DOI: 10.5294/dika.2018.27.1.8

Reseña

LORENZO PEÑA, VISIÓN LÓGICA DEL DERECHO. UNA DEFENSA DEL RACIONALISMO JURÍDICO, MADRID, PLAZA Y VALDÉS, 2017, 444 PP.

 

MARCELO VÁSCONEZ-CARRASCO*

* orcid.org/0000-0003-3530-9633. Universidad de Cuenca, Ecuador. marcelo.vasconez@ucuenca.edu.ec.


 

Lorenzo Peña, profesor vinculado ad honorem del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (Madrid), ha publicado su octavo libro, Visión lógica del derecho, en el cual expone su concepción de la filosofía del derecho, influenciada por el racionalismo ilustrado, y, en particular, por Leibniz. En la obra, Peña desarrolla su jusnaturalismo aditivo, aunado estrechamente a su lógica nomológica. Esta no es sino la aplicación de su sistema gradualístico y paraconsistente a la resolución de los problemas de la ciencia jurídica de nuestro tiempo. Dicha lógica se distingue, entre otras cosas, por contener infinitos grados de verdad, dos tipos de negación –una fuerte y otra débil–, y dos condicionales –el mero entrañamiento y la implicación, la cual es sensible a los matices de grado–. La distinción entre dos negaciones permite diferenciar una simple contradicción, que puede ser verdadera, de la supercontradicción, que es absurda. La lógica nomológica es la esencia del derecho natural. Como en toda su vasta producción, Peña revela su adscripción al método de la filosofía analítica, en la tradición de la philosophia perennis.

Ante la abundante profusión de detalles de la obra reseñada, no queda otra alternativa que apenas esbozar algunas de sus líneas principales, quedando el resultado lejos de reflejar la riqueza de su contenido.

El texto tiene dos partes, además de la Introducción y la Conclusión. En la Introducción, el autor trata de independizar la doctrina del derecho natural de su contingente asociación histórica con el régimen del general Francisco Franco en España. En el Capítulo I, Peña sienta las bases de su esencialismo jurídico, apoyándose en la dialéctica hegeliana. Sostiene que el derecho tiene una esencia eterna e inmutable, que choca con los varios ordenamientos jurídicos existentes en nuestras sociedades. Este desajuste entre esencia y existencia del derecho conlleva la necesidad de denunciar las variadas concreciones corrompidas de este, y depurarlas desde una captación de su naturaleza intrínseca. En el Capítulo II, Peña presenta su sistema de lógica jurídica. Sobre esta doble fundamentación jusfilosófica y lógica se despliega la segunda parte, la cual es una verdadera disputatio, al estilo de Francisco Suárez, ya que el autor da respuesta cabal a 53 dificultades lanzadas, especialmente desde el bando del juspositivismo, en contra de su jusnaturalismo.

La visión lógica del derecho desarrollada en el texto se resume en el siguiente pasaje: “el derecho, por esencia, por su función social, tiene siempre (por mezclado que esté con impurezas) un contenido racional, que es su razón de ser, su venir enderezado a un fin, el bien común de la sociedad” (p. 66). Lo definitorio del derecho es ser un sistema de normas que, desde el poder público, regulan la conducta humana en la medida en que afectan la convivencia social; pero para que dichas normas sean derecho, mas no un mero amontonamiento de cánones dispersos, es absolutamente necesario que ellas sean racionales y coherentes; el conjunto de normas habrá pues de tener una unidad, una función, un propósito. Según Peña, el fin del derecho es el fin de la sociedad; y se lo descubre por abducción: para dar cuenta de la cohesión social, de la opción por la vida social que ha escogido la especie humana, no se ve qué otro fin pueda servir para aglutinar a la gente de una manera estable y que permita la prosperidad colectiva si no es el bien común. Los estudios de etología, la entomología y la mirmecología confirman dos hechos: que los miembros de una sociedad animal viven bajo reglas consuetudinarias, cuya violación es castigada por una autoridad, y que esta tiene legitimidad en la medida en que vele por el bien común. Y lo mismo vale para los humanos.

