LA INDEPENDENCIA JUDICIAL
EN EL CONTEXTO DE LA SOCIEDAD DE MEDIOS:
DESAFÍOS Y ESTRATEGIAS*
JUDICIAL INDEPENDENCE IN MEDIA SOCIETY: CHALLENGES AND STRATEGIES
Recibido septiembre 6 de 2011, Aprobado noviembre 9 de 2011
“Lo que genera el poder de las palabras y las palabras de orden, el poder de mantener el orden o de
subvertirlo,es la creencia en la legitimidad de las palabras y de quien las pronuncia”.
Pierre Bourdieu, Poder, Derecho y clases sociales, Bilbao, Desclée de Brouwer, 2001, p. 98.
Valentín Thury -Cornejo
Investigador Conicet/Flacso, Argentina. Profesor titular, Universidad Católica Argentina.
vthury@yahoo.com.ar
Una versión anterior de este escrito fue presentada como ponencia en el VIII Congreso Mundial de la Asociación Internacional de Derecho Constitucional, celebrado en Ciudad de México, del 5 al 10 diciembre de 2010.
Resumen La independencia judicial, en el contexto de una sociedad mediática, no puede considerarse garantizada por las normas institucionales que rigen su funcionamiento. Los jueces que antes tenían un lugar prefijado en el esquema de Gobierno, ahora se encuentran frente al desafío de definir su identidad. Ese proceso se realiza de cara a la sociedad a la que pertenecen y, así, la construcción de legitimidad adquiere una relevancia fundamental. En esa tarea se enfrentan a decisiones estratégicas que marcarán el perfil que adquirirá el Tribunal y condicionarán su capacidad de intervención en la esfera pública. En este artículo intentamos fundamentar teóricamente las afirmaciones anteriores y ejemplificamos algunas de las categorías utilizadas con el análisis del caso de la Corte Suprema Argentina. Palabras clave Independencia judicial, construcción de legitimidad, sociedad de medios, Corte Suprema de Argentina, institucionalización. |
Abstract In the context of a media society, judicial independence is not guaranteed anymore by institutional norms that guide its functioning. Judges used to have a fixed role in the democratic system but now they face the challenge of defining its own identity. That process is developed within the frame of a closer relationship with the society they belong to. Thus, legitimacy construction acquires special relevance. Courts must take strategic decisions that define its main features and condition its ability to intervene in public affairs. In this essay, we try to develop a theoretical framework for the former statements and analyze the case of Argentina Supreme Court to illustrate some of the categories used throughout the paper. Key words Judicial independence, legitimacy construction, media society, Supreme Court of Argentina, institutionalization. |
Sumario: Introducción; 1. El juez en la sociedad política mediatizada; 2. La reconstrucción del lugar del juez; 3. Políticas comunicativas y construcción de legitimidad; 4. El proceso de construcción de la “nueva” Corte Suprema Argentina; 5. Conclusiones; Bibliografía.
Introducción
La noción de “independencia judicial” es el último vestigio del “Antiguo Régimen”
constitucional, un régimen en el que los jueces tenían un rol definido en el sistema
a partir de la división tripartita de funciones alrededor de la ley (legislar,
administrar, juzgar). Con la crisis de la ley1
, esa división es puesta en duda y los
jueces comienzan a tener una relevancia en el esquema de gobierno que torna
irónica la frase montesquiana de ser “la boca que pronuncia las palabras de la
ley”2
. La dimensión cuantitativa de su intervención ha crecido exponencialmente,
así como lo ha hecho la naturaleza misma de su función. Hoy en día, los jueces
actúan con una mirada más prospectiva que retrospectiva, los efectos de sus
sentencias se expanden más allá de las partes del proceso, y asumen funciones
que exceden largamente las conectadas tradicionalmente con lo jurisdiccional3
. En este nuevo contexto, la “independencia judicial” aún mantiene su carácter retórico
y simbólico pero no así su capacidad de definir una posición relativa en el
esquema de poderes, ya que los mismos cambios que acrecientan el poder de los
jueces transforman las variables en las que dicha independencia se puede medir.
En concreto, el juez comienza a tener un involucramiento mayor en el proceso de
discusión y armado de las políticas públicas y, en el marco de una sociedad mediática,
su accionar adquiere una visibilidad pública hasta hace poco desconocida.
Su poder se adecua a esta nueva dinámica, lo que genera la aparición de nuevas
dimensiones de actuación. Por ello, limitándonos al papel de los tribunales superiores
de justicia4
, el primer objetivo de este artículo es destacar la relevancia de los
procesos comunicativos de construcción de legitimidad en el esquema de Gobierno
contemporáneo. Los jueces construyen su identidad y su lugar en el entramado
de poderes y lo hacen, en gran medida, a través de acciones comunicativas. Parafraseando
a los autores de El Federalista, el Poder Judicial no tiene ni la bolsa ni la espada5
, pero sí tiene la palabra, aquella que dice el Derecho (iuris dictio) y que
conforma la vida social. A través de ella, los jueces construyen legitimidad para sí
y establecen criterios para los otros poderes. Nuestro segundo objetivo, entonces,
es analizar las tensiones a las que se ve sometida la política comunicacional de un
Tribunal Supremo para lograr la legitimidad que requiere el ejercicio de la función
judicial. Este proceso no se da en abstracto sino en el marco de procesos políticos
en los que debe interactuar con el resto de instituciones de Gobierno y que lleva a
los jueces a adoptar estrategias que definen su identidad, tanto en el corto como
en el largo plazo. Finalmente, a la luz de las consideraciones anteriores y como
tercer objetivo, utilizaremos la experiencia reciente de la Corte Suprema argentina
como caso de estudio que nos permita ejemplificar las variables estudiadas.
1. El juez en la sociedad política mediatizada
Si hay algo que caracteriza a nuestra era es el cambio a una velocidad vertiginosa6
. Circunscribámonos al último medio siglo. Las sociedades desarrolladas han
pasado, en expresión de Inglehart, de tener valores “materialistas” (o de “supervivencia”:
bienestar económico, seguridad militar, orden interno) a valores “posmaterialistas”
(o de “autoexpresión”: medioambiente, calidad de vida, derecho a la
definición de la propia personalidad, desarme)7
. Ese cambio cultural se ha reflejado
en la erosión de las identidades fijas, el corrimiento de las posturas ideológicas,
el descrédito de las instituciones públicas y la creciente importancia de las
emociones en la vida pública y privada. Concomitantemente, en el plano político
se han producido profundas transformaciones en las relaciones de representación
política a raíz del declive de los partidos políticos, de la mediatización de la esfera
pública y de la fragmentación de lo público en una multiplicidad de intereses
dispersos8
. Para hacer más complejo el panorama habría que sumar al mosaico
la creciente conciencia de la complejidad de los asuntos públicos debida a la interrelación
de una multiplicidad de esferas de acción, que para su solución requieren
articulación al mismo tiempo que especialización funcional. En este contexto,
la capacidad de hacer elecciones prospectivas se reduce, el Estado deja de lado
su intento de formular un modelo general y estable de racionalidad vertical y la
sociedad adopta una organización fragmentaria donde los diferentes reclamos de
participación son articulados.
