cohen, por ejemplo, enuncia la dificultad del pluralismo para la democracia:
“La democracia no es simplemente un problema de vivir juntos, pero idealmente al menos, es una sociedad de iguales, cuyos miembros deciden cómo vivir en comunidad. Personas que discuerdan fundamentalmente, sin embargo, tienen problemas esas decisiones en conjunto”
9
.
En virtud de eso, uno puede legítimamente cuestionar: ¿Es el ideal de democracia
realmente compatible con el desacuerdo profundo en cuestiones sustantivas?¿Cómo puede la verdad servir de base para la justificación de la autoridad política
en comunidades donde las personas discuerdan –y lo hacen de modo radical–
sobre cuestiones políticas y morales fundamentales? ¿Cómo actuar juntos si
discordamos radicalmente sobre cómo debemos actuar? A primera vista, el resultado
del pluralismo razonable sería alguna versión de anarquismo filosófico10
. Si
el desacuerdo es radical, entonces no hay ningún modo de decidir juntos sobre
cómo vivir en comunidad: no hay un orden político que sea obligatorio para todos
los ciudadanos, o que pueda ser implementado y ejecutado de la manera debida11
. La política no debe ser vista como un espacio donde ciudadanos realizan un
diálogo razonado en dirección a un acuerdo sustantivo: por el contrario, debe ser
vista como un espacio donde hay una tensión entre opiniones subjetivas que enfrentan
constantemente la necesidad de una decisión. La política, en esa visión,
es un problema de elección arbitraria entre valores igualmente fundamentales e
inconmensurables. En esas circunstancias, el anarquista argumenta que la justificación
de la autoridad política sería simplemente imposible: es muy improbable
que una solución sustantiva sea también legítima, y entonces uno tendrá que
elegir entre un gobierno ilegítimo o ningún gobierno. De esa línea argumentativa
se sigue que solo podemos convivir con el pluralismo de valores en la política a
través de la elección arbitraria y autoritaria, y no a través de un diálogo razonado.
El pluralismo razonable está usualmente asociado a una actitud pesimista o escéptica
con relación a la verdad en el argumento político. Un pesimista podría
sostener que, en sociedades como las nuestras, muchos de los sujetos que apelan
a la verdad pretenden ponerse en una posición de superioridad frente a los demás.
En la deliberación política, la apelación a la “razón correcta” o a la “verdad”
puede ser un modo de oprimir a los otros. Personas que se juzgan a sí mismas
superiores pretenden un acceso privilegiado a la verdad. En virtud de eso, toman
sus propias creencias como criterio de verdad de las creencias de los otros: solo
creencias compatibles con las suyas pueden ser verdaderas o correctas. Las apelaciones
a la verdad, argumenta el pesimista, implican una actitud intolerante y
antidemocrática: las personas demuestran una falta de disposición a dar razones
para justificar sus propias creencias. “Apelaciones directas a la verdad que se sobreponen
a las creencias de quien apela […] son casos inaceptables de dogmatismo
o manipulación”12
. Thomas Hobbes, en un aparte bien conocido de su Leviathan,
sostiene ese argumento: “Cuando los hombres piensan que son más sabios que
todos los demás, reclaman e invocan la razón correcta como juez, pretenden que se
determinen las cosas, no por la razón de otros hombres, sino por la suya propia”13
.
En general, del pesimismo puede seguirse una conclusión bastante radical: acudir
a la verdad implica la negación de la política ¿Por qué deberíamos conferir un
espacio a la verdad en la política si apelaciones a la verdad implican intolerancia
y exclusividad? “Sostener una concepción política como verdadera, y por ese solo
argumento, la única base adecuada para la razón pública, es exclusivo, incluso
sectario, y torna probable la división política”14
. “La manifestación de pretensiones
de verdad es, entonces, conflictiva: ella socava la razón pública y entra en conflicto
con la igualdad en el argumento político público que promete la democracia”15
.
Hannah Arendt también hace explícito el problema al enunciar que pretensiones
de verdad, en la deliberación política, implican hostilidad y desacuerdo entre los
individuos:
“... la verdad factual, como cualquier otra verdad, pretende ser reconocida perentoriamente e impide el debate, debate ese que constituye la esencia misma de la vida política. Los modos de pensamiento y comunicación que lidian con la verdad, vistos desde la perspectiva política, son necesariamente dominadores; no llevan en consideración las opiniones de las otras personas, y tomarlas en consideración es
la marca de todo pensamiento político en sentido estricto”16
.
No muy distante de esa línea de argumento se puede encontrar un escepticismo
con relación a la verdad. Si apelar a la verdad implica la negación de la política,
entonces el único modo de vivir políticamente sería negar la idea misma de una
verdad objetiva: no hay posibilidad de distinguir objetivamente entre creencias o
decisiones verdaderas y falsas, correctas y erradas, justas e injustas. La visión de
cada uno es solo su visión. Otros tendrán visiones confrontantes, y no hay mucho
más qué decir sobre la cuestión. Para un escéptico, las creencias son meramente“subjetivas” y no corresponden a nada fuera de ellas mismas: no hay un mundo
público o común, un mundo compartido por todos. En consecuencia, ningún
enunciado sobre ese mundo puede ser objetivamente verdadero (es decir, verdadero
para todos). La corrección de las decisiones políticas no puede ser evaluada
por una verdad situada fuera de ellas mismas: esa verdad, sostiene el escéptico,
no existe. La práctica política solo es posible cuando los ciudadanos niegan una
pretensión de verdad para sus propias creencias. En general, la conclusión escéptica
es muy similar a la pesimista. La verdad es irrelevante para la política: la
existencia de la política depende de la negación de la verdad17
.