Peña desmiente de este modo la pretensión de David Hume y George E. Moore de introducir una separación, semántica y lógica, entre el bien o el deber y el ser. Investigando las relaciones sociales, se infiere –aunque con una certeza que no se iguala a la de la deducción– que hay unas normas que las rigen, que son independientes de cualquier voluntad, individual o colectiva, que no son fruto de una fuente social, de un decreto. De ahí que sea lógicamente válido el paso desde la afirmación de un hecho hacia una consecuencia deóntica, sin que ello suponga ninguna falacia naturalista, como también lo admite la lógica deóntica estándar. En la obra objeto de esta recensión, el deber se analiza como un es: el deber consiste en que una situación o estado de cosas tenga el calificativo deóntico de obligatoriedad.

La originalidad y el aporte del libro de Lorenzo Peña reside en que es la única teoría jusnaturalista que formaliza los principios del derecho natural en un sistema axiomatizado, la lógica nomológica, la cual tiene una especial sensibilidad para articular dos fenómenos jurídicos, los grados y los conflictos. En efecto, entre los aspectos que son una cuestión de grado están la licitud, la obligación, la prohibición, la legitimidad de un sistema jurídico, el tener en cuenta la opinión de un niño en asuntos de su incumbencia en función de su edad y madurez, el cumplir un sistema jurídico su función esencial, etc.

Por otra parte, el derecho es antinómico, como ha sido reconocido por uno de los más descollantes juspositivistas, Hans Kelsen, quien tuvo que renunciar a cualquier intento por racionalizar el sistema jurídico, dado que la lógica deóntica por él manejada, al basarse en la lógica clásica, no toleraba la contradicción. Sin embargo, tal nihilismo lógico-jurídico es evitado por Peña al adoptar una lógica paraconsistente. De esta manera, este autor da cabida al hecho de que el ordenamiento normativo está plagado de antinomias, como por ejemplo: entre las fuentes del derecho, entre los ordenamientos jurídicos internacional e interno, entre las normas del derecho, para no hablar del desajuste entre derecho natural y la ley positiva. Además se dan conflictos entre: valores, derechos, leyes, entre las varias significaciones de la ley, y varias soluciones correctas mutuamente incompatibles. Finalmente, se da una contradicción entre: la licitud e ilicitud de una conducta, la licitud e ilicitud de un derecho, entre libertades, y entre la esencia y existencia del derecho.

Así pues, Peña arguye que únicamente una lógica que sea lo suficientemente fina como para expresar los grados y ser capaz de tolerar, o incluso afirmar, el conflicto normativo hará justicia al derecho real, tal como es. En cambio, querer –como lo hacen ciertos juspositivistas desde una lógica aristotélica o clásica– desconocer las antinomias jurídicas u obviar la contradicción normativa, considerando que uno de los extremos en pugna tiene meramente prima facie el calificativo deóntico, es incompatible con el principio metodológico positivista de atenerse al derecho que es, mas no al que debiera ser.

De otro lado, Peña muestra que tanto la lógica deóntica estándar (LDE) como la lógica normativa de Carlos Alchourrón y Eugenio Bulygin sufren una doble deficiencia, al validar argumentos incorrectos –como la simplificación deóntica, la paradoja de la disyunción–, y al excluir otros argumentos que son perfectamente lógicos, como el principio de colicitud (el que tanto la acción A sea lícita como B también lo sea implica que sea lícita la conjunción de ambas, A y B) y el modus ponens deóntico. Efectivamente, como ejemplo del inconveniente fracaso de esta última regla de inferencia, Peña cita la tesis de Hans Kelsen: “de ‘Todo ladrón debe ser condenado’ y ‘Lupiciano es ladrón’ no se sigue ‘Lupiciano deber ser condenado’” (p. 108). En realidad, Peña señala ocho consecuencias funestas de la LDE compartidas por el sistema de Alchourrón y Bulygin.

En el diálogo que entabla Peña con el juspositivismo es importante el papel que juega Williard van Orman Quine, quien echó abajo los dogmas neopositivistas de las dicotomías entre enunciados observacionales y supuestos teóricos, entre lo analítico y sintético, así como entre lo a priori y lo a posteriori. La gradualización de tales distinciones le permite al autor, a partir de un procedimiento abductivo, hacer aceptable la postulación de entidades no observacionales, la cual sería insatisfactoria de atenernos al positivismo del Círculo de Viena, que condenó al sinsentido a toda la metafísica.