El juez, justamente, aparece como una figura que puede realizar, en los casos
concretos, esa articulación El circuito de decisiones públicas deja ser entendido
como un mecanismo lineal y pasa a ser conceptualizado como una forma de nuevo
experimentalismo social, como modos de ir aproximándose deliberativamente a la solución de problemas complejos9
. Se produce así la aparición de nuevos actores
sociales y nuevos modos de intervención –por ejemplo, litigio estratégico, acciones
cautelares, audiencias públicas, etc.– que tratan de lidiar con esas demandas
que el sistema le realiza a los jueces10
. Su papel cambia porque también lo hace la
función del Derecho que él está llamado a aplicar. Lejos del modelo abstencionista
decimonónico, el Derecho se transforma en un instrumento de dirección social.
Aquí la conceptualización de los tres tipos de Derecho –represivo, autónomo y receptivo–
que realizan Nonet y Selznick puede sernos de ayuda11
. Cada uno de los
tres se distingue del otro por el propósito, el método y la fuente de legitimidad. El
objetivo del primero es el orden y, en él, el Derecho se halla directamente subordinado
a la política, es un instrumento para la construcción de poder político; como
tal, es sumamente discrecional, tiene poca previsibilidad y múltiples excepciones,
siendo sus normas dictadas con poca participación ciudadana. El Derecho autónomo
intenta remediar estos defectos, limitando el poder represivo del Estado;
ante las demandas públicas de una mayor legitimidad establece un sistema uniforme
de aplicación de reglas con una cierta independencia del sistema político,
y pone el énfasis en la regularidad procedimental de formación y aplicación del
Derecho. Esta tipología es la que se encuentra descrita en la caracterización que
Max Weber hace de la dominación legal–racional como característica de la modernidad12
,
o la que describimos, más comúnmente, con la frase “Gobierno de las
leyes, no de los hombres”.
El Derecho receptivo, por su parte, expresa una fase evolutiva posterior que retorna
a la los fines sustanciales de la sociedad frente a la tendencia del Derecho
autonómo a considerar los objetivos de este como fines en sí mismos. Así, el derecho
receptivo trata de dar cuenta de las tensiones entre la búsqueda de la justicia
y las limitantes formales que se derivan del Derecho autónomo. Este último, con
su relativo aislamiento de las dinámicas sociales que se expresan en el sistema
político, tiende a anquilosarse. Su estabilidad, de este modo, es por un lado un
factor de orden del sistema pero tiende a deslegitimarse ante la irrupción de cambios
sociales, económicos y culturales que requieren una adaptación sustancial del
derecho aplicado13
. El Derecho receptivo brinda los canales a través de los cuales estos cambios pueden ser incorporados, mayormente a través del poder decisorio
de los jueces14
. De este modo, el Derecho receptivo borra las claras líneas demarcatorias
que el autónomo fijaba entre lo jurídico y lo político, ya que para realizar
la función de articulador entre el Derecho y las necesidades sociales el juez deberá
transgredir los restringidos límites de un Derecho cerrado en sí mismo e incursionar
en formas activas de decisión. Para ello debe redefinir sus funciones15
. En
efecto, las normas constitucionales, diseñadas para un entorno de mayor unidad
y simplicidad social, garantizan –en mayor o menor medida– ciertas prerrogativas
que separaban al juez de las ramas políticas. En ese contexto, la ecuación
entre Derecho y sociedad era un dato de la realidad y el juez solo debía, de modo
más o menos complejo, aplicarla. Hoy, en cambio, la sociedad se hace múltiple,
las fuerzas se dispersan, los mecanismos de control se multiplican, el Estado se
hace poroso a la intervención social y esa ecuación se rompe16
. Por consiguiente,
la relación entre Derecho y sociedad necesita ser construida y junto con ella va a
tener que redefinirse el papel del juez, que va a ser justamente el que realice esa
articulación. Y lo hará por medio de su modo natural de acción, ello es, a través
de sus decisiones concretas al resolver casos van a tratar de ir armonizando las
necesidades de estabilidad del sistema y las de cambio social. O, en el lenguaje
de Nonet y Selznick que venimos siguiendo, van a ir mediando entre un Derecho
autónomo y uno responsivo.
En el marco de un sistema democrático las nuevas funciones judiciales no pueden
ser realizadas del mismo modo que en un contexto de derecho autónomo. En este,
el juez se refugiaba en el papel sacerdotal que cumplía como intérprete del texto“sagrado” de la Constitución, y aplicaba las normas y los rituales de su profesión
de forma distante y severa. Su público estaba configurado, esencialmente, por la
comunidad jurídica y los actores políticos implicados en sus decisiones. La fortaleza
del discurso autónomo era tal que las modulaciones propias de la actividad
judicial podían ser manejadas a través de la retórica con que eran expresadas.
Así, los tribunales realizaban una interpretación extensiva del Derecho o intervenían
en las políticas públicas, pero a través de sofisticados mecanismos retóricos
mantenían incólume el paradigma de la objetividad jurídica17
. En la medida
desafíos se van formando en distintas partes del sistema que tienden a reordenar las relaciones estabilizadas
por el derecho autónomo. Desde este punto de vista, esta evolución del Derecho se traduce en la omnipresente
discusión “activismo frente a autorrestricción” judicial que no hace más que expresar, bajo la forma de ideologías
judiciales contrapuestas, tensiones estructurales del derecho contemporáneo. A lo largo de este trabajo
intentaremos abstraernos de esa discusión normativa –¿deben los jueces ser más activos o autorrestringirse?–,
para concentrarnos en los cambios que explican las variaciones en la función judicial, o sea, por qué los jueces
hoy tienden a ser más activos que hace unas décadas. Nuestra postura no elimina la discusión antes mencionada,
pero permite contextualizarla en un marco que explica la tendencia hacia el activismo judicial y así, en cierto
modo, relativizarla. Esto es así porque la decisión sobre ser activo o autorrestringirse no depende enteramente
de la voluntad del magistrado, sino que es una decisión condicionada por los cambios estructurales producidos
en la configuración del derecho y del entramado institucional; Nonet y Selznick, ob. cit. en que los procesos de transformación avanzan, los jueces no pueden refugiarse
más en una fuente de autoridad autónoma y mítica, y deben abrirse, en mayor
o menor medida, a la sociedad con la que deben interactuar. Esta es la elección
estratégica fundamental que, a través de los casos que resuelven, los jueces van
realizando. Si eligen un camino de autorrestricción radical pueden apoyarse en
la comunidad del Derecho autónomo pero corren el riesgo de perder conexión con
las demandas sociales. Si, por el contrario, atienden exclusivamente estas últimas,
pierden identidad propia y se confunden con las instituciones políticas a las
que deben controlar.