En resumen, enfrentamos un aparente dilema: para el pesimista, la verdad implica
la negación de la política (ella torna la política irrelevante); para el escéptico, la política implica la negación de la verdad (ella torna la verdad irrelevante). Ambas
posiciones llegan a una misma conclusión: vivir en comunidad solo sería posible
si la verdad no tuviera ningún papel en el argumento político. “La normatividad
moral no existe, o al menos es políticamente irrelevante […] o no hay normatividad
en lo político, o al menos es moralmente irrelevante”18
. En ambas posiciones
la legitimidad política no tendría ninguna relación con la verdad. Para un pesimista,
las apelaciones a la verdad implican autoritarismo: ellas solo provocan
desacuerdo e impiden el diálogo mutuo entre los individuos. Para un escéptico,
no hay una verdad a partir de la cual podamos juzgar la corrección de los juicios
políticos. La conclusión es la misma: de un modo o de otro, la deliberación política
es un sin-sentido.
Mi argumento busca superar ese dilema inicial. Es parte de un argumento más
amplio que intenta articular una justificación para la autoridad política (y del
Derecho)19
. Los objetivos de este texto son dos: investigar el papel de la verdad
en el argumento político y exponer el problema del desacuerdo razonable. El argumento
se refiere a la posibilidad de la deliberación política, la cual es una fase
preliminar de la toma de decisión política. Ella tiene que ver con una confrontación
entre varias creencias sustantivas incompatibles que, sin embargo, parecen todas
razonables. Para participar en la deliberación política los ciudadanos necesitan
proceder a partir de alguna base común (common ground). En parte, el problema de
la política tiene que ver con el modo en que cada uno trata sus propias creencias
y las de los otros en el proceso deliberativo. La verdad opera como un criterio de
corrección interno y externo en la deliberación política; quien aspira a participar
en ella no solo pretende que el resultado a que se llegue sea correcto o verdadero: también pretende, en principio, que ese resultado pueda ser reconocido como
tal por todos. Solo podemos deliberar si presuponemos la posibilidad de que una
decisión justificada sea correcta o errada, y, sobre la base de eso, internamente
nos guiamos en dirección al objetivo de la verdad. Participar sinceramente en la
deliberación política es, para un ciudadano, presentar razones que, según él piensa,
los otros deben aceptar. Y si persisten en el argumento, eso significa aceptar
la posibilidad de que al final las mismas consideraciones convencerán a todos20
.
2. La objetividad de las creencias y el desacuerdo razonable
“Quiero decir: no es que en algunos puntos los hombres sepan la verdad con perfecta
certeza. No: la perfecta certeza es solo una cuestión de su actitud”21
.
2.1 La falibilidad de las creencias como presupuesto lógico
Este texto articula una reflexión sobre la posibilidad de la deliberación política.
Como se ha visto brevemente, algunas de las cuestiones cruciales son: ¿Es la deliberación
política posible? ¿Cómo pueden ciudadanos con creencias incompatibles
participar en un emprendimiento común para justificar mutuamente esas
creencias? Una posible respuesta sería: solo alguien que reconoce la posibilidad
de error en sus propias creencias podría usarlas en la deliberación política; es decir,
solo alguien que presupone una verdad fuera de sus propias creencias puede
pretender (política) de que esas creencias sean verdaderas o correctas. Esa conclusión
parece natural. Sin embargo, ella presenta algunas dificultades. Cuando
alguien declara “Yo creo en p”, está manifestando “Yo creo que p es verdadero”. El
acto de afirmar que p (es el caso) implica que “uno está afirmando también que
uno acepta (cree) que p es verdadero (es correcto, es el caso)”22
¿Cómo, entonces,
podría él expresar su creencia en p y, al mismo tiempo, afirmar que su creencia
puede estar errada (“Yo creo en p, pero esa creencia puede estar errada”)? “Claro,
si yo creo en algo creo que es verdadero. Puedo reconocer la posibilidad de que
lo que creo pueda ser falso, pero no puedo con respecto a cualquier creencia mía
particular, en el presente, pensar que esa posibilidad sea realizada”23
.
Una salida para ese problema sería enunciar una obviedad: el reconocimiento de
la falibilidad es una precondición lógica de la posibilidad de creer en algo. Alguien
solo puede tener una creencia si asume una distinción entre su creencia en p y
el hecho de que ella es verdadera. Si no hay esa distancia, el agente no podría
tener siquiera la posibilidad de formar cualquier creencia: solo puede existir una
creencia verdadera en que p (es el caso) si es también posible una creencia falsa
en p. “Los prerrequisitos lógicos de la capacidad de creer incluyen el reconocimiento
de la posibilidad de error y un reconocimiento imparcial u objetivo de ese
error”24
. De esa obviedad se sigue que cuando un agente declara “Yo creo en p”,
él no enuncia que su creencia es infalible sino que él, de hecho, no cree que su
creencia esté errada; es decir, frente a las evidencias, él no puede identificar ninguna
razón para no confiar en la corrección de su creencia. En otras palabras: el
hecho de mi creencia no cuenta en favor de su propia verdad. Que yo creo en p
solo significa que no puedo pensar en cualquier argumento que sea una refutación
decisiva de esa creencia. Como Dworkin sostiene: “Si usted no puede dejar de
creer en algo, regularmente y sinceramente, es mejor creerlo (you’d better believe
it)”25
. El argumento marca una diferencia entre la certeza justificada y la infalibilidad
de una creencia: no hay necesariamente un problema con un agente que, al
mismo tiempo, profiere “Yo creo en p” y admite la posibilidad de que esa creencia
esté errada. Él puede admitir la posibilidad de error y, sin embargo, estar seguro
de la verdad de su creencia.