Asumiendo un empirismo antimetafísico, varios filósofos eliminaron de la realidad las propiedades deónticas, de lo lícito, lo obligatorio y lo prohibido, sin las cuales es imposible aseverar la existencia de hechos deónticos. Por tanto, de acuerdo con las teorías no cognitivistas, dejaban de tener valor de verdad los juicios normativos, que eran interpretados de varios modos: como un imperativo, o una exhortación, o como mera manifestación o expresión, pero no reporte ni descripción de un sentimiento de aprobación o desaprobación, lo que surgiere las teorías imperativistas o emotivistas, entre otras. Frente a todas ellas Peña, siguiendo en este punto la axiología hartmanniana, reivindica la existencia objetiva de valores jurídicos tales como el bien común, la libertad, la no arbitrariedad, la igualdad, la paz, la justicia, la seguridad, la hermandad, que son la raíz de la obligatoriedad de las normas. De modo similar, detrás de los derechos de bienestar y de libertad están los valores del bienestar y la libertad, respectivamente.

En el plano jurídico, a la objeción del juspositivismo sobre la irrelevancia del derecho natural para la política legislativa y la práctica jurisprudencial, Peña responde que en la conciencia de los operadores jurídicos está la creencia de que el derecho tiene unos fines según los cuales tiene que ser interpretado. Además, como un indicio de la presencia de reglas extrapositivas en el sistema legal que, por tanto, no emanan de una decisión del legislador, el autor cita el artículo VII del Código Civil peruano: “Los jueces no pueden dejar de administrar justicia por defecto o deficiencia de la ley. En tales casos deben aplicar los principios generales del derecho y, preferentemente, los que inspiran el derecho peruano” (p. 356). Está claro que, por la preponderancia que mantiene la corriente juspositivista, los jueces no pueden invocar abiertamente los principios del derecho natural como tales, pero sí lo hacen utilizando circunloquios. De igual modo, se hizo uso de cánones del derecho natural en las decisiones de las cortes Suprema y Constitucional de la Alemania de la posguerra, como lo atestigua el profesor Heinrich Rommen.

El caso de los derechos humanos es otra de las divergencias entre las posiciones del jusnaturalismo y juspositivismo. Para el positivismo jurídico, los derechos se fundamentan por otros derechos reconocidos en la ley, por lo cual una asamblea constituyente no está restringida en absoluto por ningún tipo de derecho preexistente. Siendo la Constitución una creación política, y la ley un producto de una voluntad, no es de extrañar que algunos autores juspositivistas hayan negado la existencia de ciertos derechos. Específicamente, Peña menciona dos casos: la negativa por Hans Kelsen a reconocer que tengamos derecho a no ser asesinados, así como el rechazo del derecho a la vida por parte del juez Oliver W. Holmes Jr.

En verdad, el positivismo jurídico no puede fundamentar los derechos humanos desde una instancia jurídica; una reclamación de juridificación de derechos por parte del juspositivista solo puede ser hecha desde fuera del derecho; desde la moral. En contraposición, para el jusnaturalismo aditivo defendido en el libro aquí reseñado, los derechos humanos se deducen de la finalidad del ordenamiento jurídico, del bien común.

Para cerrar esta recensión, vale la pena resaltar que, en su afán por separar el derecho natural de la moral, nuestro autor abraza un dualismo axiológico y normativo, a partir del cual acepta dos tipos de valor y dos tipos de deber, puesto que hay conductas moralmente lícitas pero jurídicamente ilícitas, y viceversa.

En conclusión, Lorenzo Peña da respuesta a los embates en contra del Derecho natural, y para apuntalar dicha controversia expone su visión lógica del derecho, siendo su aspiración la de haber reivindicado su visión particular del jusnaturalismo. En opinión del reseñante, el autor consigue su objetivo magistralmente y de modo satisfactorio, y ahí reside el mérito de su trabajo.

Es de esperar que una obra de tal envergadura, con su derroche de argumentos a favor del racionalismo jurídico, reciba la discusión que merece por parte de los especialistas. Por lo cual, el autor de la presente recensión invita cordialmente al lector a entrar en este diálogo sobre la naturaleza del derecho a partir del análisis y la evaluación de la defensa presentada en el libro, y de este modo hacer avanzar la discusión entre visiones opuestas.