Es en este sentido que Aharon Barak, presidente de la Corte Suprema israelí,
va a sostener que una de las condiciones esenciales del ejercicio de la judicatura
es la confianza pública en el juez, “confianza en su independencia, justicia e
imparcialidad” porque al no tener recursos materiales para distribuir, ese es su único capital18
. Ello es, una confianza que denota mayor conexión con el público
pero, al mismo tiempo, responde a las características esenciales de su función y
le permite articular nuevos mecanismos de diálogo social19
. Esa apertura hace, al
mismo tiempo, que su actividad se traslade al ámbito más amplio de la realidad
mediática que dota de visibilidad a actores que tradicionalmente se encontraban
apartados de la escena central. La trascendencia de sus decisiones “arroja” a los
jueces a la esfera pública mediatizada que no es “... solamente un vehículo a través
del cual aspectos de la vida política y social son traídos a la atención de los
otros, sino que se ha transformado en el medio principal en que las luchas políticas
y sociales son articuladas y llevadas a cabo”20
. Los jueces necesitan de la
conexión con la sociedad para lograr apoyo a sus decisiones de cambio social, al
mismo tiempo que es en ese terreno donde el resto de los poderes políticos van a
discutir sus decisiones. Es allí donde van a tener que obtener la legitimidad social
que avale sus decisiones, así como previamente la obtenían de la “cientificidad”
del derecho que aplicaban. Ante esta situación, ¿qué hacer con las normas que
nos siguen hablando de un juez apartado que juzgaba sobre las bases de un derecho
autónomo y era controlado casi exclusivamente por la comunidad jurídica?
2. La reconstrucción del lugar del juez
Un primer punto por analizar es el papel que esas normas constitucionales juegan
hoy. ¿Han perdido vigencia o, simplemente, han cambiado su relación con
el contexto? Nuestra hipótesis es que la mediatización de la vida democrática y
la inserción del juez en el centro de esa vida provocan una transformación de la
función de las normas institucionales. La dinámica comunicativa y la institucional
se solapan y adoptan formas de interacción complejas que tornan necesario
incorporar nuevos elementos que expliquen la construcción del rol judicial. Las
normas ya no bastan. Los procedimientos constitucionales de nombramiento y remoción de los jueces, así como las garantías de su actuación, acaban siendo un
modo de traducir –en términos institucionales– los resultados producidos en la
esfera pública. En el esquema tradicional existe una simetría entre forma –procedimiento
constitucional– y contenido–proceso político–, donde el primero resulta
el marco adecuado para que el segundo se desenvuelva. Hoy en día, en el marco
de una sociedad mediatizada21
, el sistema institucional formal no monopoliza el
devenir de esos procesos políticos y la simetría se resquebraja. La realidad política
se desenvuelve en gran parte fuera de los cauces institucionales22
. El rol del
proceso formal pasa a ser una validación de lo sucedido en esta esfera mediática,
que a veces se da, de forma compleja, con carácter simultáneo y, otras veces, se
produce con carácter sucesivo23
. En uno y otro caso, el resultado de la discusión
pública pasa a ser un insumo ineludible del proceso deliberativo institucional.
Esta circunstancia pone de relieve que el análisis de las garantías institucionales
debe necesariamente cruzarse con lo que sucede en esa esfera pública, los procesos
que allí se desarrollan y los recursos con los que cuentan sus actores. En ese
campo es donde el Tribunal construye su legitimidad, otro nombre con el que podemos
denominar la confianza a la que hacía referencia Barak. Es esa legitimidad
la que, eventualmente, va a ser evaluada por el sistema institucional y derivará
en un incumplimiento de sus sentencias o en sanciones al Tribunal24
. Ahora bien,¿cómo se construye esa legitimidad? Si tomamos la definición de Suchm an –“percepción
o suposición generalizada de que las acciones de una entidad son deseables,
correctas o apropiadas dentro de un sistema socialmente construido de normas,
creencias y definiciones”25
– nos encontramos con dos términos –acciones y sistema
normativo/cultural– y una relación de adaptación entre ambos. Pues bien, en
el pasado, ese sistema normativo venía prefigurado por las normas formales que
definían el rol que la Corte Suprema debía tener a partir de un esquema en el que
los jueces del Tribunal “interpretaban y aplicaban” las normas constitucionales. Si
bien tradicionalmente el margen de acción del intérprete fue mayor en el Derecho
Constitucional que en otras ramas, esa discrecionalidad se ha acrecentado contemporáneamente.
En efecto, si bien ha sido característico del juez constitucional
realizar la interpretación final de su propia competencia y de los instrumentos que utiliza, la expansión de estos últimos y los cambios en la función del Derecho han
ido erosionando los límites que antes restringían esa capacidad26
. Ergo, hoy más
que nunca el juez supremo goza de amplios poderes de autodefinición, al menos
desde el punto de vista de los instrumentos jurídicos que utiliza.
El juez supremo, entonces, se autodefine y lo hace en una doble dimensión: jurídico-
institucional y simbólica, facetas que expresan su carta de ciudadanía en
la esfera pública y en la institucional. Para ello cuenta con recursos materiales
y simbólicos27
. Los primeros refieren a la sustancia misma de su actuación (sentencias,
acordadas, cambios organizacionales, etc.), mientras que los segundos
denotan el significado de los actos que realiza la Corte Suprema de acuerdo con
la interpretación de su “público”. La línea divisoria entre una y otra faceta, si bien
distinguible analíticamente, no siempre es separable en la práctica ya que si bien
la Corte Suprema realiza actos materiales no simbólicos (por ejemplo, una norma
organizativa interna que no es exteriorizada) y actos simbólicos no materiales (por
ejemplo, un comunicado de prensa manifestando su opinión frente a un suceso
relevante), la mayoría de sus actos son mixtos, es decir, involucran una materialidad
que es transmitida simbólicamente (por ejemplo, las sentencias a través de su
propia retórica y, adicionalmente, por su procesamiento mediático). La autodefinición
del Tribunal se da en esta doble dimensión y posee, en dosis variables, ambos
elementos. Un caso clásico es la emisión de actos jurídicos como las sentencias,
que deben ser comunicados para su comprensión y cumplimiento, y a través de
cuya emisión y comunicación se construye una imagen institucional. La distinción
reviste importancia fundamental, ya que es en los intersticios de ese anclaje material“duro” donde encontrarán lugar las estrategias comunicativas del Tribunal.