Esa obviedad señala un importante punto para el argumento de este texto. Si,
por necesidad lógica, hay una distinción entre la creencia de alguien y el hecho
de que sea verdadera, entonces un agente que en la deliberación política toma su
propia creencia como el criterio de corrección de las de los otros no puede estar
apelando a la verdad de su creencia. Uno apela a esta “solo si reconoce que puede
estar errado sobre la base de criterios objetivos e imparciales”26
, es decir, solo
si reconoce la existencia de una verdad que está fuera de sus propias creencias. “Tengo que admitir que puedo estar errado a partir de algunos criterios que aquellos
que discuerdan de mí, pero que también están comprometidos con el punto
de vista impersonal, puedan también reconocer”27
. Uno no puede decir “Yo creo
en p” sin al mismo tiempo comprometerse con la proposición “p es verdadero”. Él
debe reconocer que hay una distinción entre su creencia en que p (es el caso) y el
hecho de que ella sea verdadera: si no fuera así, su creencia sería verdadera no
porque está conforme a la verdad, sino porque es la verdad. No existiría ninguna
diferencia entre la apelación a su creencia y la apelación a la verdad de la misma28
. El argumento concluye que la verdad opera como un criterio de corrección
para las creencias de un agente: aunque él pueda creer en p sin deliberar sobre
si p (es verdadero), cuando delibera sobre si debe o no creer en p, él intenta determinar
si p es verdadero.
2.2 El argumento de la base común (common ground) y la deliberación política
A pesar de su plausibilidad, ese argumento solo resuelve parte del problema. De
hecho, un agente que no admite lógicamente la posibilidad de error en sus creencias
no puede siquiera pretender que esas creencias sean verdaderas. Como se ha
expuesto, reconocer la falibilidad en ese sentido no significa necesariamente queél está inseguro sobre la verdad de su creencia. El argumento afirma solo que el
agente considera que la verdad de su creencia está fuera de la creencia misma.
La certeza epistémica es solo una cuestión de grado: cualquier agente puede estar
más o menos seguro sobre la verdad de sus creencias. Él reconoce que por más
seguro que pueda estar, desde el punto de vista lógico, su creencia puede estar
errada. El problema, sin embargo, no es meramente lógico. Puede depender, por
ejemplo, de algunos trazos subjetivos del agente mismo. Un agente puede ser el
tipo de persona que valora la virtud de la duda, y piensa que, por más seguro que
pueda estar, siempre debe ejercitar una actitud de humildad epistémica con relación
a sus creencias 29
. Ese, sin embargo, no es el único caso posible. Un agente
puede ser el tipo de persona que no valora ese tipo de actitud. Él puede sentirse tan orgulloso de sí mismo que, independientemente de la verdad o falsedad de
sus creencias, no admite la posibilidad de estar errado y los otros en lo cierto. Él
pretende estar tan seguro de la verdad como para asumir que solo sus creencias
son verdaderas, es decir, que las de los otros, incompatibles con las suyas, no
pueden ser verdaderas o correctas. Rawls, por ejemplo, escribe: “Claro, aquellos
que insisten en sus creencias también insisten que solo estas son verdaderas:
ellos imponen sus creencias porque, dicen, son verdaderas y no porque son sus
creencias”30
. Como Hobbes ha sugerido, sin embargo, ese no es el caso más radical
en la deliberación política. Un agente puede también pensar que tiene un acceso
privilegiado a la verdad práctica. Dado el tipo de persona que es, él simplemente
no puede aceptar la posibilidad de estar errado: impone sus creencias no solo
porque son verdaderas sino, sobre todo, porque son sus creencias. En virtud de
su orgullo, él no está dispuesto a reconocer cualquier error racional en ellas, incluso
si fuera un error muy claro. En ese caso, el problema va más allá de la falta
de información o de la mera racionalidad: lo que está errado con el agente es que
algunos de sus trazos subjetivos afectan el modo como él delibera. Dado el tipo
de persona que es, él no está subjetivamente dispuesto a creer en cosas en las
cuales debería racionalmente creer 31
.
En esos términos, el problema de la deliberación política no está solo en la actitud
epistémica del agente con relación a sus propias creencias; está también –y
sobre todo– en su actitud con relación a las creencias incompatibles de los otros.
Waldron, por ejemplo, argumenta que el problema tiene que ver “con el modo en
que tratamos las creencias de los otros […] en circunstancias donde ninguna de
ellas es autoverificadora (self-certifying), y no con el modo en que tratamos la verdad
[…] en sí misma (que, después de todo, nunca surge en la política in propia
persona, pero solo […] en la forma de la creencia controvertida de alguien)”32
. Y
mucho del problema depende del tipo de persona que cada uno de nosotros realmente
es. Entonces, algunas de las cuestiones relevantes son: ¿Qué tipo de actitud
se debe tener con relación a las propias creencias en la deliberación política? ¿Cómo se puede pretender que dichas creencias sean verdaderas sin que, al mismo
tiempo, tome la propia razón como juez de las creencias de los otros? ¿Qué tipo
de persona se debe ser para levantar pretensiones de verdad en la discusión pública
sin ser autoritario? En términos generales, la respuesta es: en el argumento
político, por más convencido que uno esté de que sus creencias son verdaderas,
debe considerarlas solo como creencias que pretenden ser verdaderas, y no como
verdades propiamente dichas. “En ciertos contextos estoy restringido a considerar
mis creencias meramente como creencias más que como verdades, por más
convencido que pueda estar de que son verdaderas, y de que yo sepa eso”33
. Para
formular ese argumento, Nagel articula la noción de una base común de justificación
(common ground of justification). Él escribe:
“Debe ser posible presentar a los otros la base de sus propias creencias, de modo que una vez hecho eso, ellos tienen lo que usted tiene, y pueden llegar a un juicio sobre la misma base. Eso no es posible si parte de la fuente de su convicción es fe o revelación personal, porque reportar su fe o revelación a otra persona no es darle lo que usted tiene, como cuando usted le muestra su evidencia o le da sus argumentos”
34
.
En resumen, el argumento de Nagel es el siguiente: aquel que expresa una creencia,
políticamente, debe presuponer la existencia de razones que, primero, justifican
(objetivamente) la corrección de su creencia; y segundo, pueden ser reconocidas
y evaluadas por cualquiera que intente justificarla. Es claro que, en algunos contextos,
uno puede legítimamente decir que cree en algo sin saber cómo o porque él cree en eso. La posibilidad de que un agente tenga creencias verdaderas sin ser
capaz de darles una justificación racional explícita es inherente al modo en que
las personas interactúan con el mundo 35
. Nagel no intenta negar eso. Su propósito
es sostener que al menos en la deliberación política la afirmación de una creencia
supone que hay razones –en principio válidas tanto para quien las expresa como
para quien ella es expresada– en virtud de las cuales la creencia puede ser objetivamente
justificada. Mi creencia en que p (es el caso) es una creencia en que la
proposición “p (es el caso)” es la que mejor refleja la balanza de razones relevantes.
