DOI: 10.5294/dika.2018.27.1.1

Artículo

CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD Y LEGITIMIDAD POLÍTICA*

JUDICIAL REVIEW AND POLITICAL LEGITIMACY

CONTROLE DE CONSTITUCIONALIDADE E LEGITIMIDADE POLÍTICA

 

JEREMY WALDRON**

* Conferencia impartida en la Sala Plena de la Corte Constitucional de Colombia, Bogotá D.C., 4 de agosto de 2017. Traducción al castellano de Vicente F. Benítez R. (Universidad de La Sabana y estudiante del Doctorado en Derecho de NYU School of Law) y Santiago García J. (Universidad de La Sabana), quienes agradecen al profesor Waldron su orientación durante la traducción del texto, así como su autorización para publicarlo en Dikaion.

** New York University, School of Law, Estados Unidos. jeremy.waldron@nyu.edu.

 

Recibido: 21 de marzo de 2018 / Envío a pares: 21 de marzo de 2018 / Aprobado por pares: 11 de abril de 2018 / Aceptado: 17 de abril de 2018.


 

Resumen

Este artículo analiza la relación entre el control judicial de constitucionalidad y la legitimidad política entendida como la capacidad de un sistema político y jurídico de generar respaldo para la implementación de las leyes y políticas, incluso por parte de aquellos que se opusieron a estas por razones sustanciales. El artículo señala que a pesar de que existen diferentes modalidades de control judicial, así como diversas y respetables clases de legitimidad que se derivan de la función judicial, el control de constitucionalidad no está diseñado para producir legitimidad política. En tal sentido, y ante la imposibilidad de solventar esta dificultad democrática, se propone una serie de mecanismos para mitigarla como es el caso de la exigencia de supermayorías para decidir, la necesidad de contar con una presunción fuerte de constitucionalidad y la obligación de ofrecer razones que aborden explícitamente las preocupaciones democráticas. Finalmente, el artículo hace un llamado a la civilidad en el litigio constitucional, con el fin de evitar la demonización del oponente y abrir espacios de legitimidad política en el control de constitucionalidad.

Palabras clave: Control de constitucionalidad; legitimidad política; democracia; derecho constitucional; cortes constitucionales.

Abstract

This article analyzes the relationship between a judicial review of legislation and the principle of political legitimacy understood as the capacity of a legal and political system to generate support for the implementation of laws and policies, even among those who are opposed to them on their merits. The article claims that, despite the existence of multiple forms of judicial review, as well as diverse and respectable sources of legitimacy, judicial review is not designed to generate political legitimacy. In this sense, given the impossibility of solving this ‘democratic difficulty,’ the article proposes different approaches that might help to mitigate it, as is the case of judicial super-majorities to strike down legislation, following a strong presumption of constitutionality or offering explicit reasons for addressing these democratic concerns. Finally, the article calls for civility in constitutional litigation in order to prevent demonization of the opponent and to open the door to political legitimacy in the context of judicial review.

Keywords: Judicial review; political legitimacy; democracy; constitutional law; constitutional courts.

Resumo

Este artigo analisa a relação entre o controle judicial de constitucionalidade e a legitimidade política entendida como a capacidade de um sistema político e jurídico de gerar respaldo para a implementação das leis e políticas, inclusive por parte daqueles que se opuseram a elas por razões substanciais. O artigo aponta que, apesar de existirem diferentes modalidades de controle judicial, assim como diversas e respeitáveis classes de legitimidade que derivam da função judicial, o controle de constitucionalidade não foi traçado para produzir legitimidade política. Nesse sentido, e diante da impossibilidade de solucionar essa dificuldade democrática, propõe-se uma série de mecanismos para mitigá-la, como é o caso da exigência de supermaiorias para decidir, a necessidade de contar com uma forte presunção de constitucionalidade e a obrigação de oferecer razões que abordem explicitamente as preocupações democráticas. Finalmente, o artigo faz um chamado à civilidade no litígio constitucional, com o objetivo de evitar a demonização do oponente e abrir espaços de legitimidade política no controle de constitucionalidade.

Palavras-chave: Controle de constitucionalidade; cortes constitucionais; democracia; direito constitucional; legitimidade política.


 

Sumario

1. Modalidades de control de constitucionalidad. 2. Preocupaciones acerca de la legitimidad del control de constitucionalidad. 3. Los requerimientos de la legitimidad. 4. La dificultad democrática. 5. ¿Una dificultad contramayoritaria? 6. Características democráticas del control de constitucionalidad. 7. La posibilidad de reforma constitucional. 8. Mitigar la dificultad democrática. 9. Evitar la demonización. Bibliografía.

 

1. MODALIDADES DE CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD

 

Muchas democracias modernas —incluida la colombiana— se enorgullecen merecidamente de sus constituciones, así como de su tradición judicial en defensa de la supremacía constitucional mediante la anulación de aquellas leyes o normas gubernamentales contrarias a los derechos que se encuentran garantizados en estas constituciones. Estas democracias se precian de que, en estos asuntos, comparten un legado de prácticas constitucionales con otras democracias consolidadas en el mundo, como son los casos de Alemania, Canadá y Estados Unidos, y algunos países de Latinoamérica como Brasil. Alrededor del mundo, la definición del concepto de democracia parece estructurarse a partir de la existencia de garantías expresas de protección de los derechos individuales, de la presencia de mecanismos de legislación representativa, del establecimiento de elecciones periódicas y de la garantía del sufragio universal.

En la actualidad, las cartas de derechos dominan las constituciones. Derechos fundamentales (y a veces no tan fundamentales) se erigen, hoy en día, como límites al Gobierno gracias a su inclusión en el documento que justamente confiere y define las atribuciones gubernamentales. En Estados Unidos, la Declaración de los Derechos (o Bill of Rights) fue añadida en 1791 como una suerte de idea tardía para apaciguar las críticas de aquellas personas que se habían negado a ratificar la Constitución original con fundamento en la inexistencia de una carta de derechos. En la Constitución de Colombia, por el contrario, los derechos están previstos a partir del Título II, esto es, justo al comienzo de la Constitución de 1991. La presencia de estos derechos al inicio del texto constitucional, junto con el amplio apartado que se dedica a su desarrollo, revelan su importancia.

Es cierto que el poder judicial asume diversos roles en diferentes democracias. En algunos casos, las cortes tienen la facultad de determinar la constitucionalidad de una ley en el marco del proceso legislativo que da lugar a su aprobación. Estas cortes ejecutan un control de constitucionalidad ex ante y operan de una forma similar a una cámara legislativa no elegida. En otros casos, como en Estados Unidos, la Corte solo puede ejercer un control ex post, en el cual debe considerar casos y controversias reales que surgen después de que la norma bajo escrutinio se encuentra vigente. Existen también reglas de acceso para presentar peticiones de inconstitucionalidad contra las leyes: Colombia es uno de los estados más generosos del mundo en este frente.