En pocas palabras, los jueces no construyen su imagen simbólica desde la absoluta creatividad, sino que a través de ella procesan y moldean el significado que se les atribuye a sus decisiones materiales. Estas últimas suelen reconocer las limitaciones fácticas derivadas del poder real de la Corte Suprema para imponer su voluntad en un momento determinado. Los jueces no actúan en el vacío, sino que lo hacen en el marco del resto de poderes democráticos a los cuales limitan y por los cuales se ven limitados. Desarrollar la identidad del Tribunal, ello es, construir las normas y creencias que definan su función y a partir de las cuales se medirán sus acciones, es una tarea que se hace de cara al resto de los poderes actuantes. Las normas determinan su lugar en el esquema de poderes, las garantías para su funcionamiento y los instrumentos de poder efectivo de que dispone, y es a partir de ellos que el Tribunal se autoconstruye. ¿Cuál es, entonces, su nota característica frente a los poderes políticos? Hace un tiempo podríamos haber dicho que la Corte Suprema era un órgano jurídico y que se diferenciaba por esta nota de las ramas de gobierno. Hoy, como hemos visto, esta línea divisoria se ha hecho más tenue y, si bien no ha perdido sentido orientador, dificulta la creación de una identidad que se base en las funciones que los tribunales efectivamente tienen en la práctica. Por otra parte, sabemos bien que los restantes órganos también crean y aplican el derecho, aunque de modo diferente a la Corte Suprema. Si la aplicación es compartida, podríamos afirmar que una nota que la diferencia es la falta de medios de fuerza para imponer sus decisiones, característica negativa inversamente proporcional al poder simbólico de su tarea central: la interpretación final de la Constitución.
Si miramos a la Corte Suprema desde esta perspectiva, encontramos que muchas
de sus notas constitutivas se pueden condensar en su lógica más primaria: la de
una institución que “dice” no que “hace”, a diferencia de los poderes políticos (Ejecutivo
y Legislativo) que son los que “hacen” cosas y, así, gobiernan. Probablemente
carente de recursos materiales (presupuesto, fuerza ejecutoria, sanción normativa
de carácter general), por su falta de legitimación democrática directa a través
de elecciones adquiere una estabilidad y garantías de funcionamiento de la que
no disponen el resto de los poderes. Existe así una relación de adecuación lógica
entre sus recursos y sus garantías que la circunscriben a una tarea discursiva
de largo plazo propia, por otra parte, de la vigencia del bien –Constitución– que
está destinada a proteger. En cuanto a su posicionamiento relativo, entonces, la
Corte no está inerme: al hablar, se construye a sí misma y construye al resto de
los poderes. Podríamos decir, en este sentido, que su necesidad de autodefinición
tiene un sesgo recursivo: la Corte Suprema se define para definir. A través de su
discurso, el Tribunal fija los límites de legitimidad de los otros poderes. Interpreta
el Derecho y la Constitución y así administra, simbólicamente, uno de los bienes
más preciados del sistema político: la determinación de las normas de conducta
a la que los otros actores deben adecuarse para reputarse legítimos28
. En este
sentido, al menos, nominar es dominar29
y es lógico que la actuación de la Corte
Suprema esté muchas veces en el centro de relevantes batallas políticas. Para
sostenerse debe construir su propia legitimidad. Y esta deberá ser consistente con
su autodefinición, ya que será a esta –o como ella es percibida por el público– a
la que deberá responder en su actuación.
Esa construcción identitaria, según vimos, debe ser coherente con las normas
constitucionales y con el sistema que ellas instauran. Pero eso no alcanza si el rol
que de allí se desprende no responde a las concepciones sociales respecto de sus
funciones. Como sabemos, la legitimidad está en la institución que la ostenta pero
es construida por el ojo del receptor de sus acciones30
y ello obliga, a nosotros y
a la Corte Suprema cuando diseña su identidad, a mirar las representaciones sociales
vigentes sobre el rol judicial. Según sostiene Barak:
“La creación judicial que conecta la brecha entre Derecho y sociedad debe ser coherente
no solo con los valores básicos de la sociedad, sino también con la fundamental
percepción social del rol que tiene el Poder Judicial. El poder de un juez para
conectar esas dimensiones en una sociedad que, como la de Montesquieu, ve al juez
solamente como la boca que pronuncia las palabras de la ley es diferente al poder
de un juez en una sociedad que ve la creación judicial de Derecho como legítima. La
percepción social del rol judicial, de todas maneras, es fluida. La actividad judicial
no solo está influida por ella; también esta influencia esa percepción”31
.
Hay una brecha que llenar, que nosotros hemos conceptualizado como la existente
entre el Derecho autónomo y el Derecho responsivo, y la que Barak distingue entre
Derecho y sociedad. El juez está llamado a realizar esa síntesis en los casos que
se le someten a análisis y ello supone, como describimos antes, una aproximación
creativa respecto del Derecho que se va a aplicar. Este no viene totalmente
definido de antemano sino que el juez debe articularlo y, al hacerlo, “crea” una
solución para el caso. Pero al no ser él el órgano institucionalmente destinado a
crear Derecho, sino el Parlamento/Congreso que goza de legitimidad democrática
directa (elecciones y términos de mandato que implican control político), necesita
un suplemento de legitimidad. Este es provisto de forma no institucional a través
del apoyo de la opinión pública que se basa en la percepción ciudadana de que es
ese Tribunal el habilitado para tomar la decisión. Esta apreciación no viene dada
sino que se construye a partir de la propia actividad judicial –material y simbólica–
de un modo interactivo32
. Es decir, el Tribunal diseña ese rol a partir de la
lectura que hace de las necesidades sociales pero, a la vez, ese diseño influencia
las percepciones sobre el mismo. En este proceso de doble entrada es donde se
inscriben las políticas de construcción de legitimidad las que, como mencionamos,
poseen una doble dimensión material y simbólica.
3. Políticas comunicativas y construcción de legitimidad
Esta doble dimensión, dado el entorno mediático de la democracia contemporánea,
hace que la faceta comunicativa posea una relevancia indudable, ya que el
impacto real en la esfera pública lo producirá el modo en que los actos del Tribunal
son presentados y asimilados por la opinión pública y el resto de los actores
políticos. Esta asimilación dependerá de la legitimidad inicial de la Corte Suprema.