Debo también asumir que, en principio, cualquiera debería llegar a la misma
conclusión que yo. “Creer sobre la base de una consideración racional es creer
sobre la base de una consideración que pueda guiar las creencias de cualquier
creyente racional (rational believer), y que se refiera a una creencia sobre el mundo
público, compartido”36
. Ese argumento puede ser enunciado de otro modo. En la
deliberación política, si los agentes que no comparten mi creencia están errados,
entonces debe existir alguna explicación para sus errores que no sea circular: la
explicación no debe ser reducida a la mera afirmación de que ellos no creen en la
verdad (es decir, en lo que yo creo). Debe ser posible explicar la falsedad de sus
creencias por errores en la evidencia disponible o en las conclusiones que ellos
derivan de ellas 37
. En otras palabras: debe ser posible explicar los errores por referencia
a criterios que puedan ser reconocidos por todos, es decir, por cualquiera,
incluso los que discuerdan de mí. “Debemos tener bases independientes identificables
en las circunstancias particulares. […] Esas bases deben también ser, en
principio, reconocibles por los que discuerdan de nosotros”38
.
Como enunciado, el argumento de la base común no implica necesariamente que
la deliberación política solo es posible cuando, de hecho, hay una base común
(un mundo público, compartido). Es claro que, si no hay ninguna base común, no
existiría ningún desacuerdo genuino: los participantes pueden creer que están deliberando
conjuntamente, pero ellos no lo están. En ese caso, sus creencias en la
existencia de una base común serían falsas y su desacuerdo sería solo aparente 39
.
Entonces, puede ser que la existencia real de una base común sea una condición
necesaria para la deliberación política. Hasta ahora, sin embargo, el argumento
no sugiere esa pretensión. Él solo presupone una afirmación más minimalista la
cual, en sí misma, no es ni una condición suficiente ni necesaria para la deliberación
política: un ciudadano, para deliberar con los otros, debe al menos actuar
como si existiera una base común; debe creer que sus creencias (y las de los otros)
pueden ser justificadas de un modo objetivo por referencia a ellas. “Uno no siempre
puede tener la información necesaria para dar [esa justificación objetiva], pero uno
debe creer que hay una, y que la justificabilidad de su propia creencia resistirá a
un completo examen de las razones que la sostienen”40
. Suponer la existencia de
una justificación objetiva no lo compromete a uno a dar una justificación completa para sus creencias: solo lo compromete a creer, sinceramente, que las razones
que daría para justificar su creencia son suficientes y son razones que él puede
razonablemente esperar que otros las acepten. Esa es una posible formulación
del principio de la legitimidad política propuesto por Rawls. La política en una sociedad
democrática, como él argumenta, “no puede nunca ser guiada por lo que
vemos como toda la verdad (the whole truth)”41
. Guiarse sobre la base de toda la
verdad significa guiarse por razones que no podemos razonablemente esperar que
todos acepten. Las apelaciones a “toda la verdad” son conflictivas y exclusivistas.
Ellas solo provocan desacuerdo y dejan la deliberación política sin base común.
2.3 El problema del desacuerdo razonable
La existencia de una base común –es decir, de la posibilidad de dar a los otros lo
que usted tiene– es lo que garantiza incluso la posibilidad de la deliberación política:
debe existir algo que no es ni una apelación a las creencias personales, ni
una apelación a creencias compartidas por todos. Si el agente solo puede apelar
a sus creencias personales, entonces no hay ninguna verdad a partir de la cual
estas sean verdaderas o correctas. Si, por otro lado, solo pudiésemos apelar a lo
que parece ser el caso para todos, no habría desacuerdo o creencias controvertidas.
Las personas deben apelar “no meramente a sus creencias subjetivas, personales,
sino a una razón común que está disponible a cualquiera y que puede ser invocada
por cualquiera aunque no todos interpreten sus resultados del mismo modo”42
. Sin
esa base común, el desacuerdo entre los individuos sería lógicamente imposible:
se reduciría a una mera confrontación entre convicciones morales conflictivas y
subjetivas. Sería, en los términos de Nagel, un problema de “fe o revelación personal”.
“Un desacuerdo que cae sobre la base común objetiva debe estar abierto a
la posibilidad de su investigación y búsqueda, y no debe finalmente transformarse
en una pura confrontación entre puntos de vista personales incompatibles”43
.
La existencia de esa base común no asegura un acuerdo real; no significa que las
personas llegarán fácilmente a un acuerdo o incluso que ellas llegarán a cualquier acuerdo. La base común es solo una condición necesaria para la posibilidad
de la deliberación política: ella torna el desacuerdo inteligible. Su existencia, en
el desacuerdo político, no implica que solo una de las creencias en conflicto sea
razonable. Uno puede pensar que sus creencias están justificadas a partir de la
base común objetiva y, al mismo tiempo, reconocer que otros, frente a la misma
base, pueden formar creencias incompatibles con las suyas propias sin que sean
irracionales. “Puedo sostener una creencia para la cual estoy dispuesto a dar una
justificación objetiva, adecuada al dominio público, en tanto reconozco que otros
que consideran esa justificación y aun así rechazan las creencias no son irracionales
o irrazonables, aunque yo piense que están errados”44
. Esa afirmación parece
implicar una paradoja: ¿Cómo puedo creer en algo si yo pienso que otros, frente
a los mismos argumentos, pueden razonablemente rechazar esa creencia? ¿Cómo
puedo creer en p y simultáneamente pensar que sería razonable no creer en p?