En algunos Estados, la corte constitucional tiene la capacidad de retirar la norma inconstitucional del ordenamiento jurídico, esto es, de los mismos códigos o leyes escritas. En otros casos —y nuevamente esta es la situación en Estados Unidos— la norma inconstitucional aparece formalmente en códigos y leyes, pero la Corte anuncia que esta no podrá ser aplicada. Por ejemplo, si los precedentes hito que establecieron el derecho al aborto en los Estados Unidos —Roe v. Wade o Planned Parenthood v. Casey— fueran reversados por una Corte compuesta mayoritariamente por jueces nominados por Trump, no sería necesario que los estados de la Unión legislaran en contra del aborto: la legislación que fue inaplicada en 1973 o 1992 simplemente reviviría y su aplicación ya no estaría prohibida. Todas estas son variaciones interesantes porque representan, parcialmente, diferentes tradiciones de arquitectura constitucional y de filosofía del derecho. Aunque no todo el mundo lo advierte, estas variaciones también evidencian, en parte, cierto recelo —incluso en Estados Unidos, el Estado pionero del control fuerte de constitucionalidad— de conceder a las cortes un grado considerable de autoridad directa sobre el legislador y sobre las normas escritas (i. e. códigos y leyes).

De hecho, este último punto se relaciona con otra de las principales distinciones que existen al interior de los diversos sistemas de control de constitucionalidad: la diferencia entre control de constitucionalidad fuerte y lo que denominaré, a partir del trabajo de Stephen Gardbaum, formas débiles de control judicial de constitucionalidad.1 En un sistema de control fuerte, como es el caso de Colombia o Estados Unidos, una sentencia en contra de la medida legislativa enjuiciada la hace inoperable (mediante una de las formas que discutí en el párrafo anterior). En un sistema de control débil, la corte profiere una suerte de declaración de incompatibilidad entre un artículo de la constitución y la legislación analizada. Esta declaración puede producir efectos políticos muy serios y, en ocasiones, incluso efectos institucionales profundos, pero la disposición legislativa problemática no se vuelve inoperable. La declaración simplemente advierte sobre la inconstitucionalidad de la norma, y permite que el parlamento o los ministros que lo controlan tomen alguna decisión al respecto. El legislativo —elegido y responsable ante el pueblo— conserva su capacidad de operación y mantiene su competencia de modificar la norma positiva, aunque ejerce esta atribución por cuenta de una declaración de incompatibilidad y de una forma relativamente limitada por la decisión de la corte.

Esta forma débil de control de constitucionalidad se estableció en Estados como el Reino Unido, debido a que quienes diseñaron el sistema constitucional no estaban seguros de empoderar y privilegiar una mayoría simple de jueces no elegidos sobre los representantes elegidos del legislativo. Quienes crearon estos regímenes constitucionales estaban preocupados —y creo que con razón— de otorgar la facultad de declarar la inaplicabilidad de leyes inconstitucionales a una mayoría simple de jueces no elegidos (y sin responsabilidad política), más aún cuando estas leyes son aprobadas mediante una serie de procedimientos mayoritarios complejos, y por un legislativo elegido y controlable por medio de elecciones periódicas.

Preocupaciones similares sobre la legitimidad democrática explican la presencia de la “cláusula derogatoria o sin perjuicio de” (notwithstanding clause) en la Carta Canadiense de Derechos y Libertades: la legislación canadiense (provincial o nacional) puede ser aprobada de una forma tal que quede exenta de cualquier escrutinio judicial, es decir, las asambleas canadienses pueden legislar “sin perjuicio de” los derechos de la Carta. En la práctica, sin embargo, esta cláusula no se invoca frecuentemente.2

Como se sabe, soy originario de Nueva Zelanda y allí las cortes no pueden retirar la legislación del ordenamiento, ni pueden negarse a aplicarla, incluso en aquellos eventos en los cuales la ley quebrante derechos humanos (en Nueva Zelanda los derechos se encuentran en el Bill of Rights Act de 1990). No obstante, las cortes pueden tratar de encontrar interpretaciones de la ley que neutralicen la vulneración de los derechos.3

Algunos sistemas constitucionales, —Alemania es un ejemplo—, establecen simultáneamente formas fuertes y formas débiles de control de constitucionalidad. Estos son métodos alternativos que una misma corte podría utilizar. La Corte Constitucional de Colombia también emplea métodos como las sentencias moduladas para complementar el uso del control fuerte de constitucionalidad: por medio de ellas establece una interpretación específica (y autorizada) de los artículos bajo escrutinio, en lugar de, simplemente, retirarlos del ordenamiento jurídico de forma inmediata.

 

2. PREOCUPACIONES ACERCA DE LA LEGITIMIDAD DEL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD

 

No es posible comprender las versiones débiles de control de constitucionalidad sin entender las dudas que existen sobre las formas fuertes de control judicial. Estas dudas se originan en preocupaciones sobre la legitimidad y el posible carácter no democrático que supone permitir que jueces —no elegidos y electoralmente irresponsables— puedan retirar del ordenamiento jurídico leyes aprobadas por un legislativo que es representativo.

Creo que soy relativamente conocido —algunos dirían muy notorio— por articular y presentar estas preocupaciones sobre la legitimidad democrática del control de constitucionalidad: tal vez esto explica mi viaje a Colombia.4

Por supuesto que esta preocupación democrática no se origina, de ninguna manera, en mis planteamientos o en los de la actual generación de teóricos constitucionales que la han abordado. En Estados Unidos esta preocupación ha acompañado la práctica del control de constitucionalidad desde su misma creación. Aunque este país es considerado como un caso paradigmático de control fuerte de constitucionalidad, esta práctica sigue siendo controversial: Estados Unidos es también el paradigma del tradicional debate sobre la legitimidad del control de constitucionalidad, un debate que es más riguroso allí que en la mayoría de los otros países del mundo. Cuando se redactó la Constitución, los padres fundadores estaban preocupados por el posible surgimiento de una supremacía judicial y por la pérdida del balance entre las instituciones que demandaría cualquier constitución adecuadamente diseñada.5 Abraham Lincoln, en su primer discurso inaugural de posesión como presidente en 1861, al reflexionar sobre la cuestión de la extensión de la esclavitud a los territorios, señaló que

… si las políticas del Estado sobre aquellas cuestiones vitales que afectan a todo el pueblo son irrevocablemente definidas mediante decisiones de la Corte Suprema, en el mismo momento en que estas decisiones se toman en medio del litigio ordinario entre las partes […], el pueblo habrá cesado de ser su propio gobernante, habiendo, de este modo, prácticamente renunciado a su poder de autogobernarse para transferirlo a las manos de ese eminente tribunal.

Uno de los elementos más importantes del Discurso inaugural de Lincoln es la insistente caracterización de los desacuerdos que, en ese entonces, dividían y desgarraban a Estados Unidos:

¿Deben aquellos esclavos que han escapado de su servicio ser aprehendidos por las autoridades nacionales o estatales? La Constitución no lo señala expresamente. ¿Puede el Congreso prohibir la esclavitud en los territorios? La Constitución no lo señala expresamente. ¿Debe el Congreso proteger la esclavitud en los territorios? La Constitución no lo señala expresamente. De estas preguntas surgen todas nuestras controversias constitucionales y a partir de ellas nos dividimos en mayorías y minorías. Si la minoría no cede, la mayoría debe hacerlo o de lo contrario el gobierno habrá cesado.