En términos de los autores que han teorizado sobre la legitimación organizacional,
los tribunales se mueven entre una legitimidad pragmática o moral, de
corto plazo y una legitimidad cognitiva, de largo plazo. La legitimidad pragmática
se basa en el propio interés de los actores (por ejemplo, su conveniencia respecto
de la decisión de la Corte) y la moral se basa en una evaluación sobre su accionar
(por ejemplo, la adecuación de su interpretación constitucional respecto de los
estándares académicos)33
. En cambio, la legitimidad de tipo cognitivo consiste en la aceptación de una conducta o institución como “necesaria o inevitable basada
en un sustrato cultural que se da por supuesto”34
. En esta situación, “cada individuo
está motivado a cumplir porque de otra manera sus acciones y las de otros
en el sistema no se pueden entender”35
. Aquí se encuentra ausente la evaluación
de las actividades de la entidad: no hay una actividad del sujeto en la que juzga
la conveniencia o la pertinencia de la conducta con algún tipo de parámetro (por
los resultados, por los procedimientos seguidos, o por la confianza en los ejecutantes)
sino que la conducta seguida se vive como la única posible. En la primera
dimensión la conducta de la Corte Suprema es estratégica ya que mira esencialmente
el equilibrio de sus intereses y los de los actores que con ella interactúan, o
sus expectativas morales. En la segunda, por el contrario, su actividad es de tipo
cultural, orientada a la formación de representaciones sociales de largo plazo36
.
A este tipo de legitimidad se refiere la literatura cuando habla del estatus “mítico”
de la Corte Suprema. Esta visión es posibilitada por la distancia objetiva que media
entre el círculo de decisiones reales, al que los actores políticos y jurídicos tienen
acceso directo, y el círculo de espectadores, “para quienes la política es una serie
de imágenes en la mente, ubicadas allí por las noticias de TV, diarios, revistas y
discusiones”37
. Se produce así una perspectiva basada más en cuestiones emocionales
y simbólicas que en los datos concretos de actuación del órgano, generando
un apoyo político difuso para la institución38
. El ejemplo paradigmático de
este fenómeno es la Corte Suprema de los Estados Unidos, donde desde temprano
Madison intentó generar “una reverencia a la Autoridad y a la Constitución”39
, llegando
a alcanzar una condición efectiva de “símbolo de una antigua seguridad y
de una confortable estabilidad”40
. La Corte se presenta como un elemento de fijeza
en el sistema político norteamericano, el depósito de una fe secular realizado en
un poder del Estado. Ello ha contribuido a construir una legitimidad moral –percepción
de su actuación sobre las disputas ideológicas y los compromisos de la vida política cotidiana41
– que forma hoy parte de su capital simbólico y le permite
generar obediencia aún en decisiones controversiales42
.
A mayor legitimación cognitiva, menor necesidad de legitimidad estratégica y, por
consiguiente, mayor independencia que redunda en un seguimiento de la lógica
judicial de actuación que describimos con anterioridad. Cuando el proceso de construcción
de legitimidad se halla en los estados iniciales, sea porque la institución
es nueva o porque ha debido reconstruir una legitimidad dañada, otras variables
entran en juego. En estos casos, la relación entre los dos tipos de legitimidad descritos
se hace compleja debido a la necesidad de manejarse simultáneamente en
una doble dimensión temporal. Mientras la faz estratégica posiciona a la Corte
como un poder político que administra influencia en movimientos de corto plazo,
la faz institucional la muestra construyendo un discurso basado en lo jurídico,
que la opone y separa de la esfera de los otros poderes. En tiempos de reconstrucción,
por ejemplo, la estrategia de corto plazo puede ayudar a la Corte Suprema
a conseguir capital político en ese momento, pero puede deslegitimar al Tribunal
de cara a la opinión pública si su conducta es percibida como meramente coyuntural.
Por tanto, en el largo plazo debe asentarse como institución, establecida en
las representaciones sociales básicas (status quo cognitivo) si quiere lograr estabilidad
en su legitimidad y no estar sujeta al reposicionamiento continuo. La Corte
Suprema será una verdadera institución en la medida en que genere apoyo pasivo,
ello es, una legitimidad que no dependa de los actos concretos y específicos que
esa institución realice, sino que los trascienda a partir de una aceptación de su“derecho” a emitirlos. Esta construcción se produce a través de los actos concretos
mediantes los cuales el Tribunal realiza sus actos materiales y simbólicos, es
decir que, por medio de una sucesión de actos individuales, edifica una identidad
propia. Este proceso de institucionalización se halla directamente relacionado con
la definición identitaria y con la autorrestricción43
, que lleva a la Corte a limitar
su margen de opciones y atenerse a las elecciones estratégicas que va realizando.
La institucionalización es un proceso plagado de tensiones. El Tribunal se encuentra
en el marco de relaciones de poder gobernadas por un sistema de frenos
y contrapesos y ello hace que su posicionamiento tenga un aspecto estratégico
ineludible. En este ámbito, la estrategia de legitimación de la Corte asume una
lógica política, es decir, debe tomar una posición de fuerza frente al resto de los
poderes que la obliga a administrar sus recursos (decisiones judiciales) a través
del impacto sobre la opinión pública, como modo de generar legitimidad. Asume
así la lógica de los actores con los que debe interactuar, ya que la necesidad
de supervivencia en el corto plazo le impide recostarse en su propio terreno (el
discursivo-cultural). Pero si queda apresada en esta lógica y no tiene en mira la
construcción de largo plazo, la Corte Suprema pierde identidad y se despega de las razones que justifican su existencia en el sistema –y, consiguientemente, su
legitimidad–. Es decir, comienza a haber una brecha difícil de cubrir entre el rol
definido institucionalmente y el que cumple en la realidad. Si logra un equilibrio
entre la lógica estratégica y la lógica cognitivo-discursiva, ello le permite realizar
la transición y acumular poder simbólico, definiendo un ámbito de actuación autónomo.