La paradoja está en el hecho de que aquel que forma una creencia está comprometido
a no creer en su contradictorio: el mismo agente no puede proferir “p es el
caso, pero creo que p no es el caso”. Quien afirma que p es el caso está comprometido
a la proposición “(Yo creo) que p es el caso” (actitud proposicional de verdad),
incluso cuando p no es de hecho el caso. Es parte de la noción de una afirmación
que cuando uno afirma algo, pretende que ese algo sea verdadero, incluso cuando
de hecho no cree en lo que afirma. El agente que afirma p y, al mismo tiempo,
niega lo que afirma incurre en una falla conceptual: hay una contradicción entre el
acto de afirmar p y el acto de proferir “p es el caso, pero creo que p no es el caso”45
.
Finnis, por ejemplo, argumenta: “Pues, ‘p [es verdadero] pero [al afirmar eso] no
me importa si p es verdadero o no’ es absurdo, sin propósito, y (en un sentido)
autocontradictorio”46
. Ello descalifica al hablante para participar en cualquier reflexión
racional sobre si p o no-p, es decir, sobre si p es o no es el caso (verdadero,
correcto)47
. Eso, se puede argumentar, presupone una imposibilidad lógica: cuando
uno que cree en p (es decir, cree que p es verdadero) afirma, al mismo tiempo, que
no creer en p es razonable; debemos presuponer una distinción radical entre su
creencia en p y aquella de que su creencia en p está justificada. Para solucionar
la paradoja necesitamos sugerir lo siguiente: solo puede existir desacuerdo entre
personas que presuponen una base común. Si ellas forman creencias incompatibles
sobre lo que es el caso, entonces la diferencia está en el juicio que cada uno
ha realizado sobre esa base común:
“… si yo realmente pienso que como las cosas son y como yo soy, sería razonable para mí no creer en p, puedo no creerlo. Pero puedo pensar que sería razonable para otra persona tanto creer como no creer en p sobre la base de la evidencia disponible para mí […] y aun así descubrir que yo sigo creyendo [en p]”
48
.
En resumen: uno no puede simultáneamente afirmar “Yo creo en p”, y razonar que,
para el otro, sería razonable no creer en p. El otro puede admitir que otros, sin
embargo, no siendo como él, pueden razonablemente formar creencias incompatibles
sobre la base de las mismas evidencias. La paradoja, entonces, parece tomar
una nueva forma: si todo lo que puedo decir es que “p es verdadero para mí; pero
puede no ser verdadero para usted”, ¿por qué debería usted pensar que lo que
digo es interesante o digno de algún valor? En casos normales, lo que digo parece
interesante solo cuando busco afirmar la verdad simpliciter, y no la verdad para
mi persona solamente 49
. Creer en algo no es meramente estar en un determinado
estado mental, sino que es hacer un cierto tipo de compromiso normativo: es estar
comprometido con la visión de que las cosas son de un modo más que de otro.
Es por eso que los desacuerdos sobre la verdad deben ser vistos como resultados
de diferencias en el juicio sobre la base del ejercicio de una razón común. Incluso
cuando dos o más personas están de acuerdo sobre cuáles razones y evidencias
son relevantes, ellas pueden formar diferentes juicios sobre el mismo problema.“Incluso cuando concordamos completamente sobre los tipos de consideraciones
que son relevantes, podemos discordar sobre su peso, y así llegar a diferentes
juicios”50
. “La creencia razonable es parcialmente un problema de juicio, y no esúnicamente determinada por argumentos públicamente disponibles”51
.
Esa diferencia no necesariamente implica que los juicios difieren en cualidad. Personas
razonables discuerdan no en virtud de mala fe, ignorancia o autointerés: ninguna
de ellas sabe cómo juzgar mejor que la otra, o tiene acceso a mejores razones
o evidencias. Ellas discuerdan porque, a partir de sus varias experiencias, formaron
distintas perspectivas sobre cuya base sus juicios son ejercidos: sus diferentes
experiencias constituyen diversos modos de evaluar la evidencia y de ponderar las
razones relevantes. Esas diferencias en el juicio tornan el desacuerdo razonable
no solo posible, sino previsible. “Incluso asumiendo un tiempo ilimitado para la
discusión, el acuerdo unánime y racional no estaría necesariamente asegurado”52
.
Nuestra capacidad común para la razón no garantiza que, en el fin, iremos todos
a hacer el mismo juicio sobre un problema práctico. El acuerdo racional necesita
más que razones públicamente accesibles (es decir, razones que, en principio,
pueden ser evaluadas por todos): necesita de una comunidad de experiencias de
vida y de puntos de vista. El juicio busca la formación no solo de creencias razonables,
sino que busca, sobre todo, la formación de creencias verdaderas. Rawls
argumenta de modo similar: “[M]uchos de nuestros juicios más importantes son hechos en condiciones donde no se espera que personas meticulosas con poderes
completos de razón, incluso después de la discusión libre, irán a llegar todas a la
misma conclusión”. Entonces concluye:
“Diferentes concepciones del mundo pueden ser razonablemente elaboradas a partir de diferentes puntos de partida y la diversidad surge en parte de nuestras distintas perspectivas. Es irreal […] suponer que todas nuestras diferencias están radicadas solamente en la ignorancia y en la perversidad, o bien en las rivalidades por poder, estatus o ganancia económica”
53
.
2.4 Creencia, razonabilidad y verdad
Como se ha visto, la idea es que, en los casos de desacuerdo razonable, hay una
base común que ambas partes comparten, pero a partir de la cual ellas formulan
diferentes resultados porque es absurdo asumir que ambas, “siendo criaturas
limitadas, la persigan perfectamente”54
. En esos casos, A puede expresar su
creencia en que p (es el caso) y reconocer que B, en tanto rechaza esa creencia, no
es irracional o irrazonable. “Tiene perfecto sentido decir “Mi visión es verdadera,
pero es razonable creer en otras visiones, aunque no verdaderas, y lo que importa
para […] la razón pública es la razonabilidad y no la verdad”55
. “Todo el punto […]
es rechazar como ilegítimas […] ciertas [visiones] que, sin embargo, son o pueden
muy bien ser verdaderas –o sea, rechazarlas a partir de bases completamente
distintas de su falsedad–”56
. En efecto, A puede admitir que B sostiene una creencia
razonable y, sin embargo, concluir que para él, B está errado: A asume que si
B es como él, B no puede dejar de creer en p. Frente al desacuerdo razonable, A
no tiene razón para pensar que su creencia puede estar errada: solo tiene razón
para considerar que esa no es la única visión razonable. De este modo, se puede
preguntar: ¿Cómo, entonces, uno debería actuar frente a ese tipo de desacuerdo?