Lincoln expresó sus preocupaciones sobre la supremacía judicial justamente desde esta perspectiva, esto es, al reconocer la existencia de desacuerdos. Por ello es preciso que asumamos que alrededor de todas las preguntas controversiales que surgen de la interpretación de los textos constitucionales existen desacuerdos de buena fe. En Colombia estos desacuerdos están presentes en asuntos tan diversos como el proceso de paz, el concordato entre el Estado y la Iglesia católica o en los debates respecto de la autonomía individual y el uso personal de narcóticos. En todos estos temas, la pregunta siempre es: ¿cómo resolvemos estos desacuerdos? ¿Deben resolverse por medio de las instituciones elegidas popularmente o mediante instituciones no elegidas?

Ni siquiera Lincoln o Alexander Hamilton —80 años antes en El Federalista— habrían rechazado el control judicial de constitucionalidad sobre estos asuntos. Ellos seguramente consideraron —de una manera semejante a como lo han hecho constituyentes en diversas partes del mundo— que existen argumentos que militan a favor de un sistema de control de constitucionalidad: la judicialización de la política puede inyectar una dosis de humanidad y contribuir a la estabilidad del sistema político, así como a la protección de las minorías. Todos estos argumentos aportan un peso considerable que inclina, en cierto grado, la balanza en contra de las preocupaciones referentes a la legitimidad democrática. Y a lo largo de estos años en este debate he aprendido a respetar estas razones. La legitimidad política no es todo lo que hay que decir sobre la democracia, y existen ventajas asociadas con el control de constitucionalidad que no pueden lograrse sino a través de procedimientos no democráticos.

Pero estas consideraciones no hacen que las preocupaciones democráticas se evaporen o que desaparezcan. Por el contrario, un constitucionalismo maduro debe estar atento y abordar todas estas preocupaciones que compiten entre sí. Un sistema de control de constitucionalidad débil es una suerte de experimento que buscaría identificar cuántas de las ventajas del control de constitucionalidad se pueden asegurar sin la necesidad de una confrontación directa entre los poderes judicial y legislativo.

Pero mi argumento en este artículo es el siguiente: incluso en un sistema de control fuerte es posible (o debería ser posible) considerar, respetar y responder —desde el diseño mismo de las estructuras del control judicial, así como desde la forma en la cual se ejerce dicho control— a las preocupaciones democráticas acerca de la autoridad judicial. Lo que no respeto es el afán de algunos de mis colegas en la academia (y de algunos jueces también) de simplemente desacreditar y descartar las preocupaciones sobre la legitimidad, en lugar de considerar otras maneras como dichas preocupaciones pueden ser atendidas.

 

3. LOS REQUERIMIENTOS DE LA LEGITIMIDAD

 

No hay duda que una de las consecuencias de la relevancia que han adquirido los principios constitucionales y de la poderosa presencia de las cortes en la administración de la constitución es lo que el magistrado brasileño Luís Roberto Barroso ha descrito como “una significativa judicialización de los grandes asuntos políticos, sociales y morales”.

Ahora bien, la judicialización es un proceso que consiste en la transferencia de ciertos asuntos y decisiones de las manos de instituciones elegidas a favor de las instituciones judiciales. Y este proceso provoca problemas de legitimidad porque es inevitable —teniendo en cuenta las profundas diferencias en términos de estructura y de ubicación en la arquitectura del Estado— que las decisiones de las cortes no ostenten la misma base de legitimidad que las decisiones de un legislativo elegido. Creo que esto es innegable.

Y es a la “legitimidad” —en sus diferentes formas— a lo cual quiero referirme. Pero quisiera decir esto desde ahora: la legitimidad es una idea elusiva y resbaladiza que ha sido pobremente analizada en nuestra tradición teórica.

Yo defiendo una concepción de legitimidad bastante específica y exigente. Legitimidad se refiere a la capacidad de un sistema político y jurídico de generar respaldo para la implementación de las leyes y políticas, incluso por parte de aquellos que se opusieron a estas por razones sustanciales, es decir, por parte de aquellos que hicieron campaña en contra de esas políticas o leyes o que hubiesen votado en contra de ellas de haber tenido la oportunidad de hacerlo. Y creo que este es su sentido más importante: la capacidad de un sistema de generar respaldo para la implementación de leyes y políticas incluso por parte de aquellos que estaban en desacuerdo con el contenido de estas.

Esta capacidad puede ser entendida normativa o descriptivamente, esto es, en términos del respaldo que en realidad se genera, y en términos de las consideraciones que deberían provocar este respaldo. Las discusiones sobre legitimidad siempre se desenvuelven entre estos dos polos.

Legitimidad, en este sentido, no es solamente una relación entre el Estado y el individuo por la cual el primero ejerce su prerrogativa de ejecutar una medida particular o varias medidas en general. Legitimidad también tiene que ver con las relaciones entre los ciudadanos, es decir, la calidad de sus relaciones en medio de sus desacuerdos políticos, y de sus luchas y confrontaciones en este ámbito. Legitimidad se relaciona con la forma en la cual los ciudadanos se reconcilian entre sí con todas las leyes y políticas que son ejecutadas e implementadas en su nombre. Es una cuestión que se refiere a aquello que pueden decirse unos a otros cuando algunos de ellos respaldan una política y otros se oponen a ella.

Ahora, en este contexto la democracia juega un rol fundamental. Después de una elección o de una votación por parte de sus representantes, las personas pueden decirse unas a otras que la postura con la cual algunos están en desacuerdo fue adoptada mediante un procedimiento equitativo, en el cual se les dio la oportunidad de participar y en el que sus opiniones fueron igualmente respetadas. Este escenario incluye un proceso deliberativo equitativo, pero, sobre todo, supone la existencia de un procedimiento de decisión justo en el cual tanto opositores como defensores tengan la oportunidad de influir en la decisión por medio de su voto, y en el cual tengan la facultad de presentar sus posturas y que estas sean respetadas por igual. Precisamente esto es lo que decimos a aquellos que han perdido en la arena democrática: perdiste, pero el procedimiento fue equitativo y te trató a ti y a todos los demás como iguales.

En una democracia sana seguramente tendremos más cosas que decir para reconciliarnos con nuestros oponentes en sus derrotas. En un sistema político saludable, con un legislativo bicameral y un proceso legislativo complejo, los partidos de oposición (grandes y pequeños) se involucran en el proceso de redacción y modificación de las leyes, de tal modo que ellos pueden reconocerse en el detalle de las medidas legislativas que se aprueban, incluso cuando estos partidos se oponen en general a estas y se comprometen a derogarlas cuando sea su turno de estar en el poder en una próxima elección.

Aunque este elemento de equidad democrática es importante para dar contenido al concepto de legitimidad, sería equivocado negar que existen también otras fuentes de legitimidad. Una constitución estable y fielmente interpretada puede generar su propio respaldo entre la población. Un conservatismo estructural y el respeto por las instituciones también contribuyen, de manera significativa, a la idea de legitimidad, aunque con una constitución relativamente nueva esta legitimidad conservadora debe ganarse. Muchas personas, también, dan por sentados los principales rasgos de sus sistemas políticos, constitucionales y jurídicos: cuando la gente considera que estos sistemas operan de manera competente, libres de corrupción y no están diseñados para oprimir, las personas están prestas a reconocer las decisiones de dichos sistemas y a cumplir con sus mandatos. Algunas otras personas se impresionan por la pompa y solemnidad que acompaña algunos procesos de toma de decisiones públicas, sean estos democráticos o no. Y este aspecto decorativo de legitimidad puede, efectivamente, ser muy importante para las cortes.