Esa definición supone una “autorrestricción” del campo de posibilidades
a su alcance mediante la fijación de reglas de conducta a las que deberá someterse44
. En otras palabras, la consolidación de una identidad conlleva dejar de lado
otras posibles y es en este sentido en el que la construcción institucional lleva
implícito un proceso de autolimitación.Al autorrestringirse, el Tribunal define el caudal de legitimidad que requiere para
obtener la aceptación de sus decisiones. Esto es así porque los costos en términos
de legitimidad –o caudal de legitimidad necesaria para que determinados mandatos
sean obedecidos– son muy diferentes si lo requerido es un apoyo activo o
una mera aceptación pasiva. Cuando el Tribunal “manda” realizar una conducta,
máxime si esta engloba una política pública determinada –por ejemplo, desagregación
de escuelas–, el nivel de legitimidad con el que debe contar es máximo. En
cambio, cuando “dice” el Derecho y establece una determinada interpretación,
lo que su acción requiere es meramente una actitud pasiva y receptiva –una “no
rebeldía”–45
. La diferencia de legitimidad requerida por la Corte Suprema también
se hace notar en el modo que utiliza para conseguir esa legitimidad. Por ejemplo,
si la Corte, por llevar a cabo estrategias “activistas” o por estar en un periodo de
reconstrucción de su imagen, necesita mayor apoyo de la ciudadanía tendrá que
diseñar instrumentos para llegar a ella y lograr su adhesión. Para ello va a requerir
de los canales que le proporcionan los medios de comunicación y va a tener que
diseñar una política de comunicación con esos objetivos. La tensión se produce
porque, en estas circunstancias, la Corte se hace dependiente de un nuevo actor,
al cual no controla y debe decidir si someterse o no a las reglas de juego de los
medios. En la medida en que lo haga –por ejemplo, porque necesita amplificar su
audiencia– perderá autonomía de acción ya que debe aceptar una lógica mediática
que está gobernada por principios diferentes a la judicial46
. Si se autorrestringe
en esta relación y conserva el manejo de las variables de su comunicación, pierde
alcance pero gana autonomía para la difusión de su mensaje47
. Este es otro ejemplo de decisión estratégica que el Tribunal debe adoptar y que define su perfil
comunicativo-institucional.
La mediatización de la escena política modifica las variables de legitimidad, al menos
según las categorías weberianas. En efecto, la dinámica de los medios personaliza
las relaciones generando una tendencia hacia la legitimidad carismática.
Esta tendencia complica el proceso de institucionalización de órganos como la
Corte Suprema, más aún cuando su carácter colegiado genera fuerzas de sentido
contrario a la unidad. Los tribunales han intentado tradicionalmente asumir un
equilibrio entre la individualidad de sus miembros y la pertenencia a una institución
que los trasciende. A generar ese balance responden prácticas que van desde
la vestimenta –por ejemplo, togas igualadoras– hasta la limitación de votos en disidencia48
. De acuerdo con la visión canónica de Weber, deberíamos sostener que la
legitimidad de la Corte deriva de la dimensión legal-racional que la relaciona con la
fuerza del Derecho. Sin embargo, tienen en ella incidencia fundamental tanto los
aspectos tradicionales como los carismáticos, que son los que le permiten, según
vimos, adaptar el derecho a las necesidades sociales. La legitimidad tradicional,
en tanto respeta un modo de hacer las cosas adecuado a la idiosincrasia local, se
relaciona con la institucionalidad en su sentido cognitivo. Mientras tanto la carismática,
en tanto significa el seguimiento a un líder con base en sus condiciones
personales, puede asumir la forma personalizada de la adhesión a los miembros
del Tribunal o, por el contrario, una forma institucionalizada de confianza que
exceda a esas personas individuales. En este último caso, se “confía” en la institución
personalizándola y haciéndola vivir como un organismo supraindividual lo
cual supone una “autorrestricción” de sus miembros que se someten a las necesidades
de institucionalización de la corte49
.
En síntesis, las líneas de tensión que cruzan la construcción de legitimidad de la
Corte Suprema son complejas: estrategia frente a identidad; corto plazo frente a
largo plazo; activismo frente a restricción; exposición a los medios frente a preservación
de imagen; legitimidad carismática personal frente a legitimidad institucional.
Según vimos en los párrafos precedentes, estas opciones están lejos de
ser excluyentes. Más bien, de acuerdo con el caudal de legitimación con el que
cuentan, y con el objetivo que pretenden conseguir, los tribunales se enfrentan
a decisiones estratégicas acerca de cómo lograr el equilibrio entre esas variables.
Ese balance no es neutro, sino que es un equilibrio en pos de un objetivo: llegar a
una legitimidad institucional que trascienda –sin desconocerlos ni minimizar su
importancia– los conflictos políticos circunstanciales, las sentencias concretas y
los miembros individuales que componen la Corte Suprema. Para ello, conforme
venimos argumentando, es fundamental la construcción de una identidad que
defina las funciones que se autoadjudica en el sistema y que las mismas estén de acuerdo con las necesidades de la sociedad y del sistema jurídico. Asimismo, esta
identidad debe construirse sobre las bases profundas del diseño institucional,
realzando la función discursivo-cultural del Tribunal y su misión como formador
del discurso constitucional de la sociedad50
. La política comunicacional que
asuma el Tribunal debe articular las tensiones examinadas con un sentido constructivo,
creando lazos entre los actos materiales que la Corte Suprema realiza, la
definición de su rol en el sistema y la construcción de una esfera pública donde
la Constitución tenga una voz preponderante.
4. El proceso de construcción de la “nueva” Corte Suprema argentina
Parte importante de la complejidad que tiene evaluar estos procesos de institucionalización
está dada por la dificultad de separar tajantemente las dimensiones simbólicas
y materiales de los actos que realizan los tribunales, característica propia
de un órgano que decide cuestiones y, al hacerlo, va construyendo su identidad
institucional. Esto obliga a una doble lectura, tanto desde lo disciplinar —los tribunales
emiten decisiones jurídicas que tienen consecuencias políticas, económicas
y sociales que se revisten de formas culturales para dotarlas de significado— como
desde lo temporal –la resolución de los casos es más o menos inmediata pero los
cambios más profundos (por ejemplo, la transformación de una concepción jurídica)
llevan tiempo–. A esta nota estructural podemos sumarle una complicación
metodológica derivada de la falta de instrumentos fiables que midan las variables
en juego51
. Conscientes de estos desafíos intentaremos explorar ahora cómo juegan
algunas de las variables estudiadas en un relato de las estrategias de construcción
institucional desarrolladas por la Corte Suprema argentina a partir de
su renovación en el periodo 2003-2004. Por lo que venimos sosteniendo, lo que
aquí digamos funcionará como hipótesis de trabajo, como propuesta de un camino
por recorrer antes que como evaluación de uno ya transitado. Son “intuiciones”
cualitativas que si bien no nos permiten aplicar/comprobar el marco teórico que
venimos desarrollando, sí nos abren nuevas perspectivas de análisis a partir de
confrontar algunas de sus categorías con la multiformidad de un proceso real52
. Serán las distintas capas de la realidad que emerjan, por otra parte, las que nos
obligarán a realizar un análisis que intenta trascender los límites del derecho, la
ciencia política y la sociología, englobando todas esas disciplinas y sumando otras
como la comunicación y el análisis cultural.