Dworkin argumenta en los siguientes términos:
“Puedo o no convencerlo a usted, después de una discusión continuada, de que estoy en lo correcto […] usted puede o no convencerme a mí de que estoy errado. Pero, si ninguno convence al otro, continuaré con mi opinión, así como usted continuará con la suya. Puedo quedarme insatisfecho si no he conseguido convencerle, pero es claro que no contaría ese hecho como una refutación de mi visión”
57
.
Las diferencias en el juicio ocurren en circunstancias donde ellas no expresan
cualquier duda sobre la verdad o la corrección de las creencias de A. Entonces,
puede ser racional permanecer estático frente al desacuerdo razonable. Es posible
que A, frente a ese desacuerdo, demuestre una actitud de racionalidad crítica: A puede reevaluar las razones que justifican su creencia. Sin embargo, eso no
asegura que él lo hace porque piensa que esta puede estar errada. A puede reconsiderar
su creencia simplemente para asegurarse de su corrección y del error
de la creencia de B. Él puede reconocer que su desacuerdo con B era y permanece
razonable en tanto piensa que su creencia es la correcta (y no la de B). Como
Dworkin argumenta, el hecho de que la creencia de A es controvertida no es necesariamente
una refutación de esa creencia. Eso está conforme a la visión de Wittgenstein:“Que para mi mente alguien estuvo errado no es base para asumir que
estoy errado ahora. Pero, ¿no es una base para asumir que puedo estar errado?
No es base para cualquier incertidumbre en mi juicio, o en mis acciones”58
. Para
resumir: en casos así, uno puede presentar a los otros las razones en favor de su
visión e incluso explicar de modo detallado cuáles errores en sus visiones están
en la base del desacuerdo. El problema, después de todo, es que el descuerdo es razonable, y uno puede asimismo no tener razón para poner su propia visión en
duda. Lo que garantiza la verdad de su visión corresponde a más de lo que la razonabilidad
en sí misma puede ofrecer. Larmore también identifica el problema:
“No necesitamos suspender el juicio sobre la corrección de nuestras propias visiones. Podemos asimismo correctamente creer que, a pesar de la controversia, ellas son más bien sostenidas por la experiencia y la reflexión que aquellas de nuestros oponentes. Eso es porque podemos reconocer que una visión es razonable aunque falsa: ella puede haber sido formada sinceramente y en conformidad con formas generalmente aceptadas de razonamiento, y asimismo en confrontación con el contexto [background] de creencias existentes que nuestro propio punto de vista juzga como falso”
59
.
Un argumento similar puede ser articulado de otro modo. Considérese, por ejemplo,
el siguiente caso: en virtud de su desacuerdo razonable con B, A deja de actuar sobre la base de su creencia. En ese caso, él deja de actuar sobre la base de
ella no porque la creencia de B es verdadera y la suya falsa: A lo hace solo porque
B piensa que él, A, está errado. Y eso parece un resultado contraintuitivo. Después
de todo, ¿por qué debería dejar de actuar sobre la base de mi creencia si el
hecho de que ella es controvertida no implica necesariamente que ella sea falsa?
Mi creencia puede ser verdadera incluso cuando sea controvertida. Raz identifica
el problema:
“Si nuestra respuesta a la cuestión de la significancia del desacuerdo es que deberíamos dejar de realizar esa u otra acción porque es controvertida […] entonces dejamos de realizar esa acción no porque las visiones de aquellos otros son verdaderas, sino simplemente porque estas son sostenidas por ellos, porque son sus visiones, sean ellas verdaderas o falsas”
60
.
En resumen, si A deja de actuar sobre la base de su creencia solo porque es controvertida
(es decir, solo porque B razonablemente cree que está errada), A confiere mayor peso a la creencia de B que a su propia creencia. Entonces, A no trata
su creencia del mismo modo en que trata la creencia de B. Ese argumento nos
muestra un problema. En la medida en que somos racionales en nuestras acciones,
cada uno de nosotros debe actuar solo por razones que, conforme a nuestras
creencias, justifican nuestras acciones. Cuando A enuncia: “Yo creo en p”, él se
compromete a la proposición “p es verdadero”: su creencia en p le da una razón
para actuar no porque es su creencia, sino porque, según su esta, p es verdadero 61
.
Si su creencia es falsa, entonces A está errado y no tiene realmente ninguna
razón para actuar sobre la base de ella: él solo cree que tenía una razón. “Que
tengamos ciertas visiones no es, para nosotros, razón para cosa alguna. Nuestra
razón es que, como las vimos, las cosas son de un cierto modo y no de otro (things
are so and so)”62
. Si A deja de actuar sobre la base de su creencia solo porque
otros discuerdan, surge un problema: A estaría comprometido a pensar que otros
deben dejar de actuar sobre la base de sus creencias solo porque él, A, discuerda
por pensar que están errados. “Defiriendo a los otros estoy también implicando
que los otros deban deferir a mí”63
. En efecto, si no pienso que mi creencia me da
una razón para actuar sobre la base de ella, ¿por qué debería pensar que es una
razón para los otros? ¿Por qué deberíamos pensar que nuestras creencias pueden
ejercer alguna función en el modo en que nuestras acciones son realizadas? Necesitamos
de alguna razón positiva para pensar que nuestras creencias pueden ser
falsas, una que corresponda a algo más que el mero hecho de que sea controvertida
o irrazonable. “El problema es simplemente que nuestras razones están más
allá de lo que es objeto de acuerdo razonable”64
.