También es posible que a algunos funcionarios del Estado se les reconozca una reputación por su eficiencia, experticia u objetividad. Aunque esta reputación puede ser una cuestión de carisma personal, usualmente tiene que ver también con la credibilidad institucional que proyectan ciertos órganos muy respetados como es el caso de las agencias, los bancos centrales y, nuevamente, las cortes constitucionales. No quiero negar nada de esto: la legitimidad tiene múltiples fuentes que no se agotan en la perspectiva democrática.

 

4. LA DIFICULTAD DEMOCRÁTICA

 

Esto es “legitimidad” en general. Veamos ahora la legitimidad aplicada al control de constitucionalidad. Creo que no es necesario explicar detalladamente la dificultad democrática que implica el control de constitucionalidad fuerte. Esta preocupación es bastante conocida: en una situación de desacuerdo político entre ciudadanos, entre legisladores y entre jueces —desacuerdos sobre valores sustantivos o sobre el significado de disposiciones constitucionales o sobre ambos asuntos—; un sistema de control de constitucionalidad a veces le confiere la última palabra al resultado de una simple votación judicial, a pesar de que, dentro de las diferentes partes en desacuerdo, los jueces son los funcionarios menos representativos y menos controlables electoralmente. Es cierto que los jueces pueden ser más objetivos, más reflexivos y más comprometidos con los valores constitucionales. Sin embargo, no tienen credenciales electorales (o, a lo sumo, estas credenciales son indirectas). Y aquellos cuyas opiniones son derrotadas en una corte por cuenta de una sentencia judicial, bien podrían preguntarse si esta es una forma equitativa de tomar esta decisión: estas personas bien podrían sostener que este modo de toma de decisiones no las respeta a ellas (ni a sus representantes elegidos) como verdaderamente iguales.

Esta es la preocupación democrática. Ahora bien, al momento de evaluar esta preocupación, naturalmente debemos tener en cuenta lo que ya he dicho más atrás: existen múltiples fuentes de legitimidad política, vale decir, no solo una.

Algunos académicos se refieren a una dimensión sustantiva de la legitimidad de las decisiones judiciales, que se opondría a una dimensión procedimental.6 Incluso si el control judicial de la legislación no goza de la misma legitimidad que otorga el proceso democrático, aquel recibe parte de su legitimidad gracias al gran número de personas que simpatizan con los valores sustantivos que dichas decisiones judiciales respaldan y reivindican. Pero esta legitimidad sustantiva elude el arduo trabajo que realmente tiene que desempeñar la legitimidad. La legitimidad sustantiva persuade a aquellas personas que respaldan el resultado de la decisión judicial y que comparten los méritos sustanciales de la misma. Sin embargo, la legitimidad tiene que hacer su trabajo más complejo con aquellos que se oponen sustantivamente al resultado de la decisión del juez. Y, por definición, lo que hemos llamado legitimidad sustantiva es incapaz de desarrollar esta labor.

Las fuentes no democráticas de la legitimidad de las decisiones judiciales son aquellas que mencioné en párrafos anteriores: el respeto por la constitución como norma suprema, y la poderosísima idea del Estado de derecho. Existe también la legitimidad funcional (y de clase) de las cortes, mediante la protección de la propiedad y de lo que llamamos en Estados Unidos los derechos del uno por ciento. También existe la legitimidad institucional de las cortes: el lugar de las cortes en un sistema constitucional que se percibe por la gente como merecedor de respeto, sin mencionar la solemnidad, el decoro y la dignidad que acompañan los procedimientos judiciales y que buscan impresionar a los ciudadanos del común (por oposición al estridente populismo de las ramas políticas). También existe, a favor de los jueces, una imagen de tranquilidad, competencia e incorruptibilidad en comparación con los políticos. Y también existe el conservatismo institucional con sus múltiples fuentes. Todo esto es importante.

Si he aprendido algo a lo largo de treinta años de persistentes esfuerzos por mantener la atención del público frente a los problemas de la legitimidad democrática del control de constitucionalidad, o por recibir alguna suerte de atención académica en estos temas, es esta: la legitimidad es siempre una amalgama compleja de consideraciones; pocos creen que la legitimidad democrática es la razón de ser de toda la discusión o su punto culminante; pocos consideran la ausencia de legitimidad democrática como un factor definitivo; la mayoría considera que la legitimidad es una amalgama de consideraciones normativas y empíricas. Estoy dispuesto a aceptar todo esto.

Pero del hecho de que puedan existir otras fuentes de legitimidad no se sigue que el problema democrático desaparezca. Este problema permanece allí inamovible como un reproche a la legitimidad de la decisión judicial, incluso aceptando que no es un reproche concluyente o definitivo. Es más, la permanencia del problema da lugar a que este sea interpretado como una fragilidad que debe explotarse: los actores políticos pueden comenzar a murmurar subrepticiamente acerca de las “decisiones que toman jueces que no rinden cuentas” o “supuestos jueces”. Y en tiempos de afán o estrés constitucional puede ser una fuente legítima de insatisfacción que puede explotarse. Por tanto, este problema no debería desecharse o menospreciarse. Por el contrario, tiene que ser realmente abordado.

 

5. ¿UNA DIFICULTAD CONTRAMAYORITARIA?

 

Es posible notar que cuando he caracterizado las preocupaciones sobre la legitimidad democrática de las cortes constitucionales contemporáneas he evitado usar una expresión común acuñada por Alexander Bickel: “la dificultad contramayoritaria”. Rechazo ese término por dos razones.

Primero que todo, la palabra “mayoritario” se refiere a un método de decisión que se usa en casi todos los órganos colegiales. Las cortes no son contramayoritarias en tanto que estas instituciones usan el método mayoritario precisamente para tomar sus decisiones y, usualmente, lo emplean en su forma más cruda. En la Corte Suprema de Estados Unidos —y supongo que en la Corte Constitucional de Colombia también— cinco votos derrotan a cuatro en un conteo simple, y eso es todo lo que hay para decidir asuntos de extrema importancia.7 Es interesante comparar este procedimiento judicial con la complejidad constructiva de los procesos de decisión bicamerales y secuenciales, que caracterizan las decisiones legislativas de más alto nivel. En el ámbito legislativo se usan procedimientos complejos de votación reiterada, mientras que en el caso de las cortes constitucionales se trata de una votación simple (y eventualmente cruda) en sus salas. Así que hay diferencias de complejidad. En efecto, la cuestión no tiene que ver con procedimientos de decisión mayoritaria frente a procedimientos contramayoritarios. Tanto las cortes como los legislativos son instituciones mayoritarias. Ambas utilizan el principio de mayorías para decidir. La diferencia tiene que ver con su método de elección y con su responsabilidad política.

En segundo lugar —y este es un punto muy importante—, el problema con el control judicial no es que algo que se denomina “la mayoría” o “la voluntad de la mayoría” se omite o se irrespeta. El irrespeto se produce frente a millones de personas ordinarias (consideradas como individuos, no como una colectividad) a quienes, bajo un sistema de control de constitucionalidad, se les priva de sus derechos políticos. No es necesario hablar como Rousseau; no es necesario usar el lenguaje colectivista de “el pueblo”, “la voluntad general”, “la voluntad popular” o “la mayoría”. Es a los votantes individualmente considerados —millones de ellos— a quienes se les irrespeta cuando se da prioridad a la decisión de una mayoría judicial sobre la decisión de una mayoría legislativa.