En este sentido, el análisis del caso de la Corte Suprema de la República Argentina –como modo de ejemplificar las dinámicas y tensiones implícitas en la construcción
de legitimidad– tiene el interés teórico de constituir una muestra de ese proceso
en un contexto de baja estabilidad institucional. Esta particularidad refuerza la
afirmación de que la legitimidad no es algo dado sino que requiere construcción y
ese proceso asume desafíos nuevos en el marco de un sistema institucional inestable.
En el caso de la Corte Suprema argentina analizaremos el periodo que va
desde el año 2003 hasta la actualidad. Al inicio de ese proceso, el Tribunal había
llegado a sus mínimos históricos de legitimidad, luego de una década en la que
sufrió un proceso de grave deslegitimación política53
. Esta profunda crisis motivó
una creciente presión ciudadana que se hizo patente en las protestas llevadas a
cabo en demanda de solución judicial a los problemas de la crisis financiera del
2001-2002. Haciéndose eco de ese clamor, el entonces presidente Néstor Kirchner
promovió el juicio político a cinco de los miembros de la Corte Suprema54
y designó
a cuatro de los actuales integrantes55
. Para ello, empleó un proceso que acentuó
la posibilidad de la participación ciudadana en la designación e hizo que los
nuevos nombramientos adquirieran una alta visibilidad pública56
. De ese modo, a
fines del 2005, la “nueva” Corte Suprema se hallaba constituida y se enfrentaba
al desafío de reconstruir su legitimidad y su perfil institucional.
El modo en que se produjo la renovación tiene una importancia fundamental en
relación con su legitimidad. El recambio de miembros desprestigiados y acusados
de no contar con los pergaminos para el cargo, por candidatos de larga trayectoria
académica o judicial, supuso para el Tribunal una inyección carismática de
legitimidad no atribuible a la institución en sí misma sino derivada de la legitimidad
individual de sus nuevos miembros. La Corte pasaba a ser así una “Corte de
notables”57
. Esta renovación radical de sus miembros le permitió trazar una línea
divisoria respecto del pasado, la misma que nos ha permitido a nosotros calificarla
como una “nueva” Corte58
. Así, no resultó difícil oponer los cambios que la nueva
conformación iba proponiendo a las prácticas de la “vieja” Corte. Ante la imagen
de un Tribunal configurado de espaldas a la sociedad y cuyo “funcionamiento es
difícil de conocer”59
, la nueva conformación llevó a cabo una política de transparencia
que se concretó en la publicidad de sus sentencias y trámites de expedientes así como en la apertura de los procesos judiciales a nuevos actores, a través de
la adopción de figuras provenientes del derecho estadounidense como los amicus
curiae y las audiencias públicas60
. Para esa tarea, la Corte Suprema recogió las
iniciativas de las ONG más relevantes, que se habían nucleado y emitido varias
propuestas de reforma bajo el título de “Una Corte para la Democracia”. En este
movimiento fundacional, entonces, la Corte adquirió legitimidad derivada de tres
fuentes: la carismática de sus nuevos miembros, la proveniente de la copia de
modelos “virtuosos” o legitimidad isomórfica61
y, finalmente, la legitimidad moral
de sus nuevos socios –“representantes de la sociedad civil”–.
Con este capital inicial, la Corte Suprema empezó su andadura, dejando entrever
en algunas declaraciones y sentencias iniciales que tenía interés en “autorrestringir”
su competencia y marchar así hacia un modelo semejante al de un Tribunal
Constitucional. Abonaban esta tesis el uso por parte de la Corte Suprema de modalidades
sentenciales atípicas, la modulación de los efectos del control de constitucionalidad,
el trazado de vinculaciones dialógicas con otros poderes del Estado
y la corrección de omisiones constitucionales62
, todos ellos aspectos novedosos
de su labor jurisprudencial y que suponían una renovación de los instrumentos
habitualmente utilizados por el Tribunal. A través de ellos, la Corte se mostró
preocupada por los problemas de la “gente”, por ejemplo, la situación carcelaria
en la provincia de Buenos Aires, la contaminación ambiental en el Riachuelo y la
movilidad jubilatoria. Estas causas –todas ellas de una gran complejidad política–
la situaron en una posición activista, innovando en las formas jurídicas e instando
al resto de los poderes públicos a la acción. Sin embargo, esta línea jurisprudencial
no se tradujo en una reflexión más consciente acerca de su rol institucional,
por ejemplo, a través de sus sentencias63
o por la explicitación de su política de
construcción de identidad. Más bien, se trató de un manejo casuista e incremental
motivado por necesidades estratégicas de legitimación social pero que la Corte
Suprema no quiso (o no pudo) institucionalizar como una visión general64
.
Esta última afirmación, que implica que la Corte ha asumido una perspectiva estratégica
de legitimación caracterizada por la visión de corto plazo, es confirmada por una serie de elementos. En primer lugar, su posicionamiento frente al poder
político. El Tribunal ha balanceado su actitud proactiva de fijación de agenda en
temas socialmente relevantes con una deferencia hacia las iniciativas gubernamentales.
Así, no se ha opuesto a las políticas principales que ha llevado a cabo
el Gobierno y que han llegado a sus estrados (por ejemplo, crímenes de lesa humanidad,
corralito financiero, Ley de Medios), y ha evitado su participación en
varios asuntos en los que se discutían los límites de las competencias de los poderes
políticos (por ejemplo, reforma del Consejo de la Magistratura, crisis del
Banco Central, control de los Decretos de Necesidad y Urgencia)65
. Este equilibrio
le ha permitido mostrarse autónoma e independiente, evitando conflictos políticos
que pusieran en duda su estabilidad, a través de una lectura de corto plazo
de la repercusión de su acciones sobre el sistema político. En segundo lugar, las
reformas institucionales. Muchas de las iniciativas de reforma institucional que
ha llevado a cabo han quedado como objetivos de política más que realizaciones
concretas. La estrategia del Tribunal ha sido impulsar medidas (por ejemplo, la
instauración de audiencias públicas) que le brindan legitimidad, pero que luego
no son implementadas de modo efectivo y pleno66
. De este modo, en lugar de
propender a una mayor institucionalización –en la medida en que las reformas
brinden elementos de autorrestricción de la actividad de la Corte Suprema–, las
reformas le han dado mayor discrecionalidad en el manejo de los instrumentos,
lo cual denota una preeminencia del corto sobre el largo plazo 67
.