3. Conclusión
La respuesta a cómo uno debe actuar frente al desacuerdo razonable no es obvia.
Ella impone un serio desafío para la justificación de la autoridad política en
nuestra cultura liberal moderna. ¿Cómo nuestra capacidad común para la razón
puede llevarnos al desacuerdo? ¿Cómo puede el uso de la razón no mantenernos
unidos? Esas cuestiones desafían uno de los trazos centrales del pensamiento moderno:
su compromiso racionalista con la idea de que la razón lleva naturalmente
al acuerdo y que el acuerdo no es posible sin justificación y, por tanto, sin verdad.
El pensamiento moderno ha sido tradicionalmente desafiado con ese problema.¿Cómo podemos tener creencias justificadas –es decir, creencias con buenas razones
para tener– sin que ellas sean verdaderas? ¿Cómo es posible tener justificación
racional sin verdad? El liberalismo político, para tomar una expresión de
Joseph Raz, tiene un problema por su “abstinencia epistémica”. Podemos tener
buenas razones para creer en más de lo que el acuerdo razonable con los otros
puede determinar. Es muy difícil –si no imposible– tratar problemas de justicia sinexistir justicia sin verdad”65
.
El argumento de ese texto intenta destacar ese problema. El dilema es claro. Si, frente a ese desacuerdo, A deja de actuar sobre la base de su propia creencia, estará actuando contra lo que piensa que es verdadero o correcto. Sin embargo, si A sigue su creencia, incluso cuando es controvertida, estará actuando contra las creencias razonables de los otros. En esos casos, el problema no es cómo solucionar el desacuerdo, sino cómo actuar a pesar de ello. Las personas por lo general tienen desacuerdos razonables en cuestiones morales y políticas. Lo que para una persona parece un error moral, para otra es moralmente correcto. Sin embargo, ninguna de ellas está necesariamente errada en sus juicios (y, claro, tampoco ninguna está necesariamente correcta). Entonces, el problema de la política no puede ser solo el de reconocer la falibilidad de nuestros juicios; el de que una parte este en lo correcto y la otra errada. Ambos lados pueden tener buenas razones sustantivas para sostener sus propias visiones controvertidas en la deliberación política. Usted puede juzgar que mis creencias están erradas pero asimismo aceptar que hice lo mejor para formarlas de un modo racional. Waldron, por ejemplo, argumenta:
“... cualquiera que sea el estado de mi confianza sobre la corrección de mi propia visión, debo entender que la política existe […] que la mía no es la única mente trabajando en el problema que enfrentamos, que hay un número de distintas inteligencias, y que no es inesperado, no natural, ni irracional pensar que personas razonables pueden diferir”
66
.
De lo dicho se puede concluir que incluso después de la deliberación, los ciudadanos pueden (razonablemente) discordar sobre lo que es correcto y errado. En ese momento, uno alcanza un “punto-ciego” en la deliberación política: ¿Cómo se pueden tomar decisiones comunes si los ciudadanos razonablemente discuerdan–incluso después de la libre discusión– sobre cuál es la decisión correcta? La deliberación, en sí misma, no parece útil para responder a esa cuestión.
Este texto es un intento por mostrar que la deliberación política figura en una
fase preliminar de la toma de decisión política. Ella tiene un carácter sustantivo
que está normativamente estructurado. En esa fase, los ciudadanos deben actuar
sobre la base de visiones que, según su propio juicio, mejor reflejan la balanza
de las razones correctas. Eso, sin embargo, no es suficiente. La mera decisión de
participar en la deliberación racional no asegura que el proceso será conducido
de modo racional. Los ciudadanos pueden seguir discordando sobre cómo deben
actuar juntos. Eso depende mucho de cómo está diseñada la estructura de la interacción.
La deliberación debe terminar en algún momento. Su término debe reflejar
una decisión común, aunque provisoria. La deliberación puede seguir incluso
después de la decisión, y esta última puede eventualmente ser modificada por otra
decisión. Eso, sin embargo, no significa que la deliberación es un momento definitivo de la política. Las cuestiones de quien y de cómo se decide, en algunas circunstancias,
tienen precedencia sobre la cuestión de cuál es la decisión correcta. “Uno puede discutir solo hasta un momento, y entonces es necesario tomar una
decisión, incluso cuando fuertes diferencias de opinión permanezcan”67
. Y cuando
se toma una decisión, uno ya no está más libre para actuar sobre la base de sus
propias razones privadas, sin importar cuán buenas sean estas en sí mismas 68
.
El problema ahora es designar un procedimiento que nos habilite a elegir un curso
de acción común a pesar del desacuerdo sustantivo sobre sus méritos. ¿Cómo
decidir juntos sobre cómo vivir juntos si nosotros discordamos (razonablemente)
sobre los fundamentos? ¿Cuáles condiciones deben ser completadas para que un
ciudadano tenga razones suficientes para seguir una decisión de la cual discuerda
sustantivamente?.
De esta discusión se sigue que la validez de las decisiones políticas no debe ser reducida a su corrección sustantiva: la forma en que una decisión es tomada debe estar –en algún sentido relevante– relacionada con nuestra justificación para obedecer. Ella nos debe dar otro tipo de razones para actuar: razones operando en un nivel más formal del razonamiento práctico. En un mundo como el nuestro, una justificación adecuada para la autoridad política debe presuponer dos niveles de normatividad: uno sustantivo, el cual corresponde a la fase de deliberación política, y otro formal, que opera después del proceso de toma de decisión política.