Quisiera subrayar este último punto porque algunos tratan de responder a la dificultad contramayoritaria señalando que el recurso a las instituciones políticas (como el legislativo) no soluciona esta dificultad. En efecto, dicen que el legislativo no necesariamente expresa la voluntad de la mayoría. Tal vez sea así. Pero en mi argumento sobre la legitimidad del control de constitucionalidad, la preocupación democrática no supone la existencia de una entidad denominada “el pueblo”, cuyas decisiones tienen el derecho a prevalecer, ni tampoco supone la existencia de un grupo llamado “la mayoría” que tendría el derecho a gobernar. Creo que deberíamos abandonar estas reificaciones. Lo que existe son personas individuales —millones de ellas— con perspectivas e intereses propios, quienes viven sus vidas en comunidad e individualmente, y, en ocasiones, en facciones o partidos por medio de los cuales buscan influenciar los corredores del poder. Estas personas aceptan que, en situaciones de desacuerdo, un solo individuo no puede asegurar que su opinión prevalecerá. De hecho, el ciudadano a menudo tiene que someterse a decisiones que estima injustas o que considera que malinterpretan los derechos que el pueblo posee. Esto es así bajo un sistema de gobierno judicial, pero también bajo un sistema regido por decisiones del legislativo. La diferencia radica en que, en un sistema fuerte de control de constitucionalidad, aquellos que toman las decisiones finales actúan como si las opiniones que defienden —las cuales, por supuesto, consideran correctas— fueran merecedoras de un mayor respeto que las opiniones que yo o cualquiera de mis millones de conciudadanos defienden. Esto significa que no es posible recurrir a la equidad democrática como una fuente de legitimidad del control de constitucionalidad. Esa es la dificultad democrática.

La gente señala que la democracia implica más que una simple decisión mayoritaria, y eso es cierto. Pero esta no es una razón suficiente para concluir que el sufragio universal no es importante o que la igualdad política de los ciudadanos del común no es relevante. Nuestros esfuerzos por crear un sistema electoral que sea fiel a estos valores son evidentes, del mismo modo en que trabajamos muy fuerte en el plano jurisdiccional por crear un sistema de cortes que respete las garantías del debido proceso. Las cortes no son perfectas, pero esto no es una razón para decir que el debido proceso no importa. Tampoco es suficiente para concluir que sus sentencias deben ceder frente a las decisiones de otra clase de órganos. De manera similar, los legislativos y los mecanismos electorales no son perfectos. Sin embargo, deberíamos tratar de sacar a la luz y reforzar los principios democráticos que les aplican, en lugar de permitir que sus decisiones deban ceder frente a las determinaciones de una institución que reviste un carácter fundamentalmente diferente.8

 

6. CARACTERÍSTICAS DEMOCRÁTICAS DEL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD

 

Quienes defienden las cortes y responden a la dificultad democrática consideran que esta puede ser rechazada por medio de dos argumentos: alegar la existencia de un “desencanto” general con lo que ellos llaman política mayoritaria, o atribuir características democráticas al poder judicial. Los legisladores son retratados como sobornables y pendencieros, y se descarta como ingenuo cualquier comentario sobre la dignidad normativa de la legislación. Por otro lado, el proceso judicial se describe con una luz cuasi-democrática, como si esto hiciera desaparecer la dificultad democrática.

No rechazo el énfasis en las características cuasidemocráticas de las cortes. Aquellos que eligen a los jueces son políticamente responsables por su elección. Además, las cortes están abiertas a todos los ciudadanos, proporcionan uno de los muchos puntos de acceso al sistema político para la gente común, y en un sistema como el de Colombia, la ciudadanía puede participar directamente en los procedimientos constitucionales mediante la acción pública de inconstitucionalidad. Y a veces —como en la decisión sobre la dosis personal de drogas— los procedimientos constitucionales pueden patrocinar debates participativos en la comunidad, que pueden ser más vigorosos que aquellos promovidos por los procedimientos legislativos. Todo esto ha sido enfatizado por los defensores del sistema de control de constitucionalidad en Colombia, y están en lo cierto al sentirse orgullosos de esto.9

El problema surge cuando su significado se exagera y cuando se realiza un esfuerzo para presentar esta descripción como una respuesta suficientemente perfecta a la preocupación democrática. No lo es. He oído decir que “el poder judicial, en ciertos contextos, es el mejor intérprete del sentimiento mayoritario”. Tal vez lo es por casualidad en algunos pocos casos, pero este no se encuentra estructurado o diseñado para serlo. Y no es suficiente decir que los jueces están siempre atentos a las mayorías. La estructura de los diseños institucionales importa; para eso están las constituciones. No es aconsejable que la garantía de la legitimidad democrática se deba confiar a mecanismos fortuitos. Por el contrario, se supone que las constituciones deben establecer instituciones que, en sí mismas, estén dedicadas a la legitimidad democrática y diseñadas para ser legítimas en su operar.

Se nos dice que tanto los jueces como los legisladores pueden funcionar como representantes. El concepto de representación es probablemente lo suficientemente amplio como para hacer que eso sea cierto. Thomas Hobbes llamó a su soberano el representante de toda la sociedad, y las credenciales representativas a menudo se justifican tanto de formas sanas como poco sanas por caudillos, por partidos políticos como el partido Bolchevique —o hasta hace poco el PRI en México—, e incluso por la reina en el Reino Unido. Podemos decir todo esto si nos gusta. Pero esto no responde a las preocupaciones del control de constitucionalidad predicadas del carácter bastante específico de la representación democrática.

Los legisladores son elegidos mediante procedimientos en los que todos pueden votar y sus votos cuentan por igual; por tanto, son también responsables electoralmente ante las mismas personas del común que son tratadas como iguales.

Además, la representación legislativa está estructurada para permitir la canalización de la opinión desde la gente del común hacia sus legisladores, y está diseñada para que no se descuide ningún interés sustancial en la comunidad, incluso cuando están en juego los intereses de los (que de otra manera serían) débiles y vulnerables. La representación legislativa está disciplinada por la equidad de una manera única, que no puede ser replicada por las otras concepciones de representación que he mencionado. Se puede reiterar que, en ocasiones, una corte puede llegar a ser representativa. Pero no está instituida para serlo.

 

7. LA POSIBILIDAD DE REFORMA CONSTITUCIONAL

 

Los juristas colombianos a veces defienden el control de constitucionalidad al señalar la capacidad del pueblo para reformar la Constitución.10 Una vez más, esto no debe ignorarse. Pero no es realmente una respuesta a la dificultad democrática. Por una parte, las reformas constitucionales en Colombia están sujetas a control de constitucionalidad, por lo que esta no es realmente una manera de otorgar la última palabra a los representantes del pueblo.

Por otra parte, una reforma constitucional puede ser incapaz de captar aquello que es problemático respecto de cierta decisión de la Corte. Lo problemático radica en que la Corte tergiversó el entendimiento de una disposición constitucional, no en que la misma deba, por la vía de la reforma, modificarse o eliminarse.