En tercer lugar, la política comunicacional. El canal por el cual estas políticas se
han transmitido, la política comunicacional, ha tenido un sesgo pragmático. Elárea de las comunicaciones ha sido uno de los lugares estratégicos en los que la
Corte se ha focalizado. Opuesta a la anterior cultura del sigilo y del secreto judicial,
el Tribunal ha adoptado, frente a su tradicional posición pasiva, una actitud
proactiva respecto de la comunicación68
. Así, entre muchas acciones, ha creado
el Centro de Información Judicial, ha facilitado la labor de los medios de prensa y
la accesibilidad de los ministros, lo cual se ha traducido en la casi cotidiana aparición de algunos de ellos en los medios de comunicación. ¿Cuál ha sido la idea
fuerza de esta política? Mostrar lo que el Poder Judicial (y la Corte, como representante
de ese poder) hace, entendiendo que hay un déficit de visibilidad mediático.
Esta formulación, a simple vista sensata, tiene enormes consecuencias respecto
de la función que la comunicación cumple en la construcción de legitimación. En
efecto, la Corte ha entendido que la participación de los medios es inevitable y ha
construido así una nueva relación con ellos. De este modo, ha logrado impactar
sobre la sociedad a través de sus decisiones pero ha reducido su estrategia a un
manejo de la relación con los medios, dejando de lado la construcción comunicacional
de una imagen institucional duradera.
Esta lógica de corto plazo, reflejada en las dimensiones antes vistas, resulta consistente
con una política de acumulación de recursos instrumentales que le permiten
a la Corte intervenir en la vida pública. La formación de esta base material
de poder se ha visto complementada con su estrategia de consolidación como cabeza
del Poder Judicial. Así como el Tribunal diseñó una política de construcción
de legitimidad de cara a la sociedad, también buscó cohesionar al Poder Judicial,
ponerse al frente de él y diseñar políticas de Estado para su transformación. Uno
de los instrumentos elegidos para el primer objetivo fue la instauración de las
Conferencias Nacionales de Jueces, reuniones en las que la Corte presenta temas
de debate y obtiene consenso para la fijación de políticas de Estado. La implementación
de muchas de esas políticas ha ido expandiendo el campo de acción de la
Corte Suprema a través de la multiplicación de sus estructuras y de su presupuesto.
Correlativamente, ha supuesto una sorda batalla con el órgano constitucionalmente
investido de muchas de las facultades de administración del Poder,
el Consejo de la Magistratura, a quien ha ido desapoderando de muchas de sus
facultades. Esta construcción de poder material “duro” aleja definitivamente a la
Corte de su posible configuración como Tribunal Constitucional –ajeno, por definición,
a la función de Gobierno–, y describe más una tendencia expansiva de su
competencia que una autorrestricción.
La visión altamente esquemática que acabamos de desarrollar nos permite, al menos, asomarnos a la complejidad de una política de construcción de legitimidad y a las muchas variables en juego. En el caso argentino se dio simultáneamente la necesidad de construir una legitimidad de corto y largo plazo. La Corte, atenta a las expectativas ciudadanas, adquirió un capital inicial respondiendo a la imagen tradicional de un Tribunal Supremo: transparente en su accionar, con integrantes idóneos y atento a las necesidades ciudadanas. Paradójicamente, fueron esas expectativas dirigidas al largo plazo –promesa de una institución radicalmente diferente a la que sustituían– las que le permitieron conseguir una legitimidad inmediata con la cual moverse en el sistema. A partir de ese inicio, la Corte parece haber desatendido el largo plazo y haberse concentrado en la edificación de un poder material sólido, dejando de lado algunas de sus alianzas y proyectos de reforma iniciales. Ello puede obedecer a múltiples razones que exceden el objeto de este artículo, y solo una visión más abarcativa podrá aportar luz al proceso. Al estar frente a un devenir en pleno desarrollo es difícil evaluar el mediano plazo de la formación de representaciones sociales, las cuales posiblemente cristalicen en un momento de crisis o de abierto desafío a la autoridad de la Corte. En el entretanto, el Tribunal sigue gozando de su legitimidad inicial, producto de la comparación, y construye identidad de modo implícito, por una combinación de estrategias circunstanciales y otras de mayor proyección que no terminan de mostrar perfiles lo suficientemente nítidos como para calificarlas como un proyecto.
5. Conclusiones
La independencia judicial, en el marco de una sociedad de medios, depende de
una serie de factores que exceden la mera letra de las normas constitucionales.
Como expresara hace un tiempo Melucci, en sociedades con alta densidad de información,
la vida social no solamente involucra recursos económicos “sino también
relaciones sociales, símbolos, identidades y necesidades individuales”69
. En
ese contexto, la dimensión material de la actividad de los tribunales supremos
comienza a perder peso relativo frente a la dimensión cultural, o sea, su capacidad
de crear significados que orienten la vida en común. En sociedades plurales,
muchas veces fragmentadas, la necesidad de integración social se hace acuciante
y los órganos judiciales tienen cada vez mayor protagonismo en las tareas de
ordenación social. El éxito de su tarea depende de su constitución como un actor
legitimado, que le pueda hablar a la sociedad y a los poderes públicos. La base de
ese poder está en su configuración institucional, pero ello nos dice poco acerca de
su fortaleza efectiva. Esta depende, más bien, de su propio proceso de formación
de identidad, en diálogo permanente con la sociedad, y de acuerdo con las restricciones
políticas del sistema al que pertenece. Este camino está lejos de ser lineal,
sea por la falta de una estrategia consistente o por la necesidad de adecuarse al
caudal efectivo de poder del que dispone. Las breves líneas dedicadas al ejemplo
de la Corte Suprema argentina corroboran la complejidad del análisis, así como
la necesidad de más datos y estudios para profundizarlo.
Este es un desafío para la academia, pero mayormente lo es para los propios tribunales que deberían incorporar crecientes dosis de reflexión y análisis sobre su
propio proceso de construcción institucional. La tarea no es fácil y pareciera que se
aplica aquí la máxima acuñada en los EE.UU. de que esta es una cuestión “demasiado
importante para ser dejada a los abogados”70
. La necesidad de colaboración
entre disciplinas se hace evidente, tanto desde el plano de la acción como desde el
del análisis. Ello traerá nuevas miradas, indispensables para notar dimensiones
de la realidad que en nuestra formación jurídica suelen quedar ocultas. El objetivo
de este artículo ha sido el de sacar a la luz algunas de esas cuestiones, que hacen
a la posición real de los tribunales en el sistema democrático, y problematizarlas.
Para ello, nos hemos concentrado en las complejas tensiones que el proceso de
construcción institucional de un tribunal supremo conlleva en el particular entorno
de la sociedad de medios. Queda un largo camino por recorrer y este requiere incorporar, como pregonaba Manuel García Pelayo, nuevos saberes y perspectivas
a nuestro viejo Derecho Constitucional.
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