Esto no quiere decir que no pueda existir ninguna restricción formal en el proceso
de deliberación sustantiva. Por ejemplo, los hechos mismos de que ese proceso
debe ser estructurado de cierto modo y que debe tener un fin son, en sí mismos,
restricciones formales que deben ser consideradas. El argumento no sostiene que
el proceso de toma de decisión política está estructurado en dos niveles, donde
un puro procedimiento se sigue después de un proceso sustantivo de deliberación
(es decir, sin cualesquiera restricciones formales). El argumento solo sostiene
que debe existir una distancia entre las razones que uno tiene para sostener una
visión sustantiva en la deliberación política, y las razones que uno tiene para seguir
las decisiones políticas tomadas por algún procedimiento específico después
de la deliberación. Este texto se ha centrado en el aspecto sustantivo e intentó
mostrar que, en sí mismo, ese aspecto no ayuda a fundamentar a la autoridad
política. La deliberación no agota la política. Una sociedad debe tomar decisiones
concretas después de la deliberación. ¿Cómo debemos decidir juntos? Esa es la
cuestión crucial. Hay una necesidad de llevar con seriedad la cuestión del diseño
institucional y constitucional. Pero, para darle una respuesta satisfactoria, debemos
dejarla para otra oportunidad.
Bibliografía
Alexy, Robert, The Argument from Injustice: a reply to legal positivism, Oxford, Oxford University Press, trad. Stanley Paulson y Bonnie L. Paulson (trad.),2002.
Atria, Fernando, La forma del Derecho, Santiago de Chile, 2008 (manuscrito inédito).
Arendt, Hannah, Between Past and Future, New York, Penguin Classics, 1977.
Austin, John Langshaw, Philosophical Papers, 3 ed. Oxford, Oxford University Press, 1990.
Barzotto, Luis Fernando, “El Guardián de la Constitución: elementos para una epistemología de la democracia” Díkaion. Revista de Fundamentación Jurídica 19-2 (2010). pp. 927-946.
Berlin, Isaiah, The Crooked Timber of Humanity, New York, Knopf, 1991.
Cohen, Joshua, “Truth and Public Reason”, Philosophy and Public Affairs, 37-1 (2009) pp. 2-42.
Dworkin, Ronald, “Objectivity and Truth: You’d Better Believe it”, Philosophy and Public Affairs, 25-2 (1996) pp. 87-139.
Dworkin, Ronald, Justice for Hedgehogs, New York, Harvard University Press, 2011.
Elster, Jon, Sour Grapes: studies in the subversion of rationality, Cambridge, Cambridge University Press, 1996.
Estlund, David, “Jeremy Waldron on Law and Disagreement”, Philosophical Studies, 99 (2000) pp. 111-128.
Finnis, John, Reason in Action, Oxford, Oxford University Press, 2008.
Habermas, Jürgen, “Correção versus verdade: o sentido da validade deontológica de juízos e normas normais”, em Verdade e Justificação, trad. Milton Camargo Mota, São Paulo, Loyola, 2004.
Habermas, Jürgen, Theorie des kommunikativen Handelns, Baden-Baden, Suhrkamp, 1995.
Hobbes, Thomas, Leviathan, Kenneth Minogue (ed.), London, Everyman, 1994.
Korsgaard, Christine M., The Constitution of Agency: Essays on Practical Reason and Moral Psychology, Oxford, Oxford University Press, 2008.
Korsgaard, Christine M., The Sources of Normativity, Cambridge, Cambridge University Press, 1996.
Larmore, Charles, “Pluralism and Reasonable Disagreement”, en Social Philosophy and Policy, 11-1 (1994) pp. 61-79.
McDowell, John (ed.), Plato: Theaetetus, Oxford, Oxford University Press, 1973.
McDowell, John, Mind, Value and Reality, Cambridge, Harvard University Press, 2002.
Michelon, Claudio Fortunato, “Politics, Practical Reason and the Authority of Legislation”, Legisprudence, 1-3 (2007) pp. 263-289.
Moreso, Jose Juan, “Legal Positivism and Legal Disagreements”, Ratio Juris, 22-1 (2009) pp. 62-73.
Nagel, Thomas, “Moral Conflict and Political Legitimacy”, Philosophy and Public Affairs, 16-3 (1987) pp. 215-240.
Nagel, Thomas, The View of Nowhere, Oxford, Oxford University Press, 1986.
Nagel, Thomas, “The Fragmentation of Value”, en Mortal Questions, Cambridge, Cambridge University Press, 1979.
Pinter, Harold, Lectura para el Premio Nobel de Literatura. Disponible en: http:// nobelprize.org/nobel_prizes/literature/laureates/2005/.
Rawls, John, Political Liberalism, expanded edition, New York, Columbia University Press, 2005.
Raz, Joseph, “Disagreement in Politics”, The American Journal of Jurisprudence, 43 (1998) pp. 25-52.
Raz, Joseph, Ethics in the Public Domain, Oxford, Oxford University Press, 1994.
Raz, Joseph, “Facing Diversity: The Case of Epistemic Abstinence”, Philosophy and Public Affairs, 19-1 (1990) pp. 3-46.
Raz, Joseph, The Morality of Freedom, Oxford, Oxford University Press, 1986.
Sousa, Felipe Oliveira de, “Entre el no-positivismo y el positivismo jurídico: notas sobre el concepto de Derecho en Robert Alexy”, en Lecciones y Ensayos, Buenos Aires, Eudeba, 2010.
Sousa, Felipe Oliveira de, Razão Prática, Justificação da Autoridade e Conflito Político. Tesis de Maestría presentada al Programa de Posgrado de la Universidad Federal do Rio Grande do Sul (UFRGS, Brasil), Porto Alegre, 2011.
Waldron, Jeremy, Law and Disagreement, Oxford, Oxford University Press, 2004.
Waldron, Jeremy, “Legal and Political Philosophy”, en The Oxford Handbook of Jurisprudence and Philosophy of Law, Jules Coleman, Scott Shapiro y Kenneth Himma (eds.), Oxford, Oxford University Press, 2004.
Williams, Bernard, Ethics and the Limits of Philosophy, London, Routledge, 2006.
Wittgenstein, Ludwig, On Certainty, Gertrude E.M. Anscombe, and Georg H. von Wright (eds.), New York, Harper & Row, 1972.
Wolff, Robert Paul, In Defense of Anarchism, New York, Harper & Row, 1976.
______________________________________________________________________________________
1 Cfr. Harold Pinter, Palestra para el Premio Nobel de Literatura, 2005.
|