Y, de todos modos, no es nada deseable que la constitución se llene de docenas de reformas que respondan a casos particulares. En último término, el uso de esta estrategia agrega a la constitución una serie de capas de tecnicismo y dificultad a lo que podría haber sido, en un primer momento, un texto constitucional atractivo y directo.

 

8. MITIGAR LA DIFICULTAD DEMOCRÁTICA

 

Aun así, he reconocido que la dificultad democrática no es definitiva, puesto que las decisiones de las cortes constitucionales pueden fundarse en otras fuentes de legitimidad. Pero la dificultad democrática no desaparece; la existencia de otras fuentes de legitimidad no la hace desaparecer. Sigue siendo un reproche constante y un punto de vulnerabilidad constitucional en caso de que alguien quisiera ponerlo de presente.

Lo que deberíamos entonces preguntarnos es “¿Se puede hacer algo para mitigar la dificultad democrática con un control de constitucionalidad fuerte?”. Es importante señalar que no estoy buscando disipar o eliminar el sentido de dificultad, sino abordarlo.

He dicho que parte de lo que parece ser ofensivo del control de constitucionalidad es la ausencia, en el proceso judicial, de una complejidad mayoritaria, supermayoritaria, o (en su caso) contramayoritaria. En contraste, el proceso legislativo posee una estructura bicameral y cuenta con una serie de procedimientos complejos y escalonados. Institucionalmente, ¿es posible desarrollar una gama más compleja de filtros y umbrales para anular una ley?

En principio, sí. Podría introducirse mayor complejidad en las relaciones entre los poderes judicial y legislativo. Me refiero, por ejemplo, a un mayor uso de dispositivos que establezcan una relación de diálogo entre los tribunales y el congreso. Y este diálogo podría construirse de una manera genuinamente bilateral, al permitir un procedimiento solemne, posterior a la promulgación, mediante el cual el legislativo pueda defender formalmente la ley que ha aprobado, o defenderla formalmente como respuesta a una denuncia inicial formulada ante la corte constitucional.

En esta discusión debe aceptarse que la supremacía de la constitución no es igual a la supremacía de las cortes dentro del esquema constitucional. Otras ramas también pueden interpretar la constitución y se debe cierta deferencia a sus interpretaciones, especialmente cuando estas se articulan explícita y cuidadosamente. Una vez más, en los precedentes estadounidenses hay un desagradable historial de desdén en este sentido, por ejemplo, en City of Boerne v. Flores.11 La corte puede necesariamente tener la última palabra en casos particulares, pero eso no le da derecho a simplemente dejar de lado —nuevamente en virtud de una votación por simple mayoría entre sus miembros— los significados constitucionales que han surgido por la interpretación de las otras ramas del poder. En un sistema constitucional equilibrado se requiere —al menos— la debida consideración de estas interpretaciones.

Una alternativa para dotar de una mayor complejidad la etapa del control de constitucionalidad puede ser (como lo hacen muchos estados federados en Estados Unidos) requerir un procedimiento más elaborado que involucre el pleno de los jueces de la corte, en lugar de una mayoría simple de un panel de jueces. Cualquier cosa es deseable para evitar el simple voto de 5-4, así como las dinámicas políticas venenosas que se derivan, al menos en Estados Unidos, de este método de decisión simple. Existe la posibilidad de contar con un enfoque supermayoritario, en el que se requiera una decisión de 6-7 en cortes de 9 jueces, o de 7-8 en tribunales de 11. Uno o dos estados de Estados Unidos hacen esto. Así ocurre, por ejemplo, con Nebraska y Dakota del Norte que, de acuerdo con las reglas que gobiernan los procedimientos para declarar la inconstitucionalidad de leyes estatales en sus cortes supremas, requieren una votación de 4 de 5 y 5 de 7 respectivamente.12 Podríamos, incluso, imaginar un requisito de unanimidad, como solíamos tener para los juicios con jurado. Una decisión supermayoritaria requeriría algún ajuste en la relación que existe entre las decisiones de las cortes superiores e inferiores,3 aunque esto, para algunos en Estados Unidos, puede representar un obstáculo insuperable. Estas posibilidades son dignas de consideración, al menos como una reflexión teórica. En un área dominada por lo que pretende ser una retórica contramayoritaria, vale la pena preguntarse exactamente por qué deberíamos oponernos a estos cambios.

Además de esto, este requisito supermayoritario podría ser considerado como una expresión institucional de la presunción de constitucionalidad que milita a favor del legislativo, y como un mecanismo para asegurar que una declaratoria de invalidez de la legislación solo se produzca cuando su inconstitucionalidad esté fuera de toda duda. La presunción de constitucionalidad solía ser parte de la doctrina constitucional estadounidense14 y, por un tiempo, algunos consideraron la idea de que la inconstitucionalidad de una ley no podía considerarse probada —más allá de toda duda razonable— si un número importante de magistrados aún consideraba que era constitucional. A principios del siglo XX, el gran constitucionalista David Watson preguntó:

¿Es posible decir que una ley viola claramente la Constitución cuando cinco magistrados así lo declaran, y cuatro, con igual énfasis, declaran que claramente no lo es? Toda duda debe ser resuelta a favor de la constitucionalidad de la ley, y la Corte debe tener certeza al concluir que una ley es inconstitucional. Sin embargo, ¿puede materializarse esta condición de certeza cuando cuatro de los magistrados son igualmente sinceros, enfáticos y persistentes, y están igualmente convencidos en su posición de que la ley es claramente constitucional?

En los nuevos sistemas constitucionales, estas posibilidades merecen ser consideradas. El punto clave sería lograr evitar disputas al “borde del precipicio”, donde las decisiones alcanzadas con una mayoría mínima en el legislativo son igualmente respaldadas o desestimadas por una mayoría exigua en la Corte. En sistemas constitucionales ya consolidados, estas alternativas son útiles —al menos— como saludables experimentos mentales. Esto sin descartar otros mecanismos menos formalistas para respetar la presunción a favor de la legislación como sería el caso, por ejemplo, del modo en el cual los tribunales presentan las razones que soportan las interpretaciones usadas para arribar a sus decisiones.

También ayudaría si los jueces orientaran los argumentos de sus decisiones de tal modo que, de manera específica y explícita, afrontaran el problema de la legitimidad explicando —más allá del uso de términos formales— por qué es apropiado, en el caso en concreto, invalidar una decisión tomada por una rama del gobierno democrática y políticamente responsable. No es suficiente decir que —como lo hizo la Corte Suprema de Estados Unidos en Obergefell v. Hodges, la decisión sobre matrimonio entre personas del mismo sexo en Estados Unidos—, “cuando los derechos de las personas son vulnerados, ‘la Constitución exige un remedio a través de las Cortes’, sin perjuicio del valor general de los procesos decisionales democráticos”. Por el contrario, se debe tener la capacidad de defender la estrategia interpretativa adoptada para llegar a la conclusión de que un derecho constitucional está en juego: se debe tener la capacidad de defender dicho razonamiento a la luz de la preocupación democrática, por ejemplo, de una manera que demuestre que dicha preocupación se ha tomado en serio en cada paso del razonamiento (no únicamente en su conclusión, como sucede justamente en Obergefell). Cuando se afirma que la existencia de un derecho o alguna de sus implicaciones concretas se deriva implícitamente —en lugar de expresamente— del texto constitucional, ello debería suponer una carga argumentativa significativa al momento de explicar los movimientos interpretativos que fueron necesarios para arribar a dicha conclusión.

Los juristas colombianos se enorgullecen del hecho de que su aproximación a la interpretación constitucional es “sustantiva” en lugar de formalista.15 Nadie quiere ser visto como un formalista en estos tiempos. Pero debe reconocerse que en la medida en que una corte se aparte cada vez más de una interpretación formalista, sus decisiones se involucrarán, cada vez más, en el dominio de la política, que no es otra cosa sino la discusión sustantiva de cuestiones controvertidas de interés general. Si es cierto que “los problemas constitucionales son vistos ahora como temas de grado y proporcionalidad, que requieren poner en juego diversos valores, principios, intereses y derechos”,16 entonces, ¿por qué dichos problemas no son vistos, esencialmente, como decisiones políticas susceptibles a las negociaciones y a la búsqueda de equilibrios característicos de la política legislativa? El concepto de “jurisprudencia sustantiva” es ciertamente atractivo siempre y cuando se confronte únicamente con la “jurisprudencia formalista”. Si, en cambio, aquella se contrasta con la noción de “política democrática”, la pregunta que surge es: ¿por qué la toma de este tipo de decisiones antiformalistas debe estar a cargo exclusivamente de juristas?

 

9. EVITAR LA DEMONIZACIÓN

 

Finalmente, quisiera regresar a un punto que propuse al inicio de la discusión sobre la legitimidad. En ese momento afirmé que la legitimidad política no es exclusivamente una relación entre el ciudadano y el Gobierno; es también una cuestión acerca de las interacciones y discusiones entre los mismos ciudadanos. Sobre este punto, creo que es necesario considerar el impacto de las sentencias constitucionales en la civilidad política.

A menudo se dice que la función de un régimen constitucional es elevar ciertas posturas o principios más allá del alcance de la política. “La idea de una Constitución”, lo dijo en una ocasión la Corte Suprema de Estados Unidos, consiste en “retirar ciertas materias de las vicisitudes de las controversias políticas”.17 Podemos analizar esto de distintas maneras.

Probablemente introducir algo en la constitución es solo un juego de poder político, un intento de atrincherar una posición, y así proteger su predominio actual de las amenazas e inseguridades futuras de la política.

Pero la retórica asociada con la constitucionalización es mucho menos pragmática. La gente dice: existen ciertas acciones, ciertas posturas, que son tan opresivas o tan discriminatorias que no deberían ser toleradas en el mundo de la política. Deberían ser retiradas por completo de la agenda de discusión, y deberían ser demonizadas por ser inaceptables. Todos decimos esto sobre algunos temas: muchos de nosotros lo decimos acerca de la tortura, por ejemplo, o en torno a revivir la esclavitud. Y, de este modo, concebimos a las cortes constitucionales como las guardianas de esta frontera: las cortes se encargan de que aquellas cosas inaceptables no estén presentes nunca más en las discusiones de la política común. Bajo esta retórica, le decimos a nuestros oponentes luego de una victoria en la corte: “usted nunca ha debido promover este tema”. Demonizamos a nuestros oponentes por haber transgredido los límites de la decencia y de la justicia, por no cumplir con las reglas más fundamentales del juego. Estoy seguro que los lectores pueden reconocer dicha actitud.

El problema surge cuando los debates constitucionales implican un desacuerdo sobre la forma en la cual debe entenderse un derecho constitucional, es decir, cuando se presentan múltiples concepciones razonables y de buena fe, y que se enfrentan unas a otras. Piensen, por ejemplo, en los debates sobre la aprobación del aborto, sobre las acciones afirmativas, o sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo: hay personas decentes, así como interpretaciones constitucionales plausibles, en ambos lados del espectro. Aun así, la retórica del control de constitucionalidad persiste en la lógica de la demonización. Una victoria en la corte conlleva el reclamo de que la parte derrotada, desde un primer momento, no ha debido defender su posición; esta no solo fracasa políticamente —como ocurre con casi cualquier política en algún momento—, sino que debe ser denunciada por estar más allá de los límites de la política decente. El ánimo y el tono de esta denuncia es totalmente distinto al de una victoria política ordinaria en la cual todos saben que cualquier decisión puede ser revertida en las siguientes elecciones.

Claramente, la judicialización de la política usualmente implica la politización de la justicia, e inevitablemente la gente empieza a percibir las victorias constitucionales como posiciones políticas de corto plazo que pueden ser revocadas en el siguiente cambio de composición de la corte. Esto sucede continuamente en la política constitucional de Estados Unidos, y, una vez más, es en parte el resultado del requisito de mayoría simple que caracteriza la toma de decisiones judiciales.

Pero en el entretiempo, la retórica de la constitucionalización hace daño a la civilidad política y a la tolerancia mutua. El filósofo inglés Bernard Williams alguna vez reflexionó sobre la diferencia entre ser capaz de decirle al oponente derrotado “bien, perdiste”, y decirle “estabas equivocado” o “se demostró que estabas equivocado”. El primer caso es compatible con el reconocimiento de que su posición es honorable y honesta; es el equivalente a decir “mejor suerte la próxima vez”. Es el reconocimiento de que compartimos un espacio de civilidad con nuestros oponentes, y que nuestro objetivo es el de derrotar sus posiciones, no el de demonizarlas o erradicarlas. Esta fue precisamente una de las razones de la fuerte oposición de Williams a la moralización de la política.

El carácter mayoritario de la democracia auspicia una actitud más generosa y tolerante frente a una derrota política. Esta es la base de la legitimidad política ordinaria, la cual debe ser, inherentemente, tolerante y civilizada. Pero la legitimidad democrática es sumamente escasa en la política constitucional. Mi preocupación es que las formas disponibles de legitimidad —particularmente la legitimidad sustantiva de la reivindicación de los derechos constitucionales— son inherentemente intolerantes; demonizan al oponente; se regodean y celebran que una posición sea puesta más allá de los límites del discurso civilizado. Entre más asuntos políticos se judicialicen, mucho más aumentará la falta de civilidad en nuestra política.

Así, si quisiéramos hacer una recomendación final sería la siguiente: aquellos que defienden el control de constitucionalidad deben aprovechar la oportunidad que auspicia la preocupación por la legitimidad democrática para minimizar el alcance de sus victorias en las cortes. Deberían hacer lo que esté a su alcance para aceptar estas victorias con el mismo espíritu que lo harían si fuese una victoria política en lugar de una victoria moral. No quiero decir con esto que deben sentirse avergonzados con las victorias en las cortes. Por el contrario, lo que pretendo afirmar es que aquellos defensores del control de constitucionalidad no deben permitir que sus victorias judiciales oculten el hecho de la existencia de posiciones honorables en ambas partes, así como tampoco deben ocultar el hecho de que el triunfo de una de dichas posiciones es el resultado de una situación contingente en la distribución de las fuerzas políticas en la corte.

Paradójicamente, a pesar de que nos preocupamos todo el tiempo por la politización de la rama judicial, tal vez la única manera de rescatar las decisiones judiciales del envenenamiento e incivilidad que acompañan a la denuncia y a la demonización, sea mediante el trasplante hacia el foro judicial del espíritu político de negociación.

 

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Notas
1 Stephen Gardbaum, The New Commonwealth Model of Constitutionalism: Theory and Practice, Cambridge, Cambridge University Press, 2013.

2 Sección 33 de la Carta Canadiense de Derechos y Libertades: “(1) El Parlamento o la legislatura de una provincia puede promulgar una ley donde se declare expresamente que esta o una de sus disposiciones es aplicable sin perjuicio de alguna disposición […] de la presente Carta. (2) La ley […] con respecto de la cual esté en vigor una declaración bajo este artículo tendrá el efecto que tendría con excepción de la provisión de esta Carta a la que se hace referencia en la declaración”. Como señalé, esta cláusula se invoca rara vez y ha sido usada principalmente en el contexto de las políticas que involucran a Quebec.

3 Bill of Rights Act de 1990 de Nueva Zelanda, sección 4: “Ninguna corte podrá, en relación con cualquier ley (bien sea que se haya aprobado antes o después de la vigencia de este Bill of Rights), […] sostener que un artículo de cualquier ley ha sido implícitamente derogado o revocado o, de cualquier forma, sostener que es inválido o ineficaz; o […] negarse a aplicar cualquier artículo de una ley bajo el argumento de que dicho artículo es inconsistente con una disposición de este Bill of Rights”. Sin embargo, la sección 6 dispone que “cuandoquiera que sea posible darle una interpretación a una ley que sea consistente con los derechos y libertades contenidos en este Bill of Rights, esta interpretación se preferirá sobre cualquier otra”.

4 Jeremy Waldron, “The Core of the Case against Judicial Review”, Yale Law Journal 115 (2006), 1346.

5 Ver las observaciones de Alexander Hamilton en El Federalista 78.

6 Este es un contraste diferente a la distinción entre interpretación sustantiva y formalista.

7 Véase Jeremy Waldron, “Five to Four: Why do Bare Majorities Rule on Courts?”, Yale Law Journal 123 (2014), 1692.

8 Las controversias alrededor de los sistemas electorales son continuas y las mejoras se originan lentamente. Aún no hemos logrado presentar el principio de igualdad política como una función de la igualdad de los legisladores cuando votan en sus cámaras junto con la igualdad de los electores cuando votan en sus distritos electorales Buchanan, James y Tullock, Gordon, The Calculus of Consent: Logical Foundations of Constitutional Democracy, Ann Arbor, Michigan University Press, 1962, Capítulo 15.

9 César Gaviria, presidente liberal, en un discurso ante la Asamblea Constituyente: “Lo que se requiere es darles poder a los ciudadanos, y crear mecanismos para que ellos lo ejerzan de forma específica y ordenada, mediante canales institucionales, en cualquier momento y lugar. Eso es precisamente lo que se logra con una carta de derechos y derechos como los que estamos sometiendo a examen de la Asamblea: darles el poder a los ciudadanos comunes, para que cuando sean tratados de manera arbitraria, puedan tener alternativas a la agresión, la protesta violenta o la resignación sumisa y alienante. Lo que proponemos, y lo que es apropiado en una democracia, es que los ciudadanos puedan acudir a los jueces, […] ante la jurisdicción constitucional encabezada por la Corte Constitucional”.

10 Véase Manuel José Cepeda Espinosa, “Judicial Activism in a Violent Context: The Origin, Role, and Impact of the Colombian Constitutional Court”, Washington University Global Studies Law Review, 3 (2004), p. 670.

11 City of Boerne v. Flores, 521 U.S. 507 (1997); “Cuando las ramas políticas del gobierno actúan en el marco de una interpretación judicial de la Constitución ya emitida, debe entenderse que en casos posteriores […] la Corte tratará sus precedentes con el debido respeto a los principios establecidos, incluyendo el stare decisis, sin que haya lugar a atender las expectativas contrarias” (J. Stevens, Aclaración de voto).

12 Constitución de Nebraska, artículo V, sección 2. El requisito supermayoritario fue promulgado en 1920, http://nebraskalegislature.gov/laws/articles.php?article=V-2&print=true. Véase también discusión en Mehrens v. Greenleaf, 119 Neb. 82, 227 N.W. 325, Neb. (1929), p. 328: “Un acto legislativo siempre se presume que está dentro de los límites constitucionales, al menos de que lo contrario sea claramente aparente –regla seguida constantemente por esta Corte–. Sin embargo, el pueblo, siempre alerta y celoso de sus derechos adquiridos, en 1920 adoptó como enmienda a la Constitución de nuestro estado, como una salvaguarda adicional, la siguiente disposición (art. 5, § 2): ‘Ningún acto legislativo se considerará inconstitucional excepto por la concurrencia de cinco jueces’ –cinco séptimos de la membresía de la Corte–”.

La Constitución de Dakota del Norte es aún más rigurosa: requiere cuatro de cinco jueces para declarar la inconstitucionalidad de leyes estatales (art. VI, sección 4).

13 En Nebraska, todas las impugnaciones a la legislación son competencia de la Corte Suprema del Estado, por lo que la posición predeterminada (en ausencia de una supermayoría) es que la legislación se mantiene. En un sistema que permita impugnaciones en todas las instancias judiciales, el uso de un procedimiento de decisión supermayoritario sería más complicado. Por ejemplo, si un tribunal del distrito federal anula una ley, ¿se necesitaría, entonces, supermayoría en el tribunal de apelación para mantener esa sentencia o para dejarla sin efectos? ¿Cuál sería la posición predeterminada?

14 La descripción clásica de la presunción se encuentra en Ogden v. Saunders, 25 US 213, 270 (1827): “Se trata de un respeto que proviene de la sabiduría, la integridad y el patriotismo del cuerpo legislativo, por el cual cualquier ley aprobada se presume válida hasta que se demuestre la violación de la Constitución más allá de toda duda razonable”.

15 Véase Manuel José Cepeda Espinosa, “Judicial Activism in a Violent Context”, op. cit.

16 Ibid., p. 652.

17 West Virginia Bd. of Ed. v. Barnette, 319 U.S. 624, 638 (1943).

 

BIBLIOGRAFÍA

 

1. Buchanan, James y Tullock, Gordon, The Calculus of Consent: Logical Foundations of Constitutional Democracy, Ann Arbor, Michigan University Press, 1962, Capítulo 15.

2. Cepeda-Espinosa, Manuel José, “Judicial Activism in a Violent Context: The Origin, Role, and Impact of the Colombian Constitutional Court”, en Washington University Global Studies Law Review, 3 (2004).

3. Gardbaum, Stephen, The New Commonwealth Model of Constitutionalism: Theory and Practice, Cambridge, Cambridge University Press, 2013.

4. Waldron, Jeremy, “The Core of the Case against Judicial Review”, Yale Law Journal, 115 (2006), pp. 1346-1406.

5. Waldron, Jeremy, “Five to Four: Why do Bare Majorities Rule on Courts?”, Yale Law Journal, 123 (2014), pp. 1626-2133. En https://www.yalelawjournal.org/essay/five-to-four-why-do-bare-majorities-rule-on-courts.


 

Para citar este artículo / To reference this article / Para citar este artigo

Jeremy Waldron, “Control de constitucionalidad y legitimidad política”, en Dikaion, 27, 1 (2018), pp. 7-28. DOI: 10.5294/dika.2018.27.1